Perdió la billetera. Otra vez, perdió la billetera. Se muerde la uña del dedo gordo para pensar. Qué hizo desde que sonó el despertador. Repasa, vuelve a repasar.
Es consciente de su manía de llevar las cosas importantes a lugares que cree más seguros, en los momentos más inoportunos: el DNI, desde la mesada al portadocumentos floreado, de cinco compartimentos, recuerdo de su abuela mientras pisa las papas para el pastel; la tijera filosa, desde la mesa de luz al secreter del placar cuando está haciendo la cama.
Lo hace aunque siga pensando en el pastel y en la sábana ajustable que ya no ajusta. Recorre: repisa, mesada, bolsillos, ¿heladera?
El destello del posible hallazgo se desvanece en la luz blanca. Nada. Relaja el nudo de la panza con unos mates. Calmate, se dice.
Ayer la usé por última vez. ¿Cuánto me quedaba después de los mandados? Se enfoca en las compras que hizo. Repite rincones, vuelve a la heladera.
A medida que la búsqueda se convierte en estéril, arquea mentalmente el posible contenido de la billetera, se empeña en reducir el saldo para disminuir la importancia de la pérdida. Decide recurrir a la tarjeta de débito. En un alumbramiento parcial, se ve incluir la tarjeta y los documentos en la billetera.
La búsqueda continúa. Recapitula. Hizo tostadas, no salió a comprar medialunas. Se fue a poner la antigripal. Se sentó a escribir hasta que la necesidad de comprar una birome reveló la pérdida.
Tal vez, ayer, no la traje de vuelta, piensa.
Sale a desandar lugares. Primero, el último: la verdulería. Se cruza con Carlos, que sigue viviendo en la calle desde los tiempos de la pandemia. Tu ahijado, le dice siempre el marido, ¿te crees que así arreglás el mundo?
Recuerda que ayer le dio unas galletitas antes de ir a comprar los tomates.
Hola, Carlos. No le contesta pero la reconoce. Avanza apenas unos metros y oye un golpe: hueco, redondo, sordo. El cuerpo de Carlos, entre la pared y la vereda, desarticulado. Ella reprime el deseo de escaparse. Se paraliza. Pide ayuda, grita ‘por favor’. Por fin, domina el miedo y va hasta él.
Está boca abajo; hay sangre en todos lados. Ella se arrodilla, casi hasta rozar las baldosas con la cara. Trata de determinar la gravedad del asunto. Intenta despejarle la cara del pelo empastado: más sangre y baba de espuma. Por un saber de oídas, diagnostica epilepsia.
Quiere abrirle la boca para impedir que se ahogue con su propia lengua. Es de cemento, no puede. Se me va a morir, piensa, se me va a morir.
Pide ayuda a los que pasan, no saben qué hacer. Llamá a emergencias, le dicen; le escapan a la situación. El cuerpo de Carlos se sacude, convulsiona. Intenta de nuevo con la boca: hunde los dedos en las mejillas a la altura de la articulación de las mandíbulas. Imposible.
La señorita del 911 pregunta datos, detalles. Ella le dice que se le muere y que no sabe qué hacer. Le paso con el SIES, permanezca en línea. Debe repetir los mismos datos y detalles. Póngalo de costado, le indican. Se arrodilla y puede. Aprende: los dedos en la boca, no. Cuando vuelve al teléfono, un entrometido lo pone hacia arriba. Ella se lo reprocha y lo vuelve de costado.
¿Respira? La operadora quiere llenar su planilla. No sé, no sé. Mírele la panza, ¿sube y baja? Sí, dice con alivio. Espere en línea, ya va la ambulancia.
A ella le parece que la boca se relaja. Toca su brazo y él se sobresalta. Tranquilo, te caíste, ya viene el médico. Carlos se queda con los ojos abiertos como si mirara el cielo o las hojas amarillentas del árbol que se interponen, pero no, no mira nada.
Señora, salga a la puerta, un móvil de la policía va a asistirla. Estoy en la calle, se impacienta. Tal vez no la vea, párese en el cordón y hágale señas. A una cuadra, ve avanzar el móvil prometido. Agita los brazos. Llega a destino.
Una mujer y un hombre uniformados cumplen con el trámite de un nuevo recabamiento de datos. Esta vez, interrogan a Carlos que sangra y no puede hablar. La mira. Ella contesta por él.
Le piden que firme la planilla con número de documento y domicilio. No les dé sus datos, se va a comprometer, le dice el que lo dio vuelta, la van a llamar a declarar. Ella le da la espalda. Métase en sus cosas, señor, piensa.
Llega la ambulancia. Lo sientan, se ve una herida profunda que baja desde la frente hasta el ojo. Te golpeaste con la pared al caer. Él se quiere tocar. No, no, nosotros te vamos a curar. Preguntan.
Ella vuelve a hablar por él y enfatiza su diagnóstico: epilepsia, les dice, para alejar el prejuicio de la intoxicación etílica que ya, de antemano, manejan.
En los detalles de último momento, ella se arriesga a completar la historia clínica: le ha pasado otras veces, seguro le falta medicación. Se lo llevan.
Vuelve a su casa con un olor metálico pegado en las manos. Se lava con rapidez en la pileta de la cocina. Como en la pandemia. El miedo, el miedo a qué.
Recién en ese momento, se le aflojan las piernas. Llega hasta la cama como puede y se sienta. Cierra los ojos. Inhala. Exhala. Otra vez. Inhala. Exhala.
Cuando los abre, debajo de la cómoda, puede ver la billetera detrás de las zapatillas negras.