Si el mito y la leyenda son formas de recreación del pasado, la alegoría y la fábula, que basculan entre ambos, dirigen su lección hacia el futuro. Estas formas ficcionales que sustancian las naciones catalizan las pulsiones y los anhelos secretos de una sociedad, por lo que suelen animar formulaciones utópicas o catastróficas. El ejemplo más notorio que brindó el siglo XX es Rebelión en la Granja, de George Orwell, fábula crítica más o menos explícita sobre el estalinismo que se volvió alegoría disponible de todo autoritarismo. Su colofón, como es sabido, es 1984, del propio Orwell, en el que la consumación de la utopía, no pocas veces corroborada por la realidad, produce su contracara distópica.

En Argentina el pensamiento utópico bajo forma de fábula abundó en versiones literarias de diversa índole. El Congreso de Animales, de Luis Jauch, se cuenta entre las más extrañas. Publicado en Italia en 1921, desapercibido por la historia de las letras, el libro constituye una pieza singular en el que se anudan con pericia los registros más diversos. Nacido en Lugano, Suiza, en 1877, Jauch creció en el país en una próspera familia que tuvo estancias en el sur de La Pampa. Contador, cultivó las letras en castellano y francés, lengua en la que el mismo año ‘21 publicó un libro sobre el petróleo.

Jauch crea su alter ego, Almargentina, que le dicta el libro a su amanuense, Furia, en un hotel parisino de mala muerte. Vuelto personaje creado por el propio personaje, con las atrocidades de la guerra como telón de fondo, seguido por su perro Siul convoca un Congreso animal en busca de voces inocentes. Con acentos clásicos y estilo barroco en el que, como su contemporáneo Macedonio Fernández, evoca de continuo el acto de escribir, Jauch invoca al lector y a las fuerzas de la naturaleza a aceptar el forzado pacto ficcional que postula. “Rememoro cuando, aún niño, cerca de Patagones cifraba casi todos mis goces en sentirme mecido por el movimiento de tus olas, Oh, Océano; tus mugidos conseguían impregnar mi espíritu de pavor”.

En el viaje se interna en una “tupida selva” de resonancias dantescas que le abre dimensiones oníricas de las que entra y sale de continuo. En un momento el perro comienza a hablarle “en una jerga, que tú, amable lector, seguramente poco comprendes, y que yo apenas entendía, aunque ya hacía casi un lustro que Siul me la enseñaba”. Ya en plena fábula, siguen a un tigre hacia el sitio del Congreso, pero nuevamente pierde el conocimiento: “las fuerzas me faltaron, un convulso temblor invadió todo mi ser, caí en un estado de lastimosa postración”. Al volver en sí, el perro le narra la situación: el Congreso se disolvió porque los animales no toleraban el extraño olor de los obuses. Los “irracionales”, que abominaban del género humano, se habían mantenido neutrales en la guerra: “ya le haremos ver que somos más humanos que sus semejantes” es el tópico habitual de la narrativa alegórica al que recurre Jauch no solo como denuncia sino también para blindar la inocencia animal. “Desde que el mundo es mundo solamente en la célebre y tan mentada Arca se juntaron todos los animales, fue el diluvio la catástrofe que los juntó. Hoy día, por el contrario, ninguna catástrofe amenaza el mundo -aduce el tigre”.

A renglón seguido Almargentina se duerme y sueña con centauros, sátiros, pájaros que cantan melodías alucinógenas y un ángel acompañado por “la única mujer que yo haya amado en la vida”. En ese Cielo a Siul le crecen dos alitas mientras acuden a un lago repleto de serpientes del cual salen alaridos de pueblos sufrientes: la acechanza del Infierno nunca los abandonará. Impactado por la visión, se desmaya dentro del sueño y al despertar Siul lo guía por un sendero donde desde los árboles multitudes de pájaros “que tenían voz humana pedían perdón a Dios por sus pecados”. Sigue el tópico del viaje astral: descarnado, Almargentina ve la tierra desde lejos, pero un bólido encendido la hiende. Es Lucifer que en su caída forma un cono invertido: los nueve círculos infernales que en breve ha de recorrer. Y, otra vez, cae “como cae un cuerpo muerto”.

Al recobrar la conciencia replica, glosándolo, el recorrido del Dante por el edificio teológico de 33 pisos. Y, como el Dante, incluye variables personales: a su mujer muerta, sin nombre, a su maestro sanjuanino y a su profesor de aritmética, y, conformando un Parnaso Moderno, a “mi amigo Escalada” junto a los escritores argentinos desde el Deán Funes hasta Guido y Spano. Eso sí, le reserva un sitial especial a los héroes inocentes que fueron inmolados en la guerra y se da algunos gustos. Por ejemplo, llega a estrechar ambas manos (sic) del manco de Lepanto y a interrogar al propio Dante, que lo despacha sin darle demasiadas respuestas. El autor de la Comedia le da la espalda y se va a charlar con “su mejor traductor castellano” -Mitre, a quien dedica el libro-, “el cual tenía una aureola en la que se leía: la victoria no da derechos”. “Salí de ese Cielo muy apurado”.

En un momento esgrime algunas ideas que desplegará más adelante. Por ejemplo, ubica en el Cielo, entre nubes de querubines y serafines, a los trabajadores junto a “jefes y patrones que miraban gozosos y sonreían recíprocamente con sus ex subalternos y estos, a su vez, les retribuían, fijándolos desde arriba con las más cariñosas miradas”. “Esa hermandad entre seres tan distintos, ese cariño entre dirigentes y dirigidos, esa especie de unión, diré, entre el capital y el trabajo, dadas ciertas teorías que aquí en el mundo cada vez con mayor intensidad se desarrollan e imperan, me han parecido tan imposibles, tan paradojales, que, de seguro, hiciéronme olvidar que estaba en el cielo y el susto súbitamente me despertó”. La Doctrina Social de la Iglesia encuentra así una versión fantástica.

Ante un nuevo despertar se ha producido el pasaje al mundo profano. Siul es ahora un mero gaucho que lo cuida en medio de la pampa. “¿Es posible que un perro de haya vuelto hombre o es que he enloquecido?” Prosiguen viaje hacia el Oeste, encuentran un guanaco que para su sorpresa les cuenta sobre el fracaso del Congreso que replicó los conflictos humanos y les lee avergonzado los diarios en los que se relatan las miserias humanas imitadas. Entretanto, el narrador va siendo convencido por Siul de que no es un perro, que todo fue estulticia temporaria suya, fruto de sus recurrentes estados alterados de conciencia.

En Los Andes deciden ir en busca de la tumba de un héroe simbólico acompañados por un estanciero que había sido un “orador llano, guiador de pueblos”, un hábil político que se había retirado al campo desilusionado, porque “odiaba las tiranías, tanto de personas como de clases”. Solía decir que “donde hay derechos también hay deberes”, y aunque soñaba con la igualdad, la veía imposible, “una utopía, un deseo loable y nada más”. En él, Jauch despliega el evangelio del criollismo nacionalista en clave crítica. Pero lo hace cambiando de estilo. Si en el viaje astral emulaba al Dante, al dar voz a los gauchos empieza de golpe a imitar el estilo criollo en típicas descripciones camperas. “He cambiado de tono y hasta de acento solamente al pensar en mi pingo y en la estancia donde me he criado” -confiesa. En su discurso abundan los pelajes, incluido el “overo rosado”, el voceo, el asigún y el entuavía, y términos específicos de la labor rural así como figuras clásicas de la gauchesca, como el rastreador sarmientino. Hay hasta un gaucho bibliófilo y erudito. Finalmente escalan la cordillera y al coronar la cumbre, Almargentina canta, extático, el Himno. Y, como de costumbre, se desmaya. Es despertado, pero esta vez, por Furia, su amanuense parisino, que le ofrece terminar el libro que estamos leyendo mientras el otro va a manguearle guita a un ricachón argentino.

El nuevo cambio de registro es radical: ahora aparecen automóviles y aviones. Con Siul montan un trimotor en busca de un submarino en el cual Almargentina había vuelto al país. En el vuelo se duerme y sueña con una invasión de una escuadra de dirigibles artillados que portan banderas rojas con la hoz y el martillo, “símbolos altamente significativos y nobles, si fueran verídicos, pues representarían el trabajo y por consiguiente la paz y no desorden, anarquía, revolución y guerra”. “En nuestro cielo no debe haber espacio para esa clase de bandera. Viva el celeste y blanco”, les espeta. Despierta, llegan al submarino -“cetáceo de acero”- fondeado frente a La Plata, donde hay una revuelta en ciernes provocada por un libelo insurgente: el Proyecto del Universo Mundo. Mientras recorren la costa bonaerense rumbo a Mar del Plata debaten acalorados esa rara utopía autoritaria de obreros, soldados y agricultores centrada en el Ejército Universal del Trabajo. La bandera es naturalmente celeste y blanca, las lenguas son el volapuk, el latín y el esperanto y las condenas son a trabajo perpetuo; quedan abolidas las sucesiones, el patrón oro y la pena de muerte, y la moneda emitida por un solo Banco es única y renovable cada año. El jefe de Gobierno es electivo anualmente por sufragio universal, una raza por turno, e incluye mujeres. Pero su poder es solo nominal. Se intercambian bienes entre países de acuerdo a las necesidades, los préstamos son a cargo de una Confederación de Pueblos, hay impuestos progresivos a la renta y el capital y el boicot y el agio son penados. El arbitraje entre naciones es obligatorio, y si “en lo futuro se inventara un instrumento para llegar a Marte o a Venus y se descubriera que allí existen hombres y por ende antagonismos, ellos también serán sometidos a arbitraje”.

En medio de la discusión el submarino choca contra una mina y vuela en pedazos. Siul y Almargentina logran nadar a la costa y retoman la marcha rumbo al Congreso de Animales, rodeados de millares de especímenes de fauna nativa. Mientras, siguen conversando sobre la revolución, no sin criticar a quienes “creen que los hombres puedan preferir las teorías al bienestar”. Son el Simurg.