En el año 1974, durante la dictadura del General Ernesto Geisel en Brasil, surgió en Rio de Janeiro y casi de la nada un ignoto compositor llamado Julinho de Adelaide. Escribía canciones románticas o graciosas, solo con algunas frases incomprensibles. De hecho su tema mas popular fue “Jorge Maravilha”, que en el estribillo repetía “yo no le gusto a usted, pero a su hija le gusto”. Todo estaba divertido con Julinho, hasta que la dictadura descubrió (un disco después) que el tal Julinho era Chico Buarque, que harto de que la dictadura no le dejara grabar ni difundir sus temas, usó un nombre falso. En esos temas filtraba frases que la gente entendía y la dictadura no. Y claro que la cosa no terminó ahí: Julinho de Adelaide le había dedicado el tema “Jorge Maravilha” al dictador Geisel, ya que la hija de este se había declarado fan de Chico Buarque, a quien su padre censuraba. La venganza ingeniosa era coreada por casi todo Brasil: “yo no le gusto a usted, pero a su hija le gusto”.
En nuestros países sucedieron muchas cosas durante las dictaduras. Muchos hombres y mujeres encontraron diversas formas de resistencia. La idea era una: no dejarse y avanzar. Cada quien desde su lado formaba parte de una red de retroalimentación que tenia como primer objetivo la supervivencia del grupo. Esa necesidad y la conciencia del peligro, hacía que cada acción fuera única e indispensable. Nadie andaba gritando “no pasarán” pero se sabía que esta era la consigna silenciosa. Después de todo ya lo había dicho José Martí mientras preparaban la independencia de Cuba: “hay empresas que para triunfar, deben permanecer ocultas”.
Cuando se sabe qué hacer, se sabe qué esperar. No siempre, aunque en general sí. Pero para eso hay preguntas básicas, que en los días atribulados que corren, suelo hacerme. Desde Juana Azurduy hasta Hebe de Bonafini ¿cuántas mujeres perdieron hijos e hijas por la causa de la independencia? ¿Cuántos huérfanos sumó esta causa? Sabemos cuál era el norte. Lo que no sabemos con claridad es dónde se perdió la brújula. Y ahí pareciera ser que no hay preguntas, apenas un agotado “está pasando en todo el mundo” y ya.
¿Como fue que llegamos (o nos trajeron) a este aburrimiento que nos transforma en caracoles derretidos al sol sobre las baldosas? Quizá preguntamos tímidamente sin exigir respuestas. Cualquier cosa es mejor que aceptar que aceptamos la suerte que no habíamos esperado. Entonces y por las dudas se acabaron las preguntas y nos sentamos a esperar. O gritamos sin convicción, más para que nos vieran hacer la mueca que para enfrentar la verdad imaginándonos derrotados de antemano. El hastío (palabra exacta y en desuso) es una hiedra que comienza en las manos y los ojos y termina amarrándolo todo, desde el páncreas y el cólon, hasta las ganas de amar.
La anécdota de Chico Buarque me dejó, en su momento, un pensamiento fácil que aún conservo: él, que ya era un artista conocido y querido, decidió dejar de lado su nombre porque era mas importante lo que tenía que decir que el hecho de que se reconociera quien lo decía. Eran las épocas de los nombres falsos para evitar la cárcel o la muerte, haciendo lo que cada uno pensaba que tenía que hacer, bajando la cuestión de las importancias personales. Cosas que hoy podemos ver con una nostalgia antigua y aplastante.
Pasada la dictadura, la política era acá, en tu casa, en tu trabajo, en el bar. Se sabía más o menos qué hacer, se sabía que el dogma elegido tenía sus fallas pero estaba bien y era defendible. Alcanzaba hasta para discutir a los gritos en la mesa de los amigos entre señaladas de dedo en la cara y con la vena del cuello hinchada y acabar brindando el ultimo vaso con comentarios de sarcasmo y abrazos de despedida. Estábamos protegidos. Y hasta lo que estaba mal, estaba bien. Y podía fallar, pero no importaba. Sabíamos lo que hacíamos y lo más importante, sabíamos para qué lo hacíamos. Y sabíamos qué esperar.
Nos sometimos al método mortal de la displicencia por motivos desconocidos. Sin más sorpresa que un poco de asombro tan aburrido como estéril, no solo dejamos de discutir, sino que rehusamos cualquier reunión donde hubiera una mínima posibilidad de discusión. Y allí se extendió la soledad y se encendieron las pantallas y los telefonitos. Y con ellos unas formas de rencor inexploradas y la incomprensión de esta nueva carpintería desconocida que alimenta la quietud expuesta encadenada a una necesidad de datos desechables que llegan como bombas, útiles solamente para quien las arroja.
Ahora discutimos con los dedos y en soledad con desconocidos que en la mayoría de los casos ni siquiera existen. Y allí anda una gran mayoría, haciendo nada contra nadie. Un ejército de Hiroos Onodas. Mientras ahí afuera se andan robando todo, salvo lo que no se puede vender. Eso lo destruyen sin resistencia ninguna.
Los momentos decisivos están plagados de incertidumbre y de seguridades. Solo tienen de respaldo la decisión y el anclaje en la historia nuestra, en las valentías y las picardías de evasión. Esas cosas andan por la casa, el trabajo, el bar, la mesa de los amigos donde puede uno sentirse protegido para discutir a los gritos unas ideas que nos permitan saber que hacer, para saber que esperar. Y a esta altura vale la pena, aunque falle.