En enero de 1993, Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos, sus padres y a su perro e intentó suicidarse, sin conseguirlo. En los días siguientes se supo que no era médico ni investigador en la Organización Mundial de la Salud, como creía todo el mundo, y que todo lo que se sabía de su vida era falso. Siendo todavía estudiante, había asegurado que había aprobado un examen al que de hecho no se había presentado y, a partir de entonces, durante dieciocho años, había acumulado las mentiras sin que nunca, por increíble que parezca, le descubrieran. No era médico ni era otra cosa: ni espía, traficante de armas o de órganos, como al principio habían creído y esperado, de tan difícil que es admitir que alguien pueda no ser nada. Se pasaba los días dentro de su coche, en las áreas de descanso de las autopistas. Y cuando comprendió que finalmente cobraban cuerpo las sospechas, prefirió matar a los suyos antes que afrontar sus miradas. Recuerdo los primeros artículos sobre el caso: eran los de Florence Aubenas en Libération. Me acuerdo de que pensé inmediatamente en escribir un libro sobre el tema. Me acuerdo de haber leído A sangre fría, cuya sombra se extendía forzosamente sobre todo proyecto de este tipo, y un libro de entrevistas con Truman Capote en que decía: “Si hubiera sabido lo que tendría que soportar durante los seis años que me ha costado escribir este libro nunca lo habría empezado”. (Capté la advertencia: a mí me llevaría siete años.) En 1960, Capote era un escritor celebrado, pero que se sentía acabado y buscaba una manera de desmentir la frase de Scott Fitzgerald según la cual no hay un segundo acto en la vida de un escritor norteamericano. Capote había desarrollado una teoría sobre lo que él llamaba la novela de no ficción, que podríamos llamar novela documental, y buscaba un argumento que le permitiera ilustrar su teoría. Algo que normalmente se consideraría un reportaje y que él convertiría en una obra de arte. Un día leyó un breve artículo del New York Times que informaba del asesinato, perpetrado por unos desconocidos, de una familia de granjeros de Kansas. Se dijo: ¿por qué no, un crimen en la Norteamérica profunda? Se desplazó a Kansas, se instaló en la pequeña ciudad donde había sucedido. Conoció al sheriff que dirigía la investigación, empezó a hablar con la gente.

Jean-Claude Romand, el asesino serial protagonista del libro El adversario y de esta crónica de Carrère.

El minúsculo Capote, con su voz chillona y sus modales de loca que araña causaba un efecto raro entre los rednecks. Todo el mundo pensaba que se cansaría, pero no, no se largó. Al principio pensé hacer lo mismo que él: ir a la región de Gex, cerca de Ginebra, donde se había desarrollado todo el caso, y no moverme de allí. Tomar unos tragos con los gendarmes, encajar el pie en las puertas que unas familias traumatizadas quisieran cerrarme en las narices, frecuentar lo que en las crónicas de sucesos llaman las “fuentes próximas de la instrucción”. Pero el caso era muy distinto del crimen tan atroz como banal que Capote había elegido. Por un lado, la agresión del exterior en su faceta más salvaje y fortuita: dos golfos desconocidos que, surgiendo de la noche, irrumpen en la casa de unos granjeros industriosos y los asesinan por nada, por cincuenta dólares. Por otro, la gangrena de la mentira que durante dieciocho años devora por dentro a un hombre. Para mí lo esencial era tener acceso a él. Entonces le escribí. Le dije que quería comprender, cartearme, hablar con él. No me respondió. Desistí. Después empecé un libro de ficción, Una semana en la nieve, que no tenía nada que ver y sin embargo hablaba exactamente de lo mismo: de un padre asesino, de un niño envuelto en mentiras, de pasos en la blancura, de vacío y de ausencia. Cuando el libro se publicó ocurrió algo: Romand lo leyó en la cárcel, le conmovió porque le recordaba su propia infancia y dos años después de mi primera carta me contestó: ahora estaba de acuerdo. El proyecto del que yo creía que me había escapado, no sin alivio, me agarró de la manga. Capote había emprendido una investigación sobre el asesinato de una familia no resuelto. Todo cambió para él cuando los culpables fueron detenidos y los tuvo delante. Ya no se trataba de reconstruir, alrededor de esta onda de choque, la vida de una pequeña ciudad de Kansas, sino de enfrentarse con dos hombres, uno de los cuales, Perry Smith, llegó a serle próximo, como una especie de hermano monstruoso: “como si nos hubieran criado juntos en la misma casa y yo hubiera salido por la puerta de delante y él por la de atrás”. Dos hombres que pronto fueron juzgados, condenados y de los que comprendió que para escribir su libro tendría que acompañarles hasta la muerte. A partir de entonces la historia narrada en A sangre fría y la historia de su redacción empiezan a divergir de un modo tan fascinante y se instaura una de las situaciones literarias más perversas que yo conozca. Perry llamaba a Capote “amigo”, lo consideraba su único amigo, y esperaba de él que defendiera su causa, que le buscara mejores abogados, que lo ayudara a apelar contra la sentencia y por lo menos a aplazar la ejecución. De 1960 a 1965, Capote vivió en un estado de angustia atroz un dilema moral insoluble. Deseaba fervientemente terminar y publicar su libro, que todo el mundo aguardaba y que él sabía que iba a ser una obra maestra. Pero para terminarlo tenía que acabar la historia misma, es decir, que ahorcaran a los dos hombres que le consideraban su bienhechor. Su futuro, su consumación como escritor dependían de su muerte, y aunque reconfortaba a Perry y a Dick, al mismo tiempo que les garantizaba una amistad que al menos en el caso de Perry era sincera, rezaba y pedía a sus allegados que rezasen para que la apelación fuera rechazada y que por fin les pusieran la cuerda en el cuello. La pena de muerte no existía ya en Francia, no conocí ese tormento, el más espantoso, imagino, que pueda sufrir un escritor. En el proceso de Romand, al que asistí, no se dirimía prácticamente ninguna cuestión penal. Los hechos estaban establecidos, reconocidos, la cadena perpetua estaba predeterminada, la única duda era la relativa a las condiciones y la duración de la pena, que se fijó en veintidós años. Pero a través de las cartas y las visitas al locutorio de la cárcel supe lo que era la intimidad con un asesino que, a pesar de todo, te otorga su confianza. Digo “a pesar de todo” porque siempre aseguré a Romand que yo no era su abogado y que no escribiría su versión de la historia. ¿Pero cuál, entonces? El trabajo de investigación objetivo que yo no había hecho justo después de los crímenes lo hice posteriormente. Recorrí la región de Gex tras las huellas de Romand, equipado con sus consejos y sus planos. Vi a sus allegados. Accedió a que me comunicasen el sumario de la instrucción: es una pila de cajas de cartón el doble de alta que yo, y en el momento en que escribo esto la guardo dentro de un armario, lista para devolvérsela cuando salga de la cárcel. Tomé centenares de páginas de notas, fragmentos de relatos escritos desde puntos de vista diferentes y pasé alrededor de cinco años en esta ciénaga de papel, sin saber por dónde empezar. Una vez al año, como mínimo, releía A sangre fría, cada vez más impresionado por la fuerza de su construcción y la cristalina nitidez de su prosa. Intentaba imitar su enfoque deliberadamente impersonal sin darme cuenta claramente de que había algo muy extraño en esa obra maestra: que descansa sobre una trampa. Capote amaba a Flaubert por encima de todo. Había hecho suyo el voto de escribir un libro donde el autor esté, como Dios, en todas partes y en ninguna, y logró la proeza de borrar por completo su embarazosa presencia de la historia que contaba. Pero al hacerlo narraba otra historia y traicionaba su otra consigna estética; ser escrupulosamente fiel a la verdad. Refiere todo lo que les sucedió a Perry y a Dick desde su detención hasta su ejecución en la horca, pero omite el hecho de que durante los cinco años que pasaron en la cárcel él fue la persona más importante en su vida y la que cambió su curso. Optó por pasar por alto esta paradoja bien conocida de la experimentación científica: que la presencia del observador modifica inevitablemente el fenómeno observado; y él, en este caso, era mucho más que un observador: era un actor de vital importancia. Y pienso que el motivo por el que borró del libro la historia de sus relaciones con sus personajes no solo fue estético, parnasiano, porque el “yo” le parecía odioso, sino también porque fue una vivencia demasiado atroz para él y, en definitiva, inconfesable. Por mi parte, yo me obstinaba en querer copiar de A sangre fría. En querer contar la vida de Jean-Claude Romand desde fuera, con el apoyo del sumario y de mis propias pesquisas, y creo que nunca me planteé conscientemente la cuestión de la primera persona. Cruzaba los puntos de vista, me preguntaba sin cesar qué versión contar, desde qué posición, y pura y simplemente no pensaba en la mía. Y supongo que si no lo pensaba era porque tenía miedo. Estaba atascado, sumido en una auténtica depresión, y por segunda vez decidí abandonar el proyecto. Me hizo un bien enorme tomar esta decisión. Me sentí liberado y no lamenté el volumen de trabajo invertido para nada. Acabado Romand, acabó la pesadilla. Sencillamente, unos días después de este retorno a la vida, me dije que estaría bien escribir para mi uso personal, sin ninguna perspectiva de publicación, una especie de informe sobre lo que había representado para mí aquel caso. Me permitiría, pensé, dar carpetazo y olvidarlo totalmente. Cogí mis viejas libretas y, sin torturarme, por primera vez desde hacía años, escribí la primera frase: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito”. Continué de este modo y solo al cabo de algunas páginas comprendí que por fin había empezado a escribir el libro que se me escapaba desde hacía tanto tiempo. Al aceptar la primera persona, al ocupar mi puesto y ningún otro, es decir, al deshacerme del modelo de Capote,había encontrado la primera frase y el resto vino, no diré que fácilmente, pero todo seguido y como por su propio impulso. Desde entonces han transcurrido seis años. Es un tópico hablar de un trabajo que no te deja indemne, pero no temo este tópico. Al orgullo de haber llevado a buen puerto algo que merecía la pena —y estoy seguro de que la merecía, y poco importa que parezca presuntuoso- se mezcla siempre el temor de haber cometido, no obstante mis escrúpulos, una mala acción. Desde entonces he hecho otras cosas: películas. He comenzado libros y los he abandonado: un verdadero cementerio de proyectos. Y un escalofrío familiar me recorrió la espina dorsal ante los créditos finales de la película Truman Capote al recordar que después de A sangre fría no terminó ningún libro más, y que el epígrafe de su gran obra inacabada era esta frase de Santa Teresa de Ávila: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. 

Publicado originalmente en la revista Télérama, en marzo de 2006, con el título “Capote, Romand y yo”.