Cuando aparece un hecho de violencia asociado a un niño o a un adolescente, este es sobredimensionado por las y los funcionarios de turno y los medios de comunicación, (re) instalando la propuesta de bajar la edad de punibilidad. Sin embargo, a la luz de los datos existentes, la proporción de jóvenes que cometen delitos en comparación con los adultos es extremadamente baja, y su incidencia en los problemas de inseguridad es prácticamente nula.

Esta reacción punitiva no es ingenua. Se inscribe en un sentido común que se viene consolidando hace tiempo, sostenido en la idea de que los problemas sociales se resuelven con más castigo: más policías, más cárceles, más penas. Como si el encierro fuera, en sí mismo, parte de una política social de Estado.

Estos discursos mediáticos violentos -que se articulan con los del gobierno actual- son, además, performativos: construyen chivos expiatorios y desvían el foco de los problema que el Estado debiera atender prioritariamente -y que los medios de comunicación deberían destacar con igual o mayor amplitud- como la inequidad, la concentración de la riqueza y el aumento de la pobreza multidimensional.

Detrás de este enfoque no hay solo una práctica, sino una teoría: una lógica punitivista que propone resolver los conflictos sociales -y la cuestión del delito, específicamente- mediante la penalización creciente de las conductas. Una narrativa que desplaza las causas estructurales -como la desigualdad, la exclusión o la falta de oportunidades- y centra la respuesta estatal en el castigo y, más específicamente, en el encierro. Una lógica que, lejos de solucionar los problemas, los reproduce, amplifica y empuja hacia adelante. ¿En qué condiciones saldrá un niño que comete un delito y es enviado a la cárcel, cuando tenga 20, 23 o 25 años, si pasó esos años tras las rejas en vez de ir a la escuela o a la universidad?

Es fundamental recordar que la Convención sobre los Derechos del Niño define como niño a todo ser humano menor de dieciocho años. En ese marco, consagra el principio del interés superior del niño, lo que implica que toda decisión que lo afecte debe priorizar su bienestar integral. Dado el rango constitucional de esta Convención, los Estados tienen la obligación de garantizar que todos los niños, niñas y adolescentes puedan vivir y desarrollarse plenamente -en lo físico, mental, emocional, social y espiritual-, reconociendo su derecho a la salud en el nivel más alto posible y a una educación de calidad. En este sentido, un Estado presente, con políticas activas de prevención -como el abordaje de los consumos problemáticos, el fortalecimiento del tejido social y una educación transformadora- es el que realmente garantiza ese interés superior. Ese es el camino.

Las violencias actuales deben leerse a la par de la inequidad, la fragmentación social, los modelos culturales consumistas y la vulneración sistemática de derechos fundamentales. Como sostiene el profesor Esteban Rodríguez Alzueta, basta con hacer el siguiente ejercicio de comparación: ¿cuántos agentes y vehículos tiene a su disposición cualquier Ministerio de Seguridad del país, y cuántos las secretarías u organismos abocados a la niñez? Dime quién se lleva el trazo grueso del presupuesto, y te diré cuál es la letra chica del Estado.

Mientras se insiste en construir a los y las adolescentes como una amenaza, reforzando discursos de inseguridad centrados en el robo y la violencia, se oculta una realidad mucho más cruda (y real): en una sociedad desigual y excluyente como la Argentina actual, la principal causa de muerte violenta no son los homicidios, sino los accidentes de tránsito y los suicidios. Según estadísticas oficiales, la tasa de homicidios en 2024 fue de 3,8 por cada 100.000 habitantes, mientras que la de suicidios alcanzó los 9,5. Más del doble. El suicidio es la principal causa de muerte violenta entre jóvenes, y las principales víctimas son varones. Una tendencia que, lejos de revertirse, sigue en aumento.

Frente a este escenario, resulta impostergable disputar los sentidos que circulan sobre las juventudes y cuestionar los marcos punitivistas que orientan las políticas públicas. Abordar los conflictos desde una perspectiva de derechos, con respuestas integrales y políticas que apunten a la inclusión, es una necesidad urgente y una responsabilidad ineludible del Estado.

* Historiador. Docente e investigador de la UNComahue

** Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Profesor de la UNRN