Dice la leyenda, confirmada por diversas fuentes directas e indirectas, que Charles Chaplin, de visita en casa de sus amigos y socios Mary Pickford y Douglas Fairbanks -la pareja más esplendorosa del Hollywood de los años 20 del siglo pasado-, quedó prendido de un juego de fotografías estereoscópicas propiedad del matrimonio, en particular de una imagen que mostraba una extensa fila de hombres subiendo un empinado paso montañoso cubierto de nieve. Esa foto, tomada hacia finales del siglo XIX, era un retazo robado a la realidad histórica: la así llamada Fiebre del Oro del Klondike, resultado del descubrimiento del preciado metal en Alaska y el Yukón canadiense, reversión tardía de otras fiebres doradas de décadas anteriores. Una imagen que parece calcada de esa fotografía, aunque esta vez en movimiento, abre La quimera del oro, tercer largometraje de Chaplin y el segundo con él como protagonista, luego del fracaso de público de Una mujer de París (1923). Nuevamente bajo los ropajes y el inconfundible maquillaje de Charlie o Carlitos o Charlot o El Pequeño Vagabundo o El Hombrecillo -diferentes nombres para una misma personalidad cinematográfica, el inmortal personaje creado por el comediante y cineasta, ícono inconfundible del siglo XX-, la película es la historia de un prospector solitario y su lucha contra los elementos naturales, las ambiciones del hombre, el hambre y el amor, entre otros enemigos concretos y abstractos. Una película que se transformaría en un gigantesco éxito de público en los Estados Unidos y el resto del mundo y terminó de cimentar la fama del hombre detrás del personaje y viceversa.

La quimera del oro, como se conoció en nuestro país a The Gold Rush, incluye varias de las escenas más inolvidables en toda la filmografía del realizador (la cena del zapato, el baile de los panes, la cabaña movediza), y su éxito fue tal que, en 1942, Chaplin decidió lanzar una nueva versión algo reducida en su metraje, acompañada de una banda de sonido compuesta por él mismo y con su propia narración en off, eliminando de esa manera todos los intertítulos típicos del período mudo. Durante décadas ese corte “modernizado” fue considerado, por propios y ajenos, el definitivo, defendido con uñas y dientes por Chaplin ante la circulación de la versión de 1925 en copias piratas. Poco después de su muerte, el corte original volvió al ruedo, fue reconstruido con los mejores materiales disponibles y una nueva banda de sonido, basada en la relectura del 42, fue compuesta para su circulación contemporánea. La quimera del oro cumple por estos días cien años y una reluciente restauración del film original (de casi 90 minutos contra los 75 del corte sonoro) fue estrenada durante la última edición del Festival de Cannes, con las ovaciones justificadas del público y la prensa. Es esa misma copia la que ha comenzado a circular en cines comerciales de todo el mundo y que a la Argentina llegará durante las próximas semanas, marcando una primera vez para Chaplin en las grandes cadenas y las salas de shopping.

DE MENDIGO A MILLONARIO

Luego de las imágenes pseudodocumentales del paso montañoso atestado de hombres en busca de riquezas, una de las pocas registradas en locaciones reales –el resto del film fue rodado en los estudios de Chaplin en Hollywood–, la inconfundible silueta del cómico avanza por un angosto sendero nevado, al borde del abismo. De una cueva surge un enorme oso que camina apenas unos pasos detrás del prospector, pero la amenaza no llega a transformarse en peligro. El hombre nunca descubre la presencia del animal y este se desvía ingresando en otra gruta, como si la presencia humana no le importara en lo más mínimo. El gag funciona por ausencia, y es posible imaginar lo que otros comediantes hubieran intentado hacer con esa misma idea: corridas, caídas, el rostro de terror del héroe. La breve escena también demuestra el interés de Chaplin por los efectos especiales, logrados a la perfección con técnicas realizadas “en cámara”, sin procesos de posproducción. Perfeccionista como siempre, famoso por sus rodajes interminables y la utilización sistemática de la retoma hasta lograr exactamente lo que deseaba, el realizador entregó con La quimera del oro la comedia más onerosa realizada durante todo el período mudo, con un presupuesto cercano a un millón de dólares. El film recaudaría durante sus primeros cinco años de explotación comercial seis veces ese valor, convirtiéndose en un auténtico blockbuster de esa era.

El rodaje, que se llevó más de un año de la vida del comediante y sus colaboradores, se vio atravesado por uno de sus incontables romances. Uno de los más amargos. El casamiento con la adolescente Lita Grey, quien había sido elegida para interpretar el rol femenino e interés romántico de La quimera del oro, duró apenas tres años, de 1924 a 1927, y su embarazo obligó a Chaplin a reemplazarla por otra actriz, Georgia Hale, con quien obviamente el actor, famoso además de su arte por los intensos y recurrentes vínculos amorosos, también mantuvo una relación sentimental. Se han escrito infinidad de libros sobre la obra y la vida de Charles Chaplin, biografías autorizadas y de las otras, y cada rodaje y elementos constitutivos de las películas se analizaron hasta el más mínimo detalle. La quimera del oro es, sin duda, una de sus creaciones más autobiográficas. El arco narrativo del relato –de pobre a rico, luego de redescubrir una “montaña de oro” junto a su compañero en la pantalla, interpretado por el veterano comediante Mack Swain– emula la curva de su propia carrera como comediante, desde los años de pobreza y hambre en Londres, el período “dickensiano”, a la consagración artística y su transformación en un hombre rico y poderoso.

En los años de madurez, durante el exilio autoimpuesto en Suiza luego de abandonar amargamente esos Estados Unidos que lo vieron “hacerse la América”, Chaplin siempre consideraría a Luces de la ciudad (1931) como su película favorita, aunque en el segundo puesto de las preferencias solía ubicarse La fiebre del oro. Peter Ackroyd, uno de los biógrafos más relevantes del cineasta, escribe en su libro Charlie Chaplin, publicado en español por Edhasa, que “con esta película, la imagen del Pequeño Vagabundo iba a quedar grabada para siempre en la imaginación del público. A partir de ese momento sus ansiedades comienzan a resultar tan palpables como su bombín y su bastón. Necesita comida, dinero y amor, y en ese orden. En ese sentido, su destino es inseparable del que incumbe al resto del género humano. Tanto en La quimera del oro como en los films que habrán de seguirle, el papel que interpreta une el patetismo y la dignidad a una inquebrantable fortaleza de ánimo”. El célebre crítico cinematográfico James Agee, admirador confeso de la obra de Chaplin, que incluso llegó a escribir un guion para el comediante que nunca llegó a filmarse, escribió que Charles Spencer Chaplin​, nacido en 16 de abril de 1889 y fallecido en la Navidad de 1977 (gran ironía, habida cuenta de su aversión por esa fiesta cristiana) era capaz de crear “la mejor pantomima, la emoción más profunda, la poesía más rica y conmovedora”. La quimera del oro fue, en gran medida, la película que terminó de confirmar todas y cada una de esas impresiones.

ES EL HAMBRE, ESTÚPIDO

De todos los genios de la comedia muda, Chaplin fue el que llevó al extremo la transmutación de los objetos, rozando algunas veces el surrealismo. El zapato convertido en el más suculento plato culinario –la dura carne de cuero, los clavos haciendo las veces de espinas, el cordón como imprevisto espagueti– se transformaría en una de las imágenes más icónicas no sólo del film sino de toda su carrera. Es el hambre, que también hace que el héroe devore una vela con una pizca de sal y su compañero imagine que el pobre prospector es una gallina de tamaño XXL. El canibalismo está presente, aunque reconvertido en comedia visual y física, señalando hacia otra de las inspiraciones de Chaplin a la hora de escribir el guion: la Expedición Donner, un grupo de pioneros en plena conquista del Oeste que, durante el invierno de 1847, quedaron atrapados en medio de un clima hostil y debieron recurrir a la antropofagia para sobrevivir al percance. Cuando el protagonista deja atrás la solitaria cabaña en medio de la nieve –a la que volverá con su compañero sobre el final para protagonizar el clímax narrativo, lleno de peligro y, desde luego, humor– termina recalando en un típico pueblito fronterizo creado por el boom dorado, y allí no puede sino enamorarse de Georgia, una de las prostitutas del salón de baile del lugar. Y vaya si baila Chaplin, en una de las tantas demostraciones de su inimitable talento para los movimientos corporales al compás de la música. Baila y sus pantalones se caen, pero logra evitar el ridículo sosteniéndolos primero con el bastón y, poco después, con la correa de un perro atado en el otro extremo. Luego vendrá la esperanza de un amor posible y la posterior e inmensa decepción, aunque antes un sueño en plena vigilia presenta otro de los grandes hits chaplinescos: el baile de los pancitos. Una idea que Roscoe “Fatty” Arbuckle ya había utilizado, aunque sin la misma gracia, en una de sus comedias de dos bobinas y que posiblemente tomó en préstamo del propio Chaplin, con quien colaboró en los tiempos compartidos en la compañía Keystone.

Escribe Ackroyd en su biografía acerca del hombre y el mito: “La fotografía más publicada de toda la carrera de Chaplin es esa en la que el Pequeño Vagabundo aparece en la cabaña aislada por la nieve, hambriento, tiritando de frío y mirando directamente al espectador con una expresión a un tiempo melancólica y resuelta. En la exposición propagandística que Chaplin se encargará de transmitir personalmente cuando llegue el día del estreno, el cómico se referirá invariablemente a sí mismo de manera impersonal, hablando siempre del ‘pobre hombrecillo’”. Es parte sustancial del legado artístico y cultural de Chaplin, años antes de otras obras maestras como Luces de la ciudad, Tiempos modernos y Monsieur Verdoux y de esa osada muestra de ácida sátira política, estrenada en tiempos de neutralidad, llamada El gran dictador. Años antes de su caída en desgracia ante los ojos del macartismo de posguerra y del comienzo de su carrera como compositor musical, otro de los tantos talentos que le dio la vida. Las película de Charles Chaplin, sobre todo las grandes obras que surgieron de su mente y espíritu luego de aquellos primeros años en la Keystone y otras compañías cinematográficas, siguen funcionando como motor de la risa y el llanto empáticos a un siglo de su nacimiento, sobre todo cuando la proyección ocurre en una sala a oscuras y en compañía de otros espectadores. El reestreno de La quimera del oro, a cien años de su estreno original, es motivo de celebración. También de reconocimiento hacia uno de los más grandes artistas que dio el siglo XX.