Siempre somos los mismos cuatro gatos locos. Como en toda ceremonia sentida, las palabras huelgan. Nos reconocemos a la distancia y, en ocasiones, nos saludamos con un leve movimiento de cabezas. El paisaje, mudo como un cuadro, sólo tolera la voz del viento, pincel invisible que va y viene mixturando colores por agua, cielo y tierra. Algunas aves sonámbulas marcan sus dedos en la arena, las otras levantan en el aire paredes de silbidos. Tal vez por una necesidad de humanizar las siluetas recortadas sobre un fondo de sombras, brumas o niebla, una madrugada me tomé el trabajo de bautizarlas. A la misteriosa mujer que acostumbra sentarse sobre el mismo banco con sus piernas cruzadas y las manos juntas a la altura del pecho en posición de Namasté, la nombré "Alicia", no sé por qué. Al hombre en situación de calle que prepara el desayuno de los pájaros durante las noches, moliendo pan duro para esparcir por distintos cebaderos formados sobre la costanera, lo apode “el rey del bosque”. Al curioso joven de barba despareja, pelo largo, remeras desteñidas con leyendas pintadas a mano y una infaltable frazada cubriendo su espalda en las mañanas frías, lo bautice "Woodstock".
Posiblemente me inspiré en la diosa romana Diana para nombrar a la atlética mujer que cruza la playa trotando, sorteando palos y piedras seguida por dos filosos galgos. Si bien a los orilleros nada ni nadie nos distrae de contemplar la maravilla, de vez en cuando, ocurren hechos que ganan nuestra atención. En una cálida madrugada veraniega, una bella mujer vestida de blanco, cruzó la playa lentamente con un recipiente entre sus manos, se detuvo al final del terraplén, abrió la urna y esparció el contenido a favor de la correntada. Luego de persignarse tres veces seguidas, volvió sobre sus pasos y se retiró del lugar envuelta en el mismo silencio con el que había llegado. En ese momento recordé una estrofa de una vieja zamba que vive en mí, “por ser mujer sos la tierra/ y yo por hombre soy río “, se me ocurrió pensar, entonces, en un hombre al que varias veces el Paraná lo había invitado a seguir su camino y solamente lograron hacerlo sus cenizas arrojadas a las aguas por un terrón de tierra.
Un poco por el síndrome de Kodak Fiesta, pero más porque todavía pienso que no se puede fotografiar una vivencia, sólo capturo imágenes en mi celular cuando me lo pide un impulso. Es cierto que hice una excepción en tiempo de pandemia a pedido de un amigo que había nacido para viajar y supo esperar la muerte con estoicismo encerrado en un departamento sin balcón, atado a un tubo de oxigeno. Para amenizar su insomnio me pedía que le enviara amaneceres, agradecía mis torpes videos de sucesivas auroras con el dibujo de un avioncito guiñándome un ojo y levantando los pulgares de sus alas terminadas en manos con cuatro dedos.
En aquellos días éramos únicamente dos los orilleros fugitivos del encierro, un canillita y un jubilado. No sólo me asombraba la asistencia perfecta del hombre canoso y sin barbijo, también su cuerpo en posición de firme mirando al cielo con expresión intensa durante varios minutos. ¿Cuál era la causa de su demora? ¿Hacía avistaje de aves, actuaba de estatua o trabajaba de reloj de sol? En una oportunidad, me quedé para averiguarlo. Me acerqué despacio, al verlo ensimismado por una sinfonía de calandrias, zorzales y benteveos, a modo de saludo recite un verso de Atahualpa, “silbando piensan las aves/ yo pienso ansina también…”, sin mirarme, el hombre completó la copla serenamente,… “ nadie sabe lo que dicen/ ellas lo deben saber”. Dicen que los amigos no se hacen, uno se los encuentra por el camino. Antes de presentarnos con un apretón de manos, ambos supimos que nos habíamos encontrado en un remanso del tiempo. Hablamos mucho, como si nos conociéramos de toda la vida, pasaban los temas sobre los ríos de charlas con la naturalidad que bajan los camalotes en época de creciente. Ricardo era portador de una enfermedad incurable que arrastraba desde la cuna, había nacido frente al mar. Único hijo de familia fundadora de un pequeño pueblo sobre el Atlántico, pasó su infancia en la playa construyendo chozas con hojas de totoras junto a Tomás, su amigo invisible. En plena juventud subió hasta Rosario buscando un título, encontró un amor, formó una familia, se hizo amigo del río pero nunca dejó de mirar el firmamento con la intención de amainar el dolor causado por su bien perdido. Una fría jornada de invierno , el hombre oceánico, luego de pronunciar una conocida frase perteneciente a la escritora danesa Karen Blixen , “la cura para todos los males es siempre agua salada, el sudor, las lágrimas o el mar”, me confesó su soledad cansada, su imposibilidad de correr por culpa de sus rodillas gastadas, su impotencia para llorar debido a la educación recibida y su única vía de curación, el regreso.
Durante el ultimo Inti Raymi una fuerza extraña me obligó a filmar la salida del sol, esta vez no lo hice para nadie, a mi amigo lo llevo conmigo junto a todos mis muertos. En el día más corto del año decidí alargar mi estadía, ya con el sol en lo alto, presencié el retiro de Alicia, quien al pasar muy cerca de mí, me regaló una mirada de paz que se enredó en mi alma. Observé el regreso de Diana caminando lento y escuché ladrar a sus perros por primera vez. Me sorprendió el cuidado con el que el último hippie dobló su manta antes de guardarla en la mochila y me emocioné al ver al rey escalar la bajada Gallo dejando a su paso una estela de hijos alados.
No me resultó fácil abstraerme del ruido a motores de los autos que llevan a sus dueños a las oficinas rompiendo el misterio de la hora mágica, pero, después de varios minutos mirando hacia arriba logré quedar cautivo de lo fantástico, el estruendo ocasionado por olas de nubes en un mar de cielo.
Antes de abandonar el santuario, un avión de pasajeros empequeñecido por la altura, al cruzar el espacio aéreo con dirección a las islas entrerrianas percibí un leve movimiento de alas a modo de saludo. Clara señal de que estaba todo bien.