Hace dos semanas, el progresismo chileno vio cómo se le abría una oportunidad para triunfar en las generales de noviembre próximo. La decisiva victoria de Jeannette Jara en las primarias transformó la tendencia a la baja en las encuestas que vaticinaban una derrota segura frente a la derecha. ¿Su victoria se debió a los videos de TikTok? ¿Fueron los jóvenes votantes quienes la impulsaron? ¿Fue su nítida agenda de propuestas? ¿Es simplemente su cercanía? Como ocurre con la mayoría de las candidaturas que logran un momentum con su electorado, la respuesta no encaja en una sola categoría y probablemente sea “todas las anteriores”. Lo que sí: su campaña debe ser tenida en cuenta. Mientras el costo promedio de los votos de sus adversarios fue de 2 dólares, el de la campaña de Jeannette fue la irrisoria suma de 0,05 centavos de dólar.

En la primaria, Jara compitió con dos pesos pesados. Por un lado, Carolina Tohá, experimentada dirigente de la Concertación, ministra del Interior del gobierno actual e hija de uno de los ministros de Allende asesinados por la dictadura pinochetista. Tohá es una dirigenta cuya biografía es, en parte, la historia de la recuperación democrática chilena. Por otro lado, estaba Gonzalo Winter, joven dirigente del Frente Amplio y una de las voces más lúcidas de la política chilena. Ha oficiado como una de las espadas más claras en la defensa del gobierno de Boric y, probablemente, dada su juventud, seguro tenga revancha para la pelea presidencial. Su triunfo puede dejar algunas enseñanzas para las distintas batallas electorales que se avecinan en nuestro país.

Toda campaña tiende a ser efectiva si su relato —que consta de un héroe, un villano, unas víctimas, una amenaza, una oportunidad y una solución— logra ser consistente, impactar y resonar en el electorado. Si bien siempre hay innovaciones, lo sustantivo está en poder desplegar esta clásica estructura.

La campaña de Jara hizo de su historia personal el principal elemento de posicionamiento. Es que su historia es la de la gran mayoría de los chilenos: “Vengo de una familia modesta de la comuna de Conchalí, donde siempre se tuvo que luchar para salir adelante. Mi historia es la de millones de chilenos que no vienen de la élite y que han forjado su camino con esfuerzo (...) Sé lo que es preocuparse por llegar a fin de mes, por la olla, por la educación de los hijos.”

La heroína fue ella, como mujer popular con la cual poder identificarse: primera universitaria de su familia, madre, ministra. Una vida construida en base al esfuerzo y el mérito. Alejada de cualquier artificialidad, se presentó como alguien que “te va a entender” porque ha vivido lo que muchas personas viven. Su historia no fue de épica abstracta, sino de esfuerzo cotidiano.

La amenaza fue la posibilidad de retroceder: en derechos, en dignidad, en representación. No la nombró con dramatismo, pero sí con convicción. La idea de que la política volviera a alejarse de las mayorías, que el progresismo se volviera puramente tecnocrático o que la derecha lograra imponer una restauración conservadora sobrevoló toda su campaña.

Las víctimas de esa amenaza fueron el pueblo trabajador, las mujeres, quienes apostaron por el cambio y se sintieron defraudados. Esa parte de la sociedad que quiere transformación, pero que también necesita que alguien la cuide y la escuche. Y, sobre todo, que se parezca a ellos y ellas.

Los villanos no fueron caricaturizados, pero sí delineados: una élite que no entiende al país que dice gobernar; una clase política que promete pero no cumple; una derecha que quiere borrar lo conquistado. Incluso el riesgo simbólico del “progresismo elitista” estuvo sugerido en contraste con su cercanía popular.

La oportunidad, entonces, fue redefinir el rumbo del oficialismo no hacia el centro, sino hacia la coherencia. No moderarse, sino afirmarse con claridad y ternura. No ofrecer grandes soluciones teóricas, sino proteger lo ganado y comprometerse con lo posible.

Y la solución fue su figura: la ministra que cumplió, la candidata que no grita, la mujer que representa sin impostar. Su mensaje fue claro: no soy perfecta, pero soy confiable. Y he demostrado —con la Ley de 40 horas, con la reforma de pensiones— que puedo cumplirle a las y los chilenos. No vengo a inventar, vengo a sostener y a “trabajar incansablemente por Chile”.

A nivel estético y simbólico, la campaña combinó el uso de códigos culturales contemporáneos con un discurso de justicia social de largo aliento. Se apropió del color rosa, del lenguaje visual digital, de la cultura pop e indie chilena, de los memes, de los virales de TikTok. Edits con inteligencia artificial, audios populares, referencias a celebridades queer y una estética que coqueteaba con lo tierno sin perder profundidad. El resultado: una candidata comunista convertida en trend. El símbolo de la campaña fue una Jeannette Jara kawaii con una pala.

La juventud le venía siendo esquiva a un gobierno que llegó con mucha fuerza generacional. La campaña de Jara es una enseñanza fenomenal de capacidad para reconectar con el voto joven. Al fin y al cabo, los jóvenes tienen un impacto enorme en las narrativas culturales y políticas. Cuando se pierde a la juventud, no solo se pierden votos: se pierde el capital y la potencia cultural que impulsan los patrones de voto. No es casual que las derechas hayan estado invirtiendo en los espacios donde habitan los jóvenes, y sobre todo los varones jóvenes.

¿Y ahora?

Jeannette Jara ganó porque logró satisfacer una sed profunda de autenticidad. Porque supo conectar, en un momento de fatiga y confusión, con lo más elemental de la política: la capacidad de prometer algo posible, y hacerlo con afecto.

Hoy emerge como una figura que ofrece al progresismo chileno una oportunidad de oro. No solo por sus credenciales o por su gestión, sino porque ha logrado redefinir los términos del clivaje político: no ya entre derecha e izquierda, sino entre pueblo y élite. Su historia personal —más que su programa— interpela al orden político conservador que daba por ganada esta elección. Y tiene un plus: ha sabido activar la memoria emocional de la izquierda con un tono sereno, firme y protector que remite inevitablemente a Michelle Bachelet.

Pero este impulso inicial no garantiza nada. Ahora vienen los desafíos mayores. Los ataques serán duros y las audiencias por conquistar, menos indulgentes que en una primaria. La campaña de Jara enfrentará una tensión interna: la tentación de moderar su identidad política para parecer “más elegible”, frente a la convicción de que el éxito está en profundizar lo ya logrado (afirmar con claridad los valores progresistas desde una narrativa de cercanía real, no impostada) como mejor camino para reconectar con la ciudadanía.

Lo que sí está claro es que, de un lado, está Jara —con su inconfundible apellido chileno— y, del otro, están Kaiser, Kast y Matthei, cuyos nombres (puestos en fila) suenan más a una alineación del Bayern Múnich que a dirigentes de Chile.
Parafraseando a otro Jara, Víctor, el progresismo chileno tiene motivos para ilusionarse: Jeannette puede ser la “canción valiente” que le permita al sector ser “canción nueva”.

*Docente UNDAV y consultor