En medio del furor eternáutico nos veo a mis hermanos y a mí en esa escena de la serie donde los amigos están muertos de miedo. Viajan a toda velocidad en un tren que está por estrellarse contra una montaña de autos y con una perspectiva de éxito casi inexistente. Y, entonces, empiezan a cantar "Jugo de tomate frío", de Manal. Van a buscar a la canción la fuerza, el coraje y el calor que produce reconocerse en una misma identidad con el otro. Usan la canción para estar juntos en el lenguaje más potente que existe: la música. Digo el más potente porque, a diferencia de otras artes, es en las canciones donde cada uno puede poner su experiencia, sin ningún tipo de regla, regímenes ni distinciones de clase, ni requisitos de ningún tipo. Es la supremacía de la emoción.

La primera vez que tuve esa sensación fue una noche en el invierno del ‘88. Mis hermanos y yo éramos niños, nuestro padre había muerto hacía unos pocos meses, nuestra madre vivía ausente y la música, las letras de las canciones, era uno de los pocos lugares donde encontrar respuestas y algún tipo de alegría. Para combatir la tragedia familiar, nos habíamos mudado a la casa de mi abuela y esa noche nuestros tíos llegaron con Spirits Having Flown de los Bee Gees, en vinilo, entre sus manos.

Rápidamente nos mandaron a dormir. No podían esperar. Querían practicar el ritual maravilloso que implicaba tener un disco nuevo: sentarse con tranquilidad, prender el equipo, sacarlo con delicadeza para que su piel no se rayara, recordar no tocar nunca los surcos, deslizar suavemente hacia abajo la púa en ese primer contacto contra la pasta y escuchar el crujido leve que daba comienzo a la ceremonia, saborear el arte de tapa y el interior, encontrar el cancionero con los temas, recorrerlos con la vista a medida que iban sonando, ver las fotos, los créditos, las sorpresas que el tesoro traía en su interior.

Cuestión que nuestro dormitorio quedaba pegado al living donde el equipo de música Pioneer se erguía resplandeciente en el margen izquierdo del salón. Estábamos ahí Giova, Cuca y yo, con las frazadas hasta la nariz, con las luces apagadas y las voces de Barry, Robin y Maurice Gibb que sonaban por primera vez para nosotros tres. La púa cayó en el primer tema del lado A y Tragedy nos envolvió de inmediato como en una especie de encantamiento flotando en la noche.

El inglés se entendía perfecto: “Habla de una tragedia”, pensé. Estoy segura de que mis hermanos todavía no sabían el significado de esa palabra y sin embargo algo en la forma de reírnos me hacía pensar que no necesitaban una explicación. Como cuando te tomás un ácido con una amiga y te reís a carcajadas de lo mismo, pero sin aclarar nunca, al menos en palabras, el motivo. Hay un secreto guardado en esa comunión psicodélica de los sentidos, en esa risa con certeza.

El falsete que Barry había desarrollado a mediados de los ‘70, misma época en la que Luis Alberto Spinetta había desarrollado el suyo, nos acercaba a la idea genial de que también se podía cantar jugando, o jugar cantando. Después de esa noche le pedí a mis tíos que me mostraran todo lo que tenían de los Bee Gees en casetes y discos, y grabé en mi mini componente rojo todas las veces que pude pescar cualquier canción de ellos que pasaran en Horizonte (una nueva hora comienza), en el 94.3 del dial FM en la era ochentera y noventera argenta. Esa arquitectura de fuego con la que armábamos las playlist del pasado (apretar la tecla mágica REC, intentando adivinar con precisión milimétrica el segundo exacto en el que el locutor de la radio se iba a callar por fin y dar paso a la canción) forjó mi paciencia y llevó mi capacidad de concentración a otro nivel.

En un documental de HBO que salió hace unos años, Robin decía: “Barry era la plasticola que nos mantenía unidos”. En nuestro caso, eso también pasa pero es dinámico, y lo ejerce un rato cada uno de nosotros. De todos modos, siempre me gustó pensar que la química entre esos tres hermanos era parecida a la nuestra.

Luego vino la adolescencia y caímos en la cuenta de que los Bee Gees eran considerados una banda menor, trivial y hasta un poco frívola. El mainstream dictaminaba que la música disco era un sonido menor. Le quitaban esa potencia que Peter Shapiro describe en su libro La historia secreta del disco: “La pista de baile no es nada si no es comunal. Y este cuerpo político era una masa polimorfa, polirracial y polisexual que estaba afirmando sus lazos en un espacio ajeno al alcance de los tentáculos de la iglesia, el Estado y la familia”. Durante mucho tiempo, la época menospreció el género y dejó de reconocerlo como un fenómeno cultural, social y político fundamental de la segunda mitad del siglo XX. Y a los Bee Gees, ni más ni menos, una pieza clave de esa estética que traía consigo nuevas formas de resistencia a la homofobia y al odio en general; donde bailar se había convertido en una pulsión de liberación para minorías como los grupos LGBT+, las mujeres, los latinos y los afro descendientes.

No es ninguna novedad, muchas veces la derecha se disfraza de “crítica cultural”. Y, además, está ese grupo de señores y señoras a la que hay que tratar de no parecerse. Los “prejuicios” son gente acomplejada y con problemas de autoestima que prefieren que las cosas no les gusten. Y practican ese deporte con rigor, como si la persona que somos dependiera de si nos gusta o no nos gusta una canción o una película, o como si nuestra identidad estuviese en juego en cada pase.

Los Bee Gees y Spirits Having Flown, en particular, tienen un lugar muy especial en nuestra historia y en mi corazón. No es una casualidad –nunca lo es– que mi hijo sea fanático de Too much heaven, última canción del lado B de ese vinilo; objeto este último con el que no está tan familiarizado. Él la escucha en Spotify, pero esa conversación a través del tiempo es una conversación de amor sobre el arte más intangible, sensual y misterioso de la experiencia humana.

Cecilia Di Genaro es escritora, periodista y gestora cultural. Es autora del libro destinado a infancias Un piano para Fidel, que se acaba de publicar a través del Fondo de Cultura Económica, con ilustraciones de Flora Buraschi. Además, dirige el centro cultural de la librería del Fondo, donde coordina charlas, presentaciones de libros y talleres. Desde hace más de veinte años trabaja en medios gráficos, escribiendo sobre música, libros, cine, moda y maternidad.