Otra vez el aeropuerto, otra vez rumbo a Cuba, cada vez más cerca de que sea la última vez. Como siempre, entro apenas habilitan migraciones para llegar antes que alguien me ocupe la mesa que tiene los únicos enchufes de todo el bar de la zona de embarque. Cuatro enchufes, todos juntos, arriba de una única mesa.
El bar está cerrado. Me siento y en mitad de la penumbra enchufo mi computadora. Me gusta escribir en los bares, también en éste. Venía preparada para pedir un café, un café que nunca tomo porque es horrible, y a fastidiarme porque lo cobran a cinco dólares.
Pero no hay nadie. Otra cosa medio inexplicable, sin mucho sentido. Una más, intrascendente, entre tantas confusiones y tanto desquicio.
Ayer escuché en la radio un reportaje al presidente del banco J.P. Morgan, era el hijo de Marta Minujín. Pensé en su madre, el DiTella, los sesenta. ¿Sigue viva la Minujín? ¿De qué hablará con su hijo? ¿Qué pensará él de la Menesunda y el Partenón de libros? ¿De los pandulces cubriendo el Obelisco?
Antes era más sencillo identificar las puestas en escena, pienso, cada vez las reconozco menos. Tal vez ahora sean lo mismo que la realidad. O que la realidad no exista. O todas esas discusiones que hace algunas décadas atrás nos resultaban estimulantes e importantes. Ahora ya no sé sobre qué se discute. Sobre si todos somos mandriles, o corruptos, o al mismo tiempo víctimas y victimarios. Sobre los errores y las oportunidades perdidas.
Pero además del desconcierto, tengo otra sensación. Es real, no la imagino. La siento en el cuerpo y me dice hay muchas cosas que sí entiendo, aunque no pueda explicarlo o ni siquiera sepa bien cuales son.
Se prende la luz. Las chicas del bar llegan apuradas y se acomodan atrás de la barra.
Las mesas se van ocupando. Hay mucha gente para este vuelo a Panamá. Desde ahí sigue a otros lugares, se abre para arriba, abajo y los costados, un ramillete de flechas azules para infinitos destinos, según la revista de la empresa.
La mayoría de mis compañeros de viaje son de mi edad, pero mejor vestidos, chalecos fucsias de matelasé, camperas con alas de lentejuelas en la espalda, zapatillas impolutas, chalinas etéreas. Las mujeres rubias o con mechitas, los hombres pelados al centro, con bordes de pelo blanco más o menos abundantes. También hay parejas jóvenes con hijos pequeños, cochecitos, mamaderas, niños hermosos. Escucho lo que hablan en las mesas cercanas y la mayoría va a Orlando o a Miami.
Esta tarde nuevamente reprimieron a los jubilados, una mujer mató a su marido y sus dos hijos adolescentes antes de suicidarse, el tren solidario llevó víveres a los evacuados por la lluvia en Zárate, hay para general en Tierra del Fuego, el gobierno sigue con la motosierra. Vuelve Paka Paka, con Dragon Ball y una serie de una abuela cubana exilada, que viaja en el tiempo con su silla de ruedas, y nos enseña como ser más felices.
Dicen por los parlantes que podemos ir haciendo el embarque. Por grupos, aclaran, pero todos vamos a amontonarnos para llegar primeros a un asiento que ya tenemos asignado.
Pero yo algo comprendo, o intuyo. Es un entendimiento que me aleja de la desesperación. Miro y escucho y me espanto, pero no llego a hundirme porque algo que no sé qué es, ni de donde viene, me dice que hay que resistir. Que ya va a pasar. Que la historia siempre avanza, como decía Marx o no sé quién, la espiral dialéctica, pasar por el mismo lugar, volviendo atrás, pero una vuelta más arriba. En esta época la vuelta atrás es mucha, yo lo sé. El arriba está a más distancia, no va a ser fácil la subida. Pero va a ser un nuevo nivel deslumbrante (y en algunos momentos seguramente aterrador).
Miro alrededor y vuelvo a pensar en las obras de Marta Minujin. Busco en el celular y veo que sigue viva. Hace dos años, cuando cumplió 80, celebró su cumpleaños casándose con la Eternidad. En el Malba, vestida con un traje de novia de tul rosa pastel, brindo con sus 200 invitados, antes de comer la torta, negra, de cuatro pisos. Luego de arrojar el ramo de rosas, también negras, se retiro del evento en el colectivo 67 junto a su cortejo de jóvenes artistas. Una mamushka de puestas en escena.
En unas horas voy a llegar a Cuba y el tema va a ser el mismo de los últimos años: los horarios de los cortes de electricidad, el costo de los huevos, la escasez de agua, los que se fueron con el decreto de Biden y los que están inventando nuevas maneras de irse porque ya no se aguanta más tanta falta de todo y tanta tristeza.
Y en la escuela de cine los alumnos van a seguir escribiendo guiones que dificilmente serán películas, pero que les permiten indagar sobre quiénes son y decir lo que creen que debe decirse.
El presidente de J.P Morgan, su madre icono de la contracultura, los clientes de este bar desangelado, los nenes que corren aprovechando el espacio amplio y sin vallas, el frío que debe hacer atrás de las puertas de vidrio. Y el calor agobiante con que me va a recibir la Habana, más llena de basura en las calles que de utopías revolucionarias.
Pero algo hay, allá, más adelante, que vale la pena. No se cuándo, ni cómo, ni a qué costo, pero va a llegar. Querría vivir para verlo con mis nietos, sorprendernos y aprender en ese nuevo mundo. No creo que me dé el tiempo, ojalá a ellos sí.
Esta vez, en lugar del café horrible, pedí un té. También me cobraron cinco dólares pero estuvo rico, un saquito de té verde en una taza con un platito arriba.