La primera parte de esta historia ya la conté alguna vez: el 2013 fue un año difícil para mí. En mi memoria quedó marcado por excursiones diarias al hospital. Esa experiencia se transformó, en el territorio de mi percepción, en un viaje al inframundo. El tiempo y el espacio se modificaron, y la espera de algunas horas fuera de la unidad de terapia intensiva podía durar lo mismo que años completos. Ya sin tiempo ni espacio precisos, en ese umbral entre dos mundos, establecí una relación adictiva con los libros de Mario Levrero. Los leía durante el día: en largos viajes de colectivo, en las salas de espera, en los cafés. Leía incluso caminando. El libro como vector de salida. Esos prismas de papel se convirtieron en centinelas involuntarios de los cambios.
Así, durante el día leía y, durante la noche, escribía. En vez de dormir, escribía. Esa escritura nocturna era una transcripción involuntaria del universo levreriano, o de la ausencia de mis sueños y pesadillas. Volvía a casa cansado, me sentaba frente a la computadora y escribía con los auriculares puestos. Escuchaba siempre lo mismo: las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach interpretadas por Glenn Gould. La conciencia se perdía entre las notas, y en ese estado escribía hasta que el disco terminaba. Ahí despertaba. Años después leí que Levrero escribió su primer libro leyendo a Kafka durante el día y escribiendo –traduciendo al uruguayo, decía él– durante la noche. Me resultó simpática la coincidencia, aunque me asusté cuando tiempo después supe que también lo hacía escuchando las Variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould.
¿Pero cuál fue el origen del Efecto Levrero? En esa época solía vagar por la avenida Corrientes en busca de libros de saldo. Un día, me encontré con la Trilogía involuntaria –sus primeras tres novelas, agrupadas posteriormente– en una edición que consistía en una cajita de cartón con los tres libros adentro. La elección fue cuantitativa más que cualitativa: compraba literatura por kilo, necesitaba muchas páginas para distraerme y ese combo tenía un precio ridículo. Al hojearlo encontré una cita de Kafka y decidí llevarlo. Así empezó. En esos años Levrero no estaba de moda, todavía no lo habían reeditado y no era tan fácil encontrar sus libros. Un tiempo después, Leo Maslíah (compañero de aventuras de “Jorge” –sus amigos lo siguen llamando por su nombre de civil–), al enterarse de mi fascinación, me regaló una primera edición de Espacios libres, que todavía conservo entre mis tesoros personales. Junto a otros hallazgos de esos días –como una edición pirata de La máquina de pensar en Gladys y la edición artesanal de La banda del ciempiés por Eloísa Cartonera–, fui leyendo sus obras de forma más o menos cronológica hasta llegar a su libro póstumo: La novela luminosa.
Como decía Kafka, ese libro fue, para mí, como un hacha que rompe el mar helado que tenemos dentro. Es un libro trascendental y profundo que, al mismo tiempo, me hace reír a carcajadas como ningún otro. En ese cruce es donde se produce la fascinación. El ejemplar me lo prestaron (por ese préstamo estaré eternamente agradecido a esa persona que apenas conocía), y quizás por eso no le hice ni una sola marca. Suelo leer varios libros a la vez y llenarlos de papelitos de colores, como si así pudiera apuntalar lo que me interesa. Pero con algunos pocos –muy pocos– pasa otra cosa: no puedo, ni quiero, separar nada del Todo.
Recuerdo haber leído el libro en un estado de trance hipnótico. Esa experiencia me llevó a escribir mi propio diario (algo que, con el tiempo, descubrí que también les había pasado a otras personas), un diario que mantengo –con altas y bajas– con una obsesión casi diaria desde hace más de doce años. Ese libro modificó, en retrospectiva, todos los otros libros de Levrero, convirtiendo el Todo en un gran proyecto delirante. Un mundo con reglas propias.
Antes de sentarme a escribir este texto, pensaba que el Efecto Levrero fue lo que me hizo pasar de los sonidos a las palabras pero ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que el efecto fue mucho más profundo. La novela luminosa me contagió una forma extraña de la percepción, amplificando los hechos paranormales que suceden en la realidad cotidiana. Me enseñó a observar a las palomas, a escuchar esos ruidos que no comprendemos, a prestar atención a lo más auténticamente nuestro. Es más: inconscientemente, descubrí que lo que me interesaba no era trabajar dentro de una disciplina específica sino componer en el territorio de la memoria y la percepción.
La reacción en cadena me llevó a ir más allá del sonido, primero con palabras y después con imágenes. Terminé haciendo libros, películas, instalaciones. Dejé entrar cualquier idea que se manifestara dentro del propio cuerpo de obra. Como quien no vuelve a un lugar donde fue feliz, durante años no me animé a releerlo. De hecho, apenas lo terminé, lo devolví y me quedé sin ejemplar. En dos momentos precisos y complejos de mi vida volví a leerlo, siempre prestado y por distintas personas.
Vivo en la ciudad de Berlín desde hace ya cinco años y desde entonces, mi biblioteca quedó dividida. No suelo traer libros que ya leí, pero el año pasado mi madre me regaló, finalmente, un ejemplar de La novela luminosa para mi cumpleaños. Mientras escribo estas palabras, lo tengo acá en la mesa (desde donde resplandece con un halo casi radioactivo), como una suerte de Biblia sin religión. Un prisma perfecto, sin marcas y con su encanto intacto; como un misterio sin resolver.
Julián Galay nació en Buenos Aires en 1988 y vive en Berlín. Es un compositor “indisciplinado” que trabaja con sonido, imágenes y lenguaje en diversos formatos: conciertos, performances, instalaciones, publicaciones y cine experimental. Acaba de publicar Fantasmas: ópera, telepatía y amistad con SED Editorial. En julio se estrenará su primer largometraje documental Los cruces en el festival FID Marseille (Francia), realizado junto al colectivo Antes Muerto Cine y publicará su tercer libro, El libro de las sombras, editado por Temporal Editora.