¿Qué nos llega por aquí del nombre de Frantz Fanon?, ¿esa sonoridad final, ese remedo del (casi) chiste de Jean Paul Sartre cuando prologa Los condenados de la tierra? Porque él dice: “desde París, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: ‘¡Partenón! ¡Fraternidad’ y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: ‘¡…tenón! ¡…nidad!’ Era la Edad de Oro”. No es un chiste, claro, sino el preludio para decir: “Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas”. Nada de ecos, resonancias, repeticiones parciales. Los colonizados toman la palabra y se hablan, dirá, entre ellos. Fanon, a muchas personas, nos llegó mediado por Jean-Paul Sartre; quizás como Panguitruz Guor -Mariano Rozas nos llegó en las páginas de Lucio V. Mansilla, porque la colonialidad es también una lectura recomendada, un amparo o un halo de legitimación.

Eso ha sido puesto en discusión por las lecturas de los últimos veinte años, en las que se fue constituyendo una biblioteca compuesta de obras de autoras y autores que provienen de las distintas zonas de la subalternidad: territorial, de género, de raza. Con la comprensión de que ese “aquello se acabó”, el ciclo de la repetición, debía inscribirse en el reconocimiento de una perspectiva que, necesariamente, es distinta y díscola respecto de la lengua y los modos de conocer amasados por la Europa colonizadora.

En esa biblioteca ocupa un lugar más que destacado Fanon, pero también sus coterráneos y contemporáneos Édouard Glissant y Aimé Césaire. Césaire escribió, en 1950, el “Discurso sobre el colonialismo”, donde separaba, con argumentos precisos y furiosos, el imperio y sus pretensiones civilizatorias. Un país que coloniza a otro no es una nación civilizada, aunque toda la empresa colonial se vanaglorie de ser el esfuerzo por llevar a los otros -unos salvajes o bárbaros- sus ciencias, evangelios e industrias. No lo es porque esa ocupación implica torturas, violaciones, asesinatos, y convierte a cada agente en un criminal. Césaire lo dice clarito: los territorios coloniales fueron el laboratorio de una deshumanización que al territorio europeo llegaría bajo el mando de Hitler. Y ahí la vieja Europa se sorprendió: ¡cómo es posible!, sin advertir que todo eso ya había sido cometido en la trata esclavista, la servidumbre indígena, la ocupación colonial. Hoy estamos ante un nuevo pliegue de este laboratorio, porque esa violencia deshumanizante es ejercida en nombre de las víctimas del nazismo sobre un territorio ocupado.

Dos años después, Fanon escribe Piel negra, máscaras blancas, pensando desde la inscripción del racismo colonial en la experiencia vivida del ser negro. “¡Mirá, un negro!”, es grito frente al cual se sorprende quien, hasta ahí, se pensaba como un sujeto con una existencia singular. Ser objeto del racismo es vivir la disolución de todos los pliegues personales en un arquetipo que condena a ser subordinado, temido, expulsado. El racismo es una suerte de ácido sulfúrico que borra todo para que la clasificación predomine. Pero también, como ha señalado Aníbal Quijano, la fundamental invención que legitima la colonialidad, porque el humanismo para no renunciar a la pretensión de universalidad debía buscar un amparo argumentativo: esos otros no eran del todo humanos.

En la década de 1970 desde Perú Victoria Santa Cruz hizo una performance en la que el grito que había escuchado en su infancia, se volvía motivo de orgullo: ¡Me gritaron negra! Dirá: ¡y qué!, negra soy… En ese pasaje del estigma al orgullo estaban la rebelión antirracista del Black Power, los ríos profundos del pensamiento antillano y el gesto altivo de los feminismos negros. Por esos años, Quijano escribía sobre José Carlos Mariátegui, que había pensado estas cuestiones desde la perspectiva del campesinado indígena. No con la idea de racismo, sino con la pregunta por la revolución y sus sujetos. Lo suyo no era la cuestión del reconocimiento de una identidad, sino el esfuerzo insomne por pensar el socialismo en el Perú.

Mariátegui y Fanon murieron a los 36 años. Cortas e intensas vidas. Fundamentales escrituras para la biblioteca anticolonial. Los seguimos leyendo. Pero toda lectura, como escribió Josefina Ludmer, es un campo de batalla. En especial de estos que llamamos clásicos. Y estas obras han sido objeto de lecturas en las que priman la cuestión de la identidad y la dimensión cultural.

Eduardo Grüner festeja el centenario de Frantz Fanon con una lectura que polemiza sobre el borramiento de la cuestión de la violencia transformadora: “Y junto a esta ‘negación’, también en buena medida se ha producido, como era previsible, la del marxismo de Fanon, en tanto, como enseguida veremos, la recuperación se dio en buena medida por vía de los muy ‘postmodernizados’ estudios culturales, o las teorías post/de-coloniales.” Y si en la década de 1970 sólo se leía al autor de Los condenados de la tierra como el profeta de la guerra anticolonial; ahora se convierte en un objeto de estudio edulcorado en el campo académico de las nuevas metrópolis.

¿Cómo se hace justicia a una obra, cómo volver a leer la letra, pero también el pulso político que está en esa letra crítica y no sólo en las luchas con las que pretende vincularse? Para un intelectual como Grüner el pensamiento crítico tiene una politicidad particular, que no se juzga en sus efectos callejeros, sino en la potencia de su misma enunciación. ¿Cómo leer a Fanon para que no nos llegue sólo el non…non… ahora producido en la academia norteamericana? Esa es la cuestión de Fanon: La violencia de la tierra, editado por una universidad del conurbano bonaerense. Se trata, entonces, de leer a Fanon desde acá. Pero también desde una época en la que el multiculturalismo -ese viejo adversario de Grüner- diluye todo en la cómoda coexistencia.

 

Esta época es la de la violencia bélica y, a la vez, la de la negación del pensamiento sobre la violencia defensiva o contraofensiva. Allí es donde el ensayista argentino llama a considerar Los condenados de la tierra en su núcleo más incómodo: la violencia anticolonial es la experiencia que permite el pasaje del objeto al sujeto; de la víctima al agente. Si la subjetividad del colonizado es negada por la propia lógica del racismo, la asunción de la violencia es el paso para interrumpir la negación. No se trata de traer a Fanon para reivindicar la violencia, sino para pensar el modo en que ella se entrama con la cuestión colonial y con la acumulación capitalista. Nos guste o no, siempre objeto de múltiples intentos de expulsarla de las consideraciones políticas del presente, retorna como garante de un proceso de acumulación que cada vez es menos democrático.

 

Grüner trae a Fanon con Marx -como podríamos hacer con Mariátegui-, y en esa lectura, en cierto sentido a contrapelo de las corrientes interpretativas contemporáneas, permite pensar zonas ciegas de nuestra época: las que no dejan de asolarnos en la mutación fascista de la gobernabilidad de amplias zonas del mundo. Todo el libro juega con el problema de la temporalidad, como una suerte de defensa del anacronismo contra la moda, y no porque se recueste en el hoy lugar común que reza que “lo viejo funciona” -como tantas personas aprendieron a decir después de una serie audiovisual- sino porque anacronismo es también lo que rompe el tiempo al traer algo negado en la época y que en su aparición la abre hacia el porvenir. Grüner, nuestro especialista en anacronismos, nos trae el más (in)actual Fanon, ese que necesitamos porque con la pura actualidad ni siquiera nos queda el balbuceo.

 

>Fragmentos de Frantz Fanon: La violencia de la tierra, de Eduardo Grüner

Es difícil, en pocas páginas, hablar de Frantz Fanon. Y, para colmo, en la Argentina. En una Argentina donde, a fines de los años 60, el que esto escribe, a la salida de una proyección de La Batalla de Argel, ese film tan fanoniano de Gillo Pontecorvo, pudo escuchar, no sin estremecerse un poco, a un representante de la izquierda “foquista” de entonces, muy suelto de cuerpo, decir: “Esto es lo que hay que hacer en la Argentina”, pasando por un rasero indeterminado las diferencias históricas, políticas, culturales y de todo tipo entre la situación colonial directa de África del Norte y la situación neocolonial dependiente de una sociedad como la nuestra, en ese entonces bajo la dictadura militar que había irrumpido en 1966 con Onganía. Entre una sociedad agraria de campesinos paupérrimos, ocupada territorialmente por una potencia extranjera desde un siglo antes, de tradición islámica, y una sociedad -como era la Argentina de entonces- todavía con un grado nada despreciable de industrialización, una importante organización sindical proletaria- que en los tiempos del episodio relatado, en mayo de 1969, acababa de hacer nada menos que el Cordobazo, justamente volteando al gobierno de Onganía en uno de los más altos momentos de la lucha de clases en la Argentina del siglo XX-, una sociedad decididamente urbanizada, con uno de los índices más altos de educación de su estadísticamente significativa “clase media”, etc. La asimilación a Argelia sonaba inverosímil, sí, pero no imposible: la fascinación fanoniana unilateral de cierta militancia de la pequeña burguesía radicalizada tuvo, lo sabemos, sus efectos, no siempre necesariamente buenos.

Ese no es, por ahora, nuestro tema (“por ahora” es una cuestión amarga, espinosa, que alguna vez habrá que saldar). Nuestro tema es Fanon. Pero teníamos, en buena ley, que mencionarlo. Por una buena y polémica razón: el (comparativo) renacimiento de Fanon que se ha producido en tiempos recientes ha acometido, en cierto modo, lo que podríamos llamar la “ultracorrección” de los excesos anteriores, en muchos casos directamente cancelando -como se dice ahora- toda referencia a la violencia en las luchas emancipatorias, y en particular la de Argelia, aunque no exclusivamente (hay que recordar que Fanon escribe su libro póstumo, Los condenados de la tierra, bajo el influjo de la revolución cubana). Y junto a esta “negación”, también en buena medida se ha producido, como era previsible, la del marxismo de Fanon, en tanto, como enseguida veremos, la recuperación se dio en buena medida por vía de los muy “postmodernizados” estudios culturales, o las teorías post/de-coloniales. Y bien, en este breve texto es nuestro modesto propósito intentar reequilibrar ese desbalance. Por eso, necesariamente, y sin mengua de hacer menciones de alguna importancia a otros textos fanonianos, tendremos que concentrarnos en Los condenados, y por lo tanto en el (in)famoso prólogo de Sartre: es en esos dos lugares donde el nombre de Marx y la dialéctica de la violencia son interpretadores inevitables de (no solamente) la situación colonial; por más esfuerzos de obturarlos o incluso de atenuarlos que se hagan, retornan de lo reprimido como los síntomas críticos de la cara oscura de la modernidad que el discurso dominante (que, como diría el propio Marx, es el de las clases dominantes) busca permanentemente barrer bajo la alfombra. En esta vena, es nuestra hipótesis de partida que Fanon, Sartre y Marx son los vértices inseparables de un triángulo filosófico-político que enlaza el problema, y la tragedia, de la violencia del colonialismo y la de la liberación.

Finalmente, busquemos aclarar un potencial malentendido. No se debe buscar en este texto -so pena de enorme desilusión- algo así como una “Introducción a Fanon”, o una tesis rigurosamente académica, o un paper para revistas indexadas (¿se ha notado suficientemente esta etimología compartida con el Index inquisitorial?). No: este texto es, intenta ser, un ensayo crítico -y una recuperación actual- sobre ciertos aspectos “olvidados” de la obra teórica, y sus consecuencias políticas, de Frantz Fanon, usando como pre-texto el centenario de su nacimiento. Nos tomaremos, por lo tanto, la libertad de interpretar a Fanon: algo que, de todos modos, es inevitable, puesto que lo estamos leyendo hoy, en un contexto diferente al de su estricta “letra”. No pretendemos otra cosa, y eso ya es demasiado.

DE OBJETO A SUJETO

Primera cuestión -para empezar por lo más general, para despachar rápidamente lo más obvio-: es totalmente falso y unilateral transformar a Fanon en no se sabe qué cultor o adalid de la violencia (aún la revolucionaria) per se. Es cierto que en Los condenados de la tierra Fanon explica -con pasión elocuente, pero también con notable sutileza psicológica- que la asunción de la violencia de la rebelión, la toma de las armas contra el poder colonial, equivale para el colonizado a un primer paso en su mutación de puro objeto a sujeto, en un principio de construcción de identidad “personal”, sí, pero mediada por la construcción de la identidad nacional-popular y social, para decirlo con Gramsci.

¿Y acaso no hubiera estado de acuerdo con esto cualquier dirigente pensante de cualquier rebelión anticolonial de la historia? ¿No hubieran estado de acuerdo, por decir algo, Tupac Amaru, San Martín, Bolívar, Artigas o, no sé, Toussaint Louverture? ¿No hubieran estado de acuerdo, muy pocos años antes de Fanon, los resistentes gaullistas contra la ocupación nazi, a los que les parecía perfectamente lógico y legítimo reencontrar su identidad nacional en la realización incluso de actos de terrorismo individual contra los ocupantes (por ejemplo, poniendo bombas en los cafés de París donde se sentaban los oficiales nazis, y muchas veces matando de paso al mozo, a la cajera, a la señora con su cochecito de bebé que había entrado a tomar el té), esos mismos actos que, cuando luego eran llevados a cabo por el Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino, se les aparecían como el colmo de la perversión y la irracionalidad? (o, para citar un caso quizá hoy más irritante, ¿no hubieran estado de acuerdo los judíos que resistían violentamente, antes de 1948, contra la ocupación inglesa de Palestina, en uno de los procesos más heroicos de revolución nacional y “construcción de identidad” del siglo XX, pero a los que se les aparecen como el colmo de la perversión y la irracionalidad cuando se trata de la resistencia palestina?).

Por lo tanto, porque tiene que enfrentarse a esa violencia absoluta del colonialismo, la descolonización, dice Fanon, es siempre violenta, ya que lo que está en juego en ella es la propia ausencia de una Ley (simbólica, jurídica, política y subjetiva) de la comunidad, que tiene que ser re-creada, re-fundada casi desde la nada, contra la ley del opresor, impuesta desde afuera. Lo es aun cuando adopte una estrategia “pacifista” a lo Gandhi. La descolonización es sencillamente “la sustitución de una cierta especie de hombres por otra especie de hombres”. Una mutación antropológica de esa magnitud no puede sino ser violentamente traumática. Porque, en verdad, según Fanon, no se trata únicamente de que la opresión colonial le haya quitado su ser al colonizado: ha hecho algo mucho peor que eso, le ha dado un ser falso, una existencia facticia y ficticia, lo ha disfrazado de lo que no es ni fue nunca antes: “piel negra, máscaras blancas”, para citar otro título fanoniano (injustamente menos famoso que Los condenados).

Sea como sea: lo que sí debería estar clarísimo, a esta altura, es que la violencia (aun, y especialmente, la revolucionaria) no es algo para celebrar, sino algo para no negar. Fanon lo dice, incluso, contra cierto unilateral entusiasmo que cree percibir en el célebre prólogo de Sartre -un texto hermosísimo y de una lucidez deslumbrante, por otra parte- a Los condenados de la tierra: la violencia resistente es algo a lo que el colonizado se ha visto arrojado por su propia falta-de-ser producida por el colonizador. En cierto modo, es lo peor que el colonizador le ha hecho al colonizado: al despojarlo plenamente de su humanidad, lo ha obligado a ser violento por la necesidad de producir por sí mismo esa mutación antropológica a través de la cual deberá advenir a su propia humanidad. No conforme con ejercer sobre él la violencia propia de la ocupación colonial, lo fuerza a hacerse violencia a sí mismo, poniéndolo en la situación de luchar, con las armas en la mano, por conquistar una humanidad que, por “naturaleza”, siempre había sido suya, o debió serlo.

Por otra parte, Fanon no simetriza la violencia: nada hay aquí del recurso obvio, demasiado obvio quizá, a la justificación de la violencia “de abajo” por la violencia “de arriba”. Fanon no busca una justificación, sino una explicación, aunque ella esté cargada de comprensible odio por el colonizador. Por supuesto, hay una violencia inicial, originaria, que produce su respuesta. Pero no se trata de dos violencias paralelas, por así decir “exteriores” (si bien vinculadas por una secuencia causal, o especular) una a la otra: es la misma violencia, la de la situación colonial como tal. No, desde luego, en el sentido de “los dos demonios”, ni en el sentido de una admonición humanista abstracta, “liberal”, que diría que la violencia es violencia, venga de donde venga. Sino en el sentido de una “cinta de Moebius” donde la violencia es el recorrido mismo de los sujetos, en su afán por, unos, hacerse sujetos, los otros, impedir que lo sean. Además, Fanon no es un humanista abstracto, pero es un humanista, plenamente consciente de aquella problematicidad trágica, irresoluble, que atraviesa al sujeto atrapado en el destino de violencia que es el del colonialismo.