Históricamente, los procesos de crecimiento de las economías periféricas han estado limitados por lo que una parte de la literatura económica denomina restricción externa: un desequilibrio entre ingresos y egresos en moneda extranjera que limita la expansión de la actividad. 

A diferencia de lo ocurrido a mediados del siglo pasado, donde el eje de las cuentas externas estaba en el balance comercial (stop and go), en las últimas décadas muchos países periféricos han transitado distintos auges seguidos de repentinas crisis externas ligadas fundamentalmente a la dinámica de la cuenta financiera del balance de pagos. 

El acceso a crédito externo e ingreso de capitales especulativos brinda financiamiento externo que permite apreciar la moneda local y generar una expansión de la actividad, hasta que una repentina reversión de los flujos de capitales (fly to quality) termina provocando una brusca devaluación de la moneda nacional conduciendo la economía a una crisis (sudden stop).

Bajo este régimen periférico de (des)acumulación de capital, el ciclo económico doméstico ya no está determinado principalmente por factores internos, sino por la dinámica de los flujos de divisas que emanan los centros financieros globales, haciendo del endeudamiento externo una política contracíclica. Cuando estos flujos se interrumpen o revierten, se desencadenan crisis cambiarias, contracciones del producto, y eventualmente la necesidad de acudir al FMI como prestamista de última instancia para “estirar” la fase expansiva del ciclo, hecho que ha ocurrido en 2018, y se repite en 2025.

De esa manera, el endeudamiento externo público deja de vincularse con la necesidad de financiar excesos de gasto (aún cuando pueda también hacerlo), para convertirse en una fuente de divisas con que hacer frente al déficit externo del sector privado que amenaza con poner fin a un ciclo de expansión. 

Ese uso “contracíclico” del endeudamiento externo del Estado queda en evidencia en los últimos dos grandes créditos del FMI (nuestro prestamista de última instancia, cuando se cierran los mercados voluntarios de deuda), tanto en 2018 como en 2025 –el de 2022 fue un refinanciamiento que sólo permitió cubrir los compromisos con el propio organismo–.

En 2018, al contraerse el crédito con el fondo, las necesidades de financiamiento del déficit público ya estaban prácticamente cubiertas, tal como anunciaba insistentemente el ministro de Finanzas de Macri, Luis Caputo. Aun así, al desatarse una corrida cambiaria y salir masivamente capitales al exterior, se recurrió al organismo internacional para sostener el nivel de reservas e intentar –fallidamente– eliminar la incertidumbre cambiaria. 

El uso del endeudamiento externo del Estado como fuente contracíclica de divisas es aún más evidente en el reciente crédito del FMI, ya que tras el fuerte ajuste del gasto público provocado por la motosierra de Milei, se alcanzó el tan ansiado superávit fiscal. Aún así, ante la incipiente corrida cambiaria se recurrió a un nuevo crédito con el FMI, justificado absurdamente en la “necesidad” de rescatar una letra intransferible del tesoro en manos del BCRA.