Cristina se arroja sobre la multitud durante una noche entre otras, toma un revólver de manos ajenas y se dispara. Grillo corre desesperadamente hacia una barricada urbana para interceptar el proyectil de gas lacrimógeno que reviente en su cabeza. Los jubilados marchan decididamente hacia los palos policiales y arremeten contra las fumarolas de gas para victimizarse. Una niña se hace la que llora, envuelta en el spray pimienta evaporado en el aire por inocentes tortugas. La ministra Bullrich detiene a un narcotraficante que nunca posó en una foto junto con ella. El señor Espert es vandalizado y perseguido políticamente por las huestes opositoras que hacen terrorismo con bosta y pasacalles, que provienen de estructuras transversales de la política, a quienes él jamás persiguió, menos aún dijo cárcel o bala. El presidente Milei es vituperado y atacado por un niño neurodivergente que solo pretende arruinarle la existencia, por declamar derechos incompatibles con las nuevas definiciones de los deberes de funcionario público. Los periodistas se vandalizan a sí mismos en producciones donde la inteligencia artificial los transforma en mandriles.

Esta época me recuerda la hermosa y lúcida canción de Chico Buarque, Construcción. Para algunos la culpa siempre la tiene el obrero por haber interrumpido el vacío vertiginoso en el que él ha decidido arrojarse, caer y perder la vida. Allí algo se trastoca indefinidamente en el hilo de la lengua, para señalarnos la desintegración de una vida, en el colapso de un accidente que es en verdad el incidente que oprime a un trabajador.

Aquí, hoy mismo, algo de la realidad vuelve a transfigurarse, lo que se construye - deconstruye va en la dirección de revictimizar a aquellos que son objeto de las aberraciones del sistema, de la opresión sistematizada, de la población asfixiada por la verba envenenada, por las acciones de sus gobernantes y por los abusos de los organismos que tendrían que velar por ellos. Las ideas de autoatentado, autolesión, la idea misma del incauto que erra, no hacen más que recuperar la dimensión profundamente humana de todos los aquí descriptos y más allá, nosotros, profunda dimensión humana porque erramos y somos apresados, perseguidos, expropiados empobrecidos y agredidos, si fuera necesario hasta la muerte, por un sistema de gobierno que existe desde una faz oscura y oculta que ha decidido hacer de la desmentida su mejor operación simbólica, su más preciosa operación en el lenguaje. Con la pretensión de no dejar resquicio ni diferencia, un totalitarismo. Por suerte nosotros erramos. Errare humanum est decía el dicho latino, la cuestión es ponerse en movimiento y desenajenarnos.

Para que ocurra la desmentida, inevitablemente tiene que acontecer también una opresiva relación con la hipnosis colectiva y una desvirtuación de los marcos de la realidad, para que de este modo la aberración, la violencia y las vejaciones formen parte de una naturalidad jurídica. Así opera esta auténtica aristocracia de orden mesiánico y pretendidamente natural, disecando los insectos como el naturalista del siglo XIX, que va descubriendo el territorio que siempre considera un desierto hasta que él lo defina como un territorio inexplorado, y haga de él el desierto desertificado por el amo.

No importa que allí habiten humanos y culturas, enseñanzas, floras y faunas milenarias, no importa que allí se encuentren comunidades humanas, el desierto desertificado del amo es el último intento de prolongar un cierto imperio de la razón y dirigirlo al lugar de verdad absoluta. Verdad y razón aberrantes, últimas. No por ello alejadas de la inteligencia bizarra propia de los totalitarismos.

¿Será un destino inevitable el de la posverdad? Las riquezas del país se arrojan hacia sus apropiadores, la deuda externa es tomada por 45 millones de fugadores seriales mientras un indefenso Toto Caputo ya no pondrá poner sus dólares escasos en el colchón, ni los dientes para Pérez, el ratón. Con fervor sádico las personas en situación de calle quitan el pan y la vivienda a los funcionarios de turno, y esos mismos indigentes vulnerados de frío mortal agitan el descanso de los que duermen en sus calefaccionados edredones.

Cuando Freud se procura su salida de la Alemania nazi, en 1938, pronuncia las palabras de exaltación al Reich, puedo recomendar encarecidamente la Gestapo a todo el mundo. Por provenir de un judío célebre, ateo, psicoanalista y profundamente humanista, no pudo ser utilizada por el régimen porque era una bofetada de posverdad que aniquilaba ese mismo recurso utilizado por los nazis. La posverdad encarnada en la estigmatización, persecución y aniquilación no solo de los judíos, sino de toda diferencia. Freud es autorizado a salir de Alemania sin haber concedido un ápice su posición, con una herramientaeficaz, habiendo neutralizado la proyección de sus torturadores.

La palabra también tiene algo de maquínico, es también un dispositivo de inteligencia artificial, y la lengua ama las revoluciones si nos disponemos a ello. A las pruebas nos remitimos por ser testigos de cómo, cuando la usamos, va mutando y transformándose el soporte con el que hablamos, nuestro discurso. Y también la realidad. Si tomáramos un diccionario de hace apenas cincuenta años veríamos hasta qué punto la lengua nos revoluciona, ya no estamos del todo allí, ya no hablamos así. Somos sus hacedores comunitarios. Ese saber sin saber no nos impide hacer, cada día. Tomemos esto como una premisa.

La población se hambrea y se endeuda ex profeso para dañar la reputación del actual gobierno, es Tierra del Fuego la que quiere abrir allí una base naval de la OTAN para perjudicarlos, sodomizando con el imaginario nacional de Malvinas argentinas a los impávidos kelpers y acometiendo contra un indefenso imperio transoceánico y transnacional, violentando sus auténticos anhelos pacifistas de conquistar y pisotear el mundo. Para lo que abunda, como muestra, el modo en que los chicos de la guerra se tiraban sobre las balas de los amigables ingleses, y el Crucero General Belgrano se suicidaba, mientras tanto, en aguas soberanas por puro capricho insulso. En 1982 Malvinas se regó de sangre por hechiceros adolescentes que fueron allí a molestar por voluntad propia.

Curiosa la performance del sádico actual. El sádico explota al otro y luego se victimiza por estar protegido desde su resguardo. El sádico insulta, persigue y vitupera porque ha sido víctima de la existencia del otro. Su sola presencia le arruina la vida. El sádico vive enojado y expulsa hasta que el otro tiene que escabullirse. Y entonces el que se escabulle y tiene miedo es culpable de su miedo, y siente, al fin, la auténtica vergüenza de las víctimas, humana vergüenza. Son también las víctimas y los doloridos los que, cuando finalmente logran decir, transforman la realidad de la desmentida y desnudan al sádico, hasta el tuétano de su maldad que se pretende infinita. Esa banalidad del mal nos acecha, pero no podrá quitarnos la vida. Todavía queda por decir, todavía queda por transformar la lengua y nuestras realidades en una nueva semiótica y en una nueva simbología. Todavía habrá instantes revolucionarios y parpadeos multiplicados de nuevas realidades, y nuevas políticas para nuestro país.

 

Cristian Rodríguez es psicoanalista y escritor.