En el pasado, la tristeza era una estación que llegaba sin avisar. Hoy, en cambio, puede ser programada. El algoritmo, ese engranaje invisible que decide qué vemos en nuestras pantallas, no sólo nos ofrece canciones, bailes o retos virales: también nos sugiere emociones. Las del odio, los haters, son las más comunes y viralizadas, pero hay otras como las del dolor.

En TikTok, las lágrimas pueden ser tendencia. El duelo puede estar musicalizado. La angustia puede editarse en cámara lenta. Hay días en los que basta deslizar el dedo unas cuantas veces para que la pantalla nos sumerja en un océano de pérdidas, despedidas, confesiones nocturnas.

¿Qué tipo de sensibilidad estamos construyendo cuando dejamos que una máquina elija lo que nos conmueve?

Si TikTok fuera un canal de emociones, no sólo estaríamos inmersos en coreografías y challenges, sino también en sentimientos envueltos en breves fragmentos, diseñados para impactar con fuerza y desaparecer igual de rápido.

Casi como si al deslizar el dedo, el dolor pudiera volverse contenido: editado con precisión, musicalizado para emocionar, coreografiado para ser compartido.

Quizás ya no lloramos por lo que nos pasa, sino por lo que se nos muestra. ¿Y si esa tristeza que sentimos al ver un video no fue una casualidad, sino el resultado de una fórmula matemática que supo detectar nuestra vulnerabilidad?

El algoritmo podría estar funcionando como un curador emocional silencioso. No propone, impone. Nos conduce, sutilmente, hacia emociones que no elegimos. No sólo organiza nuestro tiempo: también parece modelar nuestras lágrimas. Como una corriente invisible que arrastra nuestras historias hasta volverlas irreconocibles.

En este nuevo relato, el dolor ya no se oculta: se exhibe. Pero no como catarsis, sino como pieza. Como una versión del sufrimiento que, para conmover, necesita ser creíble y también estéticamente eficaz.

Porque las lágrimas solas ya no bastan: hace falta la música justa. El encuadre preciso. La pausa dramática.

¿Dónde queda, entonces, la realidad de lo que se comunica?

Tal vez el dolor editado sea una nueva forma de expresión. La tristeza no duele tanto si se reproduce en loop con una canción suave de fondo. Llorar ya no es sólo una expresión íntima, sino también un contenido posible.

Tal vez quienes eligen compartir sus quiebres no busquen sólo la validación ajena, sino una manera de no sentirse tan solos. Quizás haya algo de consuelo en ver que otros también caen, en llorar al mismo ritmo que un desconocido bajo el hashtag de una canción triste. Y quizá eso también sea una forma de comunidad.

Frágil. Líquida. Una comunidad que se desvanece al siguiente video, cuando las mismas personas que ayer compartían su duelo, hoy reaparecen bailando otra vez.

En TikTok, ya no elegimos qué sentir: el algoritmo lo hace por nosotros, embalando nuestras emociones en relatos breves que nos arrastran sin pausa. ¿Qué queda de nosotros cuando ni siquiera lo que sentimos nos pertenece?

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