A los trece años empecé a pasar los veranos con mi abuela en el conurbano sur. Yo crecí en Bahía Blanca, a 700 kilómetros de la capital, y en ese momento las dimensiones de Buenos Aires eran extrañas para mí: solo incluían la calle Corrientes, el Obelisco y el patio de la casa familiar en Berazategui. No había primos ni amigas, éramos la Nona Tere y yo, mirando novelas del canal América en la cama, actividad que interrumpíamos cuando bajaba el sol y salíamos a juntar ciruelas, tomar tereré y escuchar las torcazas.

El objetivo era pasar más tiempo con mi papá, que hacía dos años se había ido a vivir para allá. Me conocía poco y no sabía muy bien qué hacer conmigo, pero al verme tan achanchada al sol escuchando las chicharras, decidía una vez por semana que tenía que sacarme a pasear. Nos subíamos al auto y elegía una actividad turística a la que él le tenía ganas hace rato, aprovechándome como excusa. Es hermoso para mí pensar que si bien él no entiende ninguna de mis rarezas, sin querer las alimentó todas: él me llevó a elegir libros por primera vez a una librería nocturna, él me pasó sus discos y me llevó a ver mis primeras películas. De la misma forma, él me llevó a conocer mi primer museo de arte, y decidió que fuera el Malba.

Lo que él quería era ver en persona “Manifestación” de Antonio Berni. Se emocionó mucho y me pidió que le saque varias fotos. Me sacó varias fotos a mí también con el cuadro gigante. Fiel a mi condición adolescente, en un momento me aburrí y me dejó recorrer sola el museo mientras él tenía su momento con la obra. Merodeando aparecí en una sala azul, completamente oscura, con un cartel de neón que decía How it feels. Era una muestra de Tracey Emin, a quien por supuesto no conocía para nada.

La idea de una mujer artista me entusiasmaba mucho. Tomé el texto de sala y marqué algunas palabras para googlear después: nueva intimidad, arte contemporáneo, videoarte. La muestra era de cortos filmados en súper 8, que construían en conjunto una especie de autobiografía a través de sus momentos más vulnerables. Hablaba de las cosas más dolorosas y traumáticas con una distancia relajada que me fascinó. La vida seguía y era hermosa a pesar de todo. Me senté en frente de cada uno de los videos, los vi varias veces, y en un momento llegué a Why I never became a dancer.

El corto es breve: son solo seis minutos y treinta y dos segundos, que arrancan con escenas del pueblo en el que creció Tracey y su voz diciendo: “A los trece años dejé la escuela. La odiaba”. Ella cuenta cómo a esa edad empieza a coger con hombres mucho más adultos que ella, por disfrute del placer barato que es el sexo: “Vas al pub, comés fish and chips, y después ¡sexo!”. En cualquier lado, en cualquier momento, con cualquier persona. La tensión entre el poder que sentía al coger y la sumisión a la que muchas veces la sometían estos hombres la impresionaba, pero siempre desde ese lugar desafectado. Simplemente no se lo preguntaba.

En un punto Tracey se aburre del sexo como yo me aburrí de Antonio Berni. “Pero todavía era carne”, dice, y esa carne necesitaba conectar con el placer. Lo encuentra en la danza. Bailar la hace sentir como si flotara, completa, sin tensiones ni peligros. Comienza a tramar la huida del pueblo e ingresa a una competencia de baile que la llevaría a Londres si ganaba. En el escenario se siente fantástica. Pero entonces, un grupo de hombres con los que había cogido se amontona en la tribuna y le empiezan a gritar: “¡Puta, puta, puta!”.

Algo adentro mío cambió y en ese momento no pude descifrar qué era, pero me obsesioné. Si a los trece años, recién salida de mi primer paseo por el Malba, alguien me preguntaba por qué ese corto era “arte”, yo no hubiera podido responder. Lo que sabía es que lo había sentido en carne propia, como si Tracey Emin y yo estuviéramos unidas por un hilo sólido y transoceánico. No era una identificación inmediata porque mi vida no era la misma: yo era mucho más niña, inocente, a mí sí me gustaba la escuela. Lo que odiaba era mi casa, las calles, las miradas constantes presionando todo lo que hacía. La violencia latente en todas las interacciones que empezaba a tener con las personas. Una cuestión transaccional que se pretendía de mi cuerpo cada vez que necesitaba un favor.

Llegué a mi casa ya vuelta una fan absoluta. Prendí la computadora y empecé a copiar links de páginas que hablaban sobre la obra de Tracey Emin en un documento de word. Volví a ver Why I never became a dancer, dos, tres, diez veces más. Me guardé fotos de su obra “My bed” e intenté entender qué era una instalación y por qué una obra así podía estar en un museo. Almacené información y estaba a la vez desesperada por compartirla con mis amigas, pero también quería guardarla para mí, como si Tracey fuera un secreto mío, mi herramienta para navegar el mundo. Quería hacer lo que ella hacía, pero no terminaba de entender bien qué era.

Hoy me doy cuenta de que en ese momento empecé a volverme poeta. No estaba simplemente frente a un corto, sino una forma de literatura que no conocía. Textos que exhibían heridas abiertas, vulnerables, pero que no dañaban con su peso. Me tomó varios años llegar a esos libros: a los dieciocho empecé a leer mis primeros poemas. Escribía unos textos enojados y suicidas. Fui trabajando, fui leyendo, fui entendiendo bien lo que hacía. Volvía siempre a Tracey, pensaba “quiero ser así de sincera”.

El placer que me da Why I never became a dancer no se compara con nada. Más adulta me pongo, más aristas le veo, y me interpela con la misma magia que la primera vez. El corto no termina con los hombres gritándole “puta” a Tracey Emin, sino con ella, una artista en pleno crecimiento, ya fuera del pueblo e instalada en Londres, dedicándoles a Shane, Eddy, Tony, Doug y Richard (son los nombres enumerados al final del film) un último baile en la que la vemos feliz, al ritmo de “You make me feel” de Sylvester.

Yo también me escapé de mi ciudad con el corazón en la mano de las miradas que no me dejaban moverme. Yo tampoco me volví las cosas que pensé que iba a ser cuando tenía trece años. Pero acá estoy, escribiendo en Buenos Aires. Why I never became a dancer fue un inicio y una premonición: al final, las que desean con todo su cuerpo triunfarán.

Valeria Mussio nació en Tres Arroyos en1996, creció en Bahía Blanca y vive en Buenos Aires. Licenciada en Letras por la Universidad Nacional del Sur, fue ganadora de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires en las ediciones 2021 y 2023, categorías Poesía y Proyectos Literarios. Forma parte del proyecto Isla Invisible del Museo Ferrowhite. Publicó Hasta pronto, querida, por Peces de Ciudad Ediciones (Argentina), Nuestros refugios a medio armar, por la editorial Liliputienses (España), Un perro no sabe que puede destruir por Alquimia (Chile/Argentina) y Una pequeña orquesta de sonidos comunes por Cepes (Argentina).