El universo de Star Wars parecía inagotable ya desde el primer chispazo en la imaginación de George Lucas, cuando todavía batallaba para hacerse un camino propio entre las turbulencias del Nuevo Hollywood. Había sido cofundador de la compañía Zoetrope junto Coppola, hacedor de un sueño espacial trunco en la extravagante THX (1971), y artífice de un nuevo filón para la ciencia ficción y el mainstream del futuro con la saga que nació con La guerra de las galaxias (1977). Esa frondosa cosmovisión se erigía sobre una de sus aristas, un camino posible hacia un laberinto que se expandiría con el correr de los años y los abultados números de taquilla, amasando sagas y escupiendo merchandising, afirmando cambios en el lenguaje cinematográfico y fusiones de la industria. Lucasfilm, Star Wars como sello, Disney como impulso de una nueva era, el arribo del streaming y las series para llenar los huecos, tender los puentes, exprimir una gallina de huevos de oro que parecía –otra vez– inagotable. Y esta vez en serio.

A esa factoría en plena expansión llegó Tony Gilroy, guionista neoyorkino con sus propias excursiones a Hollywood: la célebre adaptación de Dolores Claiborne de Stephen King para Eclipse total (1995), el despegue de la saga Bourne con Matt Damon como un desmemoriado agente de la CIA, su debut en la dirección con la oscarizada Michael Clayton (2007) y la llegada de Rogue One (2016), sobre la gesta de la Alianza Rebelde que intenta destruir el poder del Imperio en el mundo de George Lucas. Ya sean los invisibles tentáculos del servicio secreto en la franquicia Bourne o una firma de abogados tras las corporaciones agrícolas en Michael Clayton, los universos diseñados por Gilroy exhiben la obscenidad del poder en un tiempo de crisis y transformaciones que ha comenzado tras el final del Nuevo Hollywood y su reinvención como statu quo del cine contemporáneo. Su gesto de sutil rebeldía encarna aquel espíritu originario de la Lucasfilm, el chispazo que amenaza la hegemonía del Imperio del maléfico Palpatine.

Andor, estrenada en el 2022 como parte de los satélites de Star Wars que van llenando esos huecos narrativos entre las viejas películas, las nuevas, las guerras de los clones animadas, y algunas historias que los fanáticos cultivaron con devoción, exploraba el inicio de la Resistencia a través de la figura de Cassian Andor (el mexicano Diego Luna), un sobreviviente del planeta destruido de Kenari. En la primera temporada transitaba desde su condición de escurridizo ladrón hasta convertirse en un miembro activo de la Resistencia comandada por Luthen Rael (Stellan Skarsgaard) y sus socios, eslabones de un plan a largo plazo que busca erosionar los cimientos de la dictadura imperial. Más allá de los ditirambos de aquella primera aparición de Cassian, en la atlética figura de Diego Luna, con su rostro a medio camino entre la inocencia y la urgida madurez, lo que dejó Andor fue la notable lección de una narrativa firme y concisa sobre toda contraofensiva, que requiere astucia y paciencia pero sobre todo el sacrificio por un amanecer al que nunca se asistirá.

“¿Cuál es mi sacrificio?”, se preguntaba Luther ante la decisión de uno de sus infiltrados en las líneas del Imperio de claudicar en su misión. “Estoy condenado a usar las herramientas de mi enemigo para vencerlo. Destruyo mi decencia por el futuro de otros. Destruyo mi vida para crear un amanecer que nunca veré. Y el ego que comenzó esta pelea no tendrá un reflejo, ni una audiencia, ni la luz de la gratitud. ¿Qué es lo que sacrifico? ¡Todo!”. Esa es la llama que encenderá el compromiso de Cassian Andor aunque no sea testigo de las palabras pero sí de la tragedia que el Imperio impone a los habitantes de la galaxia. Un año después, cuando comienza la segunda temporada, ya convertido en un soldado de la causa, será piloto de una nave que escapa a los tumbos de un enclave enemigo, definiendo la nueva vocación del héroe en esa mezcla posible entre torpeza, seducción y tenacidad. No el héroe impoluto de la era clásica, ni el deliberado antihéroe de las gestas cínicas; un hombre con pasado, con inseguridades existenciales, que en la hora más oscura descubre su propia fuerza.

Andor fue la creación del universo Star Wars con mejores críticas de la era Disney –junto con The Mandalorian–, mejores que cualquiera de las películas que completaron el mazo de cartas de Lucas, y sobre todo que algunas series con mayores expectativas como Obi Wan Kenobi (2022) o The Acolythe (2024). Ajustada en su presupuesto por los vaivenes bursátiles del streaming –que obligaron a Disney a reconfigurar su estrategia de plataformas– y demorada por las huelgas de guionistas y actores de 2023, la segunda temporada recogió los vítores que había dejado la primera con una carrera lenta en el favor del público, alimentada por recomendaciones de boca en boca, por el despegue de sus últimos episodios, y la notable elaboración del enfrentamiento final en el funeral de Maarva (Fiona Shaw) entre las fuerzas del Imperio, los agentes de la Resistencia, y el propio Andor recibido y sostenido por un pueblo en la hora de su despertar. “El Imperio es más poderoso cuando dormimos”, reclama el fantasma de Maarva arengando el levantamiento. “Si pudiera hacerlo de nuevo, me levantaría temprano y lucharía desde el principio”.

Gilroy, quien anticipó hace tiempo que este año sería el canto de cisne de su participación en la franquicia Star Wars, asumió el compromiso de cerrar el círculo, de conducir a Andor a su destino. La historia del sobreviviente de Kenari es más cruda que otras aristas del universo galáctico de George Lucas, es un mundo sin caballeros Jedi y espadas láser, sin demasiadas criaturas alienígenas y personajes simpáticos. Ofrece un mapa desnudo de la puja por el poder en las altas clases de Chandrila, un retrato de la política del Senado y la relación de las élites con las revoluciones, sigue las pesquisas de una policía secreta y los soldados que se transforman en engranajes del opresor. Cárceles como infiernos, créditos a valor de mercado, represión en las calles, un mundo humano de rostro inhumano. Un mundo de estos tiempos en el que el germinal individualismo de Cassian Andor deviene en una convicción nunca exenta de dudas, de traspiés, de sacrificios. Un regreso a casa, a sí mismo, a esa Kenari natal que quedó en su memoria. “El Imperio no puede ganar. Nunca te sentirás en paz hasta no hacer todo lo posible por vencerlos”, le dirá Cassian a una nueva recluta, y quizás también a sí mismo.