Si alguien dudaba del talento femenino para la comedia “de parada” aún después de haber visto a Kristin Wigg y Kate McKinnon en Saturday Nighy Live, de los chispeantes monólogos de Carole Lombard en Ser o no ser, de las incursiones de cara a la cámara de Monica Vitti en la comedia italiana, de la genialidad imperecedera de Niní Marshall o Lucille Ball, ha llegado la nueva serie de la creadora de Gilmore Girls para desterrar para siempre aquel viejo cliché. Es que es justamente ese prejuicio de que las mujeres no pueden reírse de sí mismas el que derriba The Marvelous Mrs. Maisel, notable incursión de Amy Sherman en el tumultuoso universo del stand up en plena década de los 50, dominado por los bares del Greenwich Village, por la nocturnidad y las bandas de jazz, por los sueños proyectados por el show de Ed Sullivan y la incipiente mítica de Mort Sahl. A ese dominio masculino se dirige una ama de casa verborrágica y ocurrente, nacida en el seno de una familia judía ortodoxa, madre de dos niños pequeños, separada imprevistamente, lanzada a un aventura de one-liners hilarantes, de rutinas intensas y alocadas, repletas de un humor vital e incansable. The Marvelous Mrs. Maisel, recientemente nominada a los Globos de Oro como mejor comedia, no deja de sorprender ni un instante, su mundo es un viaje lisérgico a otro tiempo, una risa prolongada, una excusión a lo mejor que puede dar la comedia. 

Estrenada por Amazon Prime Video hace menos de un mes, la nueva serie de Sherman tiene altas dosis de ese humor que nutría los afilados diálogos de las chicas Gilmore, de esa chispeante puesta en escena de colores merengados y ritmos demenciales, de esa narrativa fluida apoyada en una ciega confianza en la fuerza y la energía de sus personajes. Es que la señora Maisel del título nos sorprende desde el primer minuto en escena: vestida de novia, en su casamiento, relatando con gracia y desparpajo ante familiares, invitados y el rabino de la ceremonia, sus años de educación para señoritas en Bryn Mawr, su febril sentido de los deberes conyugales, su intempestivo romance con el hombre de su vida. Desde allí, la llama de su talento irá atravesando los primeros años de convivencia, el coqueto departamento de una Park Avenue de fantasía y la obsesiva complicidad en la conquista de los sueños de comediante de su marido, hasta estrellarse en la frustración del abandono y la incertidumbre, para renacer de sus cenizas. Cada paso de Miriam ‘Midge’ Maisel está marcado por ese instinto de supervivencia, por su gracia infinita, por un humor único y envidiable.

La tragedia bajo un nuevo prisma

Los tardíos 50 fueron los años del estallido del stand up televisivo de la mano de performers como Bob Hope, los años de las mágicas noches del clan Sinatra en Las Vegas, los años del despegue de la genialidad de Mort Sahl y la irreverencia de Lenny Bruce. Imprevisto mentor de Midge, Lenny aparece en esas noches de borrachera y confesiones que deja a Midge un récord de dos arrestos por obscenidad e indecencia. Cómo llega Midge hasta ahí, primero al escenario y luego a la comisaría, es la clave de los primeros episodios. Fiel acompañante de su marido en sus infantiles intentos de abandonar el dominio paterno por una carrera como comediante, Midge lo acompaña al café Gaslight del Village, se sorprende ante sus rutinas copiadas de los discos de Bob Newhart y se desengaña definitivamente ante su abandono por la boba de su secretaria. Obnubilada por la desgracia, regresa al escenario del under neoyorkino, ahora como protagonista, para contar sus penurias y convertir su catarsis en un escándalo intolerable para la pacata moral pública. De los pasillos de la comisaría y el encuentro con Lenny, a la imprevista amistad con Susie, la varonil regente del Gaslight que ve en ella un diamante en bruto, Midge recorre un camino de iniciación, haciendo de su ingenio y su desgracia las claves de su verdadera vocación.

Como señala Sophie Gilbert en The Atlantic, Midge descubre que la tragedia de su vida puede convertirse en la mejor de las comedias. Después de tomarse el vino kosher y salir corriendo de los reproches familiares, explora su potencial en el escenario al hacer de su autobiografía la más original de las rutinas cómicas. Con una extraordinaria astucia, Sherman, quien escribe y dirige la mayoría de los episodios, crea extraordinarios chistes de una línea, que funcionan como ecos de esa época, al mismo tiempo que se afirman en una tradición que ha dado nombres como Woody Allen o Jerry Seinfeld. Gilbert confirma en su lectura que Midge no solo rompe los moldes de lo que se supone que debiera ser una ama de casa de su tiempo, una buena chica judía, sino que pone en tensión los mismos límites de la comedia. “Como Lenny Bruce, quien escandalizó a los Estados Unidos al explorar sardónicamente su oscuridad, Midge convierte su ira y frustración en un material radical”. Ahora bien, ¿podrá la serie hacer lo mismo? ¿Podrá romper esos límites que hoy el propio género impone y ver esa oscuridad trágica que hay detrás de la luminosa gracia de la comedia?

Mi familia es una pesadilla

Uno de los grandes aciertos de la serie es el retrato de la familia de Midge, prototipo de las convenciones urbanas de los 50 modeladas en la alquimia entre la ortodoxia religiosa y la prosperidad económica, rica en modernidades y tradiciones, en prejuicios y disparates. El padre es un matemático de la Universidad de Columbia (interpretado magistralmente por Tony Shalhoub) que encuentra en los cálculos y las ecuaciones el paraíso de previsibilidad que el caos de la vida le niega. Desde el anuncio de la separación de su hija, lo único que le interesa es que todo vuelva a la normalidad, que su mujer deje de hostigarlo en busca de respuestas y que la mucama Zelda le tenga el portafolio preparado. Es que para Rose, la madre de Midge, la nueva de su hija la ha transformado en una desconocida. “Antes sabía todo de ella, donde iba, quiénes eran sus amigas, lo que pensaba. Ahora no sé nada”. Ese desconcierto maternal intolerable se suma a su preocupación por el qué dirán, al sentir que su hija rompe mandatos familiares y religiosos, a que de pronto tiene que lidiar con el cuidado de sus nietos y las reuniones con sus consuegros. Los suegros de Midge son un capítulo aparte: parecen salidos de esa pesadilla que Woody Allen imaginaba en las historias del escritor de Los secretos de Harry, con su suegra abriendo y cerrando la heladera en las reuniones familiares y su suegro contando la anécdota de cómo salvó a trece judíos del Holocausto y los puso a trabajar en su fábrica textil. No en vano la celebración del Yom Kippur se convierte, en un abrir y cerrar de ojos, en la antesala del desastre. 

Ese ácido retrato en clave satírica del detrás de escena del idílico bienestar de los 50 se conjuga con una lúdica atención a los deberes femeninos de buena madre y esposa. La obsesiva preocupación de Midge por su figura y su vestuario da pie a momentos tan divertidos como deprimentes. Ahí están sus clases de yoga de recién separada en la que ve con pavor el rincón de las divorciadas como un amenazante futuro, o su silencioso descubrimiento de que ya no tiene que seguir la psicótica rutina de maquillarse durante la noche para levantarse espléndida al lado de su marido, o su recobrada conciencia del efecto de su vaporoso vestuario del Upper West Side en su presentación en la corte para defender su libertad aún declarándose culpable. Midge no deja de ser una mujer de su tiempo cuyo mundo confortable se ha tornado adverso: ahora debe batallar contra aquellas condiciones que no eligió con las pocas armas que tiene a mano. Y es entonces cuando también aparece su resistencia a la maternidad, sus burlas a las veneradas enseñanzas del Dr. Spock –especie de gurú del cuidado infantil en los 50–, todo en un cuadro de época que usa la música como contrapunto ideal a las emociones. El soundtrack de la serie incluye las voces de Sinatra y Peggy Lee, las melodías del Cole Porter y The McGuire Sisters, las viejas canciones pop de Connie Francis y el estilo de ese rock pionero de los 50 en la guitarra del inglés Dave Edmunds. Todo trasunta un espíritu irónico y artificial, que destierra todo intento de realismo para entender las claves de aquel tiempo aún con un espíritu actual. 

Dos o tres cosas que hay que saber de ella

Nada de esto tendría sentido si Rachel Brosnahan no fuera Midge Maisel. Sin embargo, cuando consiguió el papel no tenía experiencia alguna en la comedia. Sí había llamado la atención en algunas series: primero como la prostituta en problemas de House of Cards (rol que se extendió de los dos episodios originales a casi veinte gracias a la fuerza de su interpretación), luego como la esposa de un físico en la serie Manhattan, en la que lentamente pierde su inocencia inmersa en la gestación secreta de la bomba atómica. Elegida por Sherman (y su marido y colaborador, Daniel Palladino), en un accidentado casting al que se sumó a último momento, aterida por un resfrío casi mortal, Brosnahan consigue de casualidad el que cree será el papel clave de su carrera (la reciente nominación a los Globos de Oro parece confirmarlo). Tal como cuenta en un extenso reportaje para la revista dominical de The New York Times, entre el resfrío y los nervios tuvo que representar un momento clave en la historia de su personaje: cuando, borracha y en camisón, empapada luego de atravesar Nueva York bajo la lluvia, sube al escenario del Gaslight para descargar su frustración convertida en comedia, y coronar su improvisación mostrándole las tetas a toda la audiencia. “Tuve que sacarme los zapatos porque transpiraba sin parar. Fue un desastre. Y Amy no paraba de decirme que me lavara la cara. Creo que pude haber tenido un infarto, casi no recuerdo nada”. 

Nacida en Milwaukee, criada en Chicago pero residente en Nueva York, ajena a las tradiciones y el humor judío (goy, para los entendidos) y formada en roles dramáticos, Rachel Brosnahan ha demostrado un notable timing para la comedia, tanto en el manejo de su cuerpo arriba del escenario como en la perfecta cadencia con la que administra las frases más divertidas. “Es una cantidad monstruosa de material que siempre hay que tenerlo frío en la cabeza”. Nada más lejos de la improvisación en el trabajo de Sherman y Palladino: su escritura es compacta y requiere rigor y planificación para que funcione en la pantalla. Llevarlo adelante implica no solo la soltura necesaria para que lo pensado parezca espontáneo, sino la justa destreza para que lo ajeno suene propio. Esas frases ingeniosas y frías en el papel, esas situaciones absurdas e ideas disparatas que el marido de Midge copiaba de otros apenas como un impostor, se convierten en el cuerpo y la voz de Brosnahan en las vivencias más honestas que alguien pueda confesarnos. En esa vuelta de tuerca, The Marvelous Mrs. Maisel se convierte, entonces, en una comedia sobre la comedia, en una inteligente reflexión sobre las leyes fundamentales que rigen al género, aquellas que se basan, precisamente, en la meticulosa preparación del chiste para convertirlo luego en la aparente espontaneidad de su resultado. u