“El arte es una entera conspiración”, afirmó el añorado Haroldo Conti, a sabiendas de que los gobernantes que se creen todopoderosos aborrecen el arte.
Nunca faltan razones para recordar a Conti, sobre todo en este mes de mayo. Y a dos puntas: el 5 de luto por los 49 años de su atroz secuestro y posterior desaparición, de festejo el 25, por el centenario de su nacimiento.
En el día de la patria celebraremos una vez más a este excelso escritor, si bien de alguna perversa manera hoy nuestra patria ya no está. Como si se tratara de un enormísimo mantel, de un tirón nos la han arrancado de debajo de los pies y henos aquí, habitantes del suelo argentino, plantadas y plantados en el mismo lugar de siempre, pero el lugar no es más nuestro.
Todo sucede en clave de despojo y a otra cosa, mariposa; toneladas de mentiras que sofocan las verdades, así la cripto estafa que trajo a nuestro conocimiento otro tirón maquiavélico, el llamado “rug pull”, en este caso el de la alfombra sobre la que te habías parado, haciéndote dar de narices contra el piso.
Nada de todo esto empaña la memoria de Conti. Compartí con él y Marta, su compañera, un breve período en la revista Crisis. Los recuerdos se agolpan, eran tiempos previos a la aparición de esa novela imperecedera que es Mascaró, el cazador americano. Haroldo llegaba y nos contaba la cocina literaria, y nunca olvidaré el día cuando confesó que habían llorado, él y Marta, cuando en la trama los protagonistas debieron abandonar en un pueblo del camino a la dulce Sofía, la amada bailarina oriental del Circo del Arca, de “tan frutal y proporcionada gordura”. Imprescindible renuncia no porque ella hubiera engordado por demás sino porque el camino se les había vuelto por demás peligroso.
Cierto es que también la vida se había vuelto cada vez más peligrosa para todos nosotros, personas de carne y hueso habitantes de la realidad. Recuerdo las amenazas de bomba a Crisis, recuerdo cuando yo acudía en secreto a un determinado jefe de redacción del diario La Nación para que publicara disimuladamente el pedido de hábeas corpus de alguna personalidad que había sido “desaparecida”.
No logro recordar si a fines de mayo 1976 se presentó un hábeas corpus por Haroldo cuando la desesperación cundió en aquellas breves oficinas de Crisis al no haber noticia alguna del entrañable amigo y compañero secuestrado. Porque no tengo claro en qué momento se supo que era mejor callar: en cuanto aparecía publicado el reclamo, la muerte de la persona en cuestión estaba asegurada.
De todos modos supimos y sabemos mantenerlo vivo en el recuerdo. Por mi parte, en honor a Haroldo en la figura de Oreste con sus sueños y sus navegaciones, usurpé el nombre de El Mañana para bautizar al barco en el cual se desencadena la trama de mi novela homónima.
Y hoy, ante el retorno glorioso de El Eternauta, imposible no asociar de manera oblicua con la última novela de Haroldo Conti y sus entrañables personajes. Con esos locos visionarios del destartalado circo ambulante que sin proponérselo avanzaban por los pueblos areneros sembrando la subversión del despertar al arte, a la verdad que brilla en los corazones, a la creación colectiva. Todo mientras eran perseguidos de cerca por los federales.
Hay heroísmos y heroísmos. El de Mascaró, sin ir más lejos, protagonista de fugaz figura impactante que es y no es al mismo tiempo. Es héroe y es bandido, es la esencia de las cosas, reconoce tener un espíritu muy propio y a la vez se trasforma en todos y cada uno de sus compañeros de aventura. “Sujeto de ayuno y vela, esa distancia del alma, siempre en oficio de peligro” que en sus brevísimos momentos de ocio, es decir de navegación, se luce con el tiro al blanco o bien acometiendo “otras inopinadas y vistosas atrocidades”.
Mascaró es también el misterioso adlátere del amo del Circo del Arca, el “legítimo Príncipe Patagón, versista, recitador, escribiente, mago adivino certificado, algebrista y, en otro tiempo ministro (...) ¿Ministro de qué? De todo. Casi emperador”.
Muchos escritores se han soñado alguna vez personajes de su propia literatura. Haroldo Conti no se vio reflejado en esos dos rutilantes protagonistas, más bien secretamente se rebautizó Oreste, nombre entre italiano y campero que olvida por completo a su homónimo griego. Aquí no hay madre que matar porque la madre casi ni se menciona, tampoco hay padre muerto o simplemente distanciado. Hay, sí, la figura de algún viejo que en toda su hosca piedad apadrina al joven, una relación hecha de entendimiento mutuo, como la de Silvestre y el Oreste adolescente en Alrededor de la jaula, como la del Príncipe Patagón y el otro Oreste algo más maduro en la última novela. Son siempre historias de un cariño profundo entre dos desamparados, en las cuales la devoción recíproca se manifiesta en las acciones más simples, delicadas casi, pautadas por un mínimo esencial de palabras que en general aluden a otra cosa.
La retórica está proscrita en el universo de Conti, y también la solemnidad. Porque el universo de Conti es un universo de agua, fluctuante, transformativo. Tiene algo de amniótico y mucho de desesperada esperanza. También tiene el humor saltarín de un pequeño pez, a menudo adormecido en las profundidades pero siempre latente, un pez que va creciendo con el correr de los años, con el lento suceder de sus novelas.
Los personajes de Conti son hombres del silencio, dados a la introspección a pesar suyo, poco amigos de cuestionarse, errabundos, modestos con una modestia que les confiere grandeza. Más que enamorarse de la ocasional mujer que la suerte les pone en el camino, se enamoran casi indefectiblemente de un barco.
Hombres y navíos se confunden. Son hombres que sueñan con barcos, y barcos que adquieren condiciones de lo humano como los remolcadores de la nostalgia que asoman sus chimeneas cada tanto por las páginas de En vida, novela donde hasta la luna “es un barco que navega por el aire”.
Hombres de sensibilidad inconfesada y a la vez manifiesta, hombres de la ternura y también de las tinieblas, con la leve consistencia de las brumas del río porque son los grandes buscadores de una libertad chiquitita y sublime, la que nos corresponde a cada cual con sólo aceptar desprendernos de nuestras costras de ambición.
El río de Conti, como la vida misma, parecería ser un único curso de agua que atraviesa su entera novelística, mutando acorde con las anfractuosidades del terreno. Moroso en su nacimiento, en la novela Sudeste deja planteada toda la problemática subsiguiente porque allí al protagonista el río le resulta bondadoso “pero lo cierto es que, en el fondo, más a menudo este río parece endiabladamente astuto y torvo y hasta ruin”.
En la novela Alrededor de la jaula el río se vuelve casi urbano y aún cándido; se hace barroso y denso al acompañar la trama de En vida, para finalmente salirse de madre y alcanzar la gloria del mar en Mascaró, el cazador americano.
En nuestra literatura plagada de machos a ultranza, abocada en otros tiempos al culto del héroe que más adelante se hace antihéroe y neurótico como marca de los tiempos, en este país que tuvo alguna vez a Juan Moreira casi casi como personaje fundador -y fundador fue, nomás, porque inauguró el molde de todos nuestros políticos corruptos de hoy día- puesta a elegir me quedo con Mascaró. O con su alter ego, el Príncipe Patagón, ese pícaro que no se toma en serio, que parodiando y plagiando y saltimbanqueando por pueblitos cada vez más misérrimos va abriendo caminos de libertad con las únicas armas de la imaginación y la poesía.
Y, sin dejar de regodearme en cada una de sus páginas con la magistral tersura de su estilo, encaro la obra de Haroldo Conti desde la emoción porque creo que es así como él la vivió, poniendo siempre su cuerpo allí donde estaba su palabra. Y también donde no estaba: in absentia.
* Su novela Cola de lagartija acaba de ser reeditada.