Las conversaciones suceden en simultáneo: una amiga me habla de su madre, de la súbita conciencia de que la reforma previsional no le permitirá dejar de trabajar ni a los 60 ni a los 65 si quiere gozar de algo más que el 40 por ciento del salario mínimo. Dice que le mira las manos mientras conversa con ella y no puede dejar de ver el desgaste del tiempo, ve en cada marca del dorso la huella de los diferentes trabajos que realizó, desde los platos lavados después de cada cena hasta la costura, el bordado o la venta de distintos productos. Otra envía frases cortas por el teléfono, eufóricas, discordantes con el transcurrir de un 19 de diciembre en el que la lluvia acompañó el ánimo y los cuerpos rotos porque a la resistencia en la calle le siguió la derrota, la votación de madrugada que aprobó el saqueo a los jubilados, pero sobre todo a las jubiladas, a niños y niñas beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo(a), a personas discapacitadas, a cualquiera que reciba una pensión después de que la acción del Estado le hubo provocado daños -ex combatientes de Malvinas, por ejemplo, pero también víctimas del Terrorismo de Estado-. ¿Por qué dice esta segunda amiga “está hermoso acá”? ¿dónde es “acá”?

Ya es 19 de diciembre, el sol en el horizonte dibuja la curva de un arcoíris en algunas partes de la ciudad, pero ella no habla de eso. Está frente al Congreso de la Nación bailando junto a una multitud una coreografía improvisada al ritmo de las cacerolas y de un canto que fue atronador en la última semana: “Unidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode”. 

La impotencia por el primer relato troca en un ramalazo de felicidad. No borra la imagen de esas manos cansadas, pero la felicidad es así, un brillo efímero que ilumina también al dolor, lo consuela.

Si la lluvia del día anunciaba el fin de la primavera macrista por la tenacidad de la movilización social que, a diferencia de otras protestas -en las que parecía no haber razones para permanecer en la plaza-, sostuvo la resistencia en la calle durante larguísimas horas y volvió a salir cuando nadie se lo esperaba para hacer tronar los utensilios de cocina; ese modo de habitarla bailando, desafiando a la derrota, convirtiendo el estruendo en el que apenas caben palabras en ritmo, en música, en goce, todo eso abrió otro estado de insumisión: la del deseo.

Así se habían nutrido los cacerolazos la noche anterior, por la correntada del puro deseo que no entiende de resignaciones. 

Habíamos vuelto a casa con los ojos irritados, mascullando desconsuelo, expulsados y expulsadas de la calle a fuerza de gases y crueldad, recibiendo, a la vez que se buscaba refugio, las imágenes de ese hombre mayor de remera verde al que la policía motorizada maltrata sin sentido, del joven al que pasaron por encima con una moto cuando ya estaba caído en el piso, de la muchedumbre escapando de los gases por las vías del subte. Hubo personas cercadas dentro de bares porque afuera reinaban la asfixia y las detenciones arbitrarias y una lluvia de mensajes enviados a las postas de seguridad para saber si alguien faltaba, si se había llegado bien a un destino sin peligro. Pero no bastó con estar a salvo, el intervalo sirvió para tomar aire, agua, descanso, la escucha obsesiva de los discursos en el recinto legislativo y los cruces de mensajes otra vez, para opinar, para enfurecerse, para no estar sola. El llamado a golpear las cacerolas circuló por las redes sociales ¿pero quién adivinó que sería efectivo? ¿quién puede decir que había apostado temprano a lo que terminó pasando?

Esa primavera hecha de flores de papel, globos, revanchismo político como fuente de toda justificación para la desposesión sostenida de los sectores más vulnerables (que parecían asumir que la “fiesta hay que pagarla”)  y urnas teñidas de amarillo, empezó a resquebrajarse de todos modos y no por casualidad. Somos muchas y muchos quienes entendimos la resistencia como un momento de acumulación, de tejer redes, de buscar complicidades, de abrir espacios compartidos en medio de la oscuridad de la constante pérdida de derechos, de palabras útiles para contrarrestar las fábulas mediáticas que demonizaron tanto a las comunidades mapuche como a las movilizaciones feministas que este mismo año que ahora languidece fueron el campo de prueba, el 8 de marzo, de la cacería de manifestantes que se repitió el 1 de septiembre cuando todavía preguntábamos ¿Dónde está Santiago Maldonado? Y fueron esas redes las que se activaron la noche del lunes cuando parecía que ya quedaba poco por hacer, cuando a las 19, la hora señalada para hacer sonar las cacerolas, el ruido se hacía esperar hasta casi anunciar que sólo quedaría silencio y lamerse las heridas. Pero no. 

Es imposible trazar la genealogía del modo en que las esquinas empezaron a poblarse, pero todos los relatos cuentan más o menos lo mismo: al principio eran dos o tres, cuando la noche ya era cerrada y el viento de la tormenta del día siguiente soplaba para erizar la piel. Una hora después, ya eran cientos y cientas. 

Nos empujamos a la calle mutuamente, entre amigos y amigas pero también, entre esos grupos armados para cobijarse durante el año. En mi caso, me alentó el grupo de madres y padres que sostuvimos para empujar en la escuela de nuestros hijos e hijas la educación sexual integral y para apoyar a lxs docentes cuando a principio de año reclamaban por sus salarios. En otro, las vecinas de una cuadra que se llaman a sí mismas “vecinas al rescate” porque entre ellas comparten las tareas de cuidado y se defienden de la violencia machista. En otro, fueron también madres y padres de adolescentes que lxs acompañaron durante las tomas de las escuelas para resistir la mercantilización de la educación secundaria. Y habrá miles, cientos de miles de historias como esas, micropolíticas que se amalgaman por afectos y convicción, que desafiaron el cansancio y volvieron otra vez a la calle; a ser dos o tres, hasta ser miles porque la primavera macrista puede transformarse en verano popular sólo por persistencia. Y por deseo.

La noche del 18, la plaza se vació a fuerza de gases. Ni la alegría de haber vuelto a la calle, de volver a reunirse frente al Congreso sitiado por las vallas y la policía después de haber caminado kilómetros en muchos casos, ni la disuasión a esa masa de irreverentes que desafiaban al sueño salieron en la televisión. Sin embargo, la noche del 19 se bailó en la plaza pública, con la derrota encima, así se bailó. Las convocatorias a seguir golpeando cacerolas no se detienen. Son las cacerolas del guiso, herramientas de trabajo sobre todo para las mujeres, las más perjudicadas por esta reforma, las devaluadas, las invisibles para los cálculos de “ahorro” que el saqueo a las jubilaciones significa para el Estado según se jactan en los medios hegemónicos. Esas que según algún diputado oficialista “no laburaron nunca en su vida”, desconociendo que a su camisa sin dudas la planchó una mujer. Mujeres que sólo sirven de adorno para el presidente Mauricio Macri y entonces las puede tocar sin permiso, como hizo el miércoles con la compañera de un policía con una herida grave en el ojo -según la madre del uniformado, herido por sus propios colegas porque ese día le tocó estar de civil mezclado entre manifestantes- al tiempo que le decía al hombre: “Es demasiado linda para mirarla con un solo ojo”, boqueando machismo como cada vez que se hace el canchero, que luce relajado. 

No son sólo mujeres, ni mucho menos, las que abollan cacerolas. Pero algo del conjuro de los calderos de las brujas se anima en esa música capaz de protestar y de hacer bailar. Y no en vano, hay que decirlo, frente a la CGT que estuvo ausente en la plaza y que sacó un paro a regañadientes y casi sin comunicarlo, fuimos las mujeres las que hicimos el primer paro al gobierno de la Alianza Cambiemos en ese épico 19 de octubre de 2016 y lo volvimos a tramar con otros 50 países el 8 de marzo de este año. Porque nosotras sabemos de resistencia. Y nos mueve el deseo.