En medio del caos, ante la evidencia de que se ha quedado vacío, con sus energías mal diseminadas en proyectos que no avanzan, el escritor se siente tentado por la robótica. Como el último Vila-Matas en la novela Canon de Cámara Oscura, se despeja de la bruma insensata que lo rodea y se “pone en personaje”. 

Al igual que Vidal Escabia también él cuenta con un maestro de escritura que no ha escrito, un fracasista –lo dijo en una contratapa reciente–, que sin embargo lo guía en este tiempo sin centro, donde los polos se invierten y se padece la lenta muerte de lo conocido.

El escritor recrea las condiciones del canon de esa novela: un cuarto mal iluminado, una cámara oscura. No piensa ni por un momento en fingir, no quiere dejar de ser él mismo. Sabe que estar encerrado en la nada momentánea no es caer en el abismo del sentido. No ha de imitar a Vila-Matas ni a Vidal Escabia; él no ha heredado ninguna biblioteca y no ha de inventarse un canon desplazado ni inactual.

Demasiado ha escrito ya echando mano del anacronismo, a la luz de los (viejos) libros. Ha decidido, en cambio, entrar en la zona prohibida, el manoseado reino de la hiper- modernidad.

El replicante se llama ChatGPT. Ostenta un ícono en la forma de anillos entrelazados, un antiguo símbolo armenio que, según dicen, se podía ver pintado en las paredes de las iglesias y representa la vida celestial y eterna.

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Asunto canon: de alguna manera, sigue siendo una tabla de la ley eterna. Pero a este escritor no le preocupan mucho ni la eternidad ni el poder. (Por suerte, la aplicación no trae un detector de mentiras). Se conforma con pedirle al bot un canon personal y no habitual de lecturas. A solas, con la luz de la pantalla titilando en la penumbra.

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El escritor había anotado algo en el dorso de una hoja de papel impreso. Algo que no puede escapársele al buen lector y por eso no habrá de consultarlo con el robot. Es un intento desesperado –y bello– de humanidad: el enamoramiento de las listas, la pasión por las series de lectura, la resistencia de lo superfluo.

En esa hoja volante escribió: Vidal Escabia= Jean des Esseintes, el duque ojeroso de A Contrapelo de Huysmans = Hanta, el operador de la máquina compactadora de libros de Una Soledad Demasiado Ruidosa de Hrabal= Pepe Carvalho, quemando libros entre intrigas menores en las novelas de Vázquez Montalbán= Kate en La amante de Wittgenstein de Marck Anderson. Esta serie tendría como escribas al señor Bartleby de Melville o al bueno de Jabez Wilson, copiando la enciclopedia británica en “La liga de los Pelirrojos” de Conan Doyle.

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El escritor dibuja aquí una pausa. Un silencio que en música tendría su propia notación.

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Ahora comienza la función.

Después del quinto o sexto intento, el ChatGPT, alimentado con información insidiosa que el escritor le ha suministrado, ejecuta su primer intento de canon. Los libros que rodean al escritor parecen mirarlo distinto desde sus estantes. Algo ha cambiado. El chirrido de los coches bajo la llovizna de junio, los ruidos del parque, el silencio que deja la música de jazz al escribir. Es como si la habitación se hubiera transformado en un curioso museo de libros inútiles.

“Estos fragmentos quizá funcionen como claves de lecturas que ni tú mismo sabes que guardas en tu memoria” -dice el robot.

El escritor, entonces, hace rolar la pantalla. Escribirá al mismo tiempo lo que allí descubra.

Su canon oscuro.

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¿Qué es un canon desplazado?

“Esto es lo que hay leer” sería el lema de todo canon. 

Pero en la novela de Vila–Matas, hay que dudar incluso de ese propósito. En la superficie parece consagrarse un canon personal que a la vez funciona como el don de la lectura que invita a ser compartida. Pero más abajo, en su profundidad, se esconde la reivindicación de una literatura hecha de retazos. Un Golem que se viste con fragmentos, satura los textos en la forma de la cita real o inventada, hasta condensarse en un nuevo libro. Así como en la fusión de personaje, narrador y Auctor (el que aumenta) emerge una forma de intensidad, también el canon -hecho de restos- puede redimir el mundo conocido sin tecnologías, sin riesgo de sustitución. Eso es lo importante: desbaratar la atildada coherencia.

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Lo primero que aparece en la pantalla del escritor es esta frase de El Malogrado de Thomas Bernhard:

“Todo está perdido para siempre desde el principio”.

Al escritor le parece perfecta. Sintoniza con el tono de los apuntes que viene borroneando. A esa, le sigue otra de El miedo del portero al penal, de Peter Handke:

“La vida diaria le parecía como una serie de ejercicios mal ejecutados”.

Muy conveniente, se dice, parece un eco. Pero el escritor casi pega un salto de su silla cuando lee a continuación este fragmento de Rodrigo Rey Rosa en Lo que soñó Sebastián:

“La violencia no es algo que aparece, está todo el tiempo incluso en el tono”.

“Este canon no se encuentra en tu biblioteca”, dice por fin el bot, “está en tu respiración cuando escribís”. Y remata con una línea de Glosa, de Saer:

“Las cosas no suceden, se repiten.”

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El escritor se apura a salir de la habitación. Medio cegado. A los tumbos. No va a caer en la trampa de Vila-Matas. No ha de usar ninguna trama de esas que sirven para escribir novelas solo para incorporar fragmentos (“piedras en torno de un círculo vacío”). Ha aprendido -porque ha perdido teorías- que el estilo es lo único que le interesa, y se lamenta ahora que cree estar perdiendo también este canon, hecho en la oscuridad, espigado en la obra de otros, al que aún no ha logrado darle un sesgo personal.

Una voz le habla, con el tono de Libertella, le dice:

“La literatura no se escribe, se interrumpe".