A Hugo Toscadaray

¿Se acuerdan de aquella anécdota que tiene como protagonista al adolescente Lucio V. Mansilla tirado en un catre, una tarde de otoño en una estancia de Ramallo leyendo un viejo tomo de Rousseau, y Lucio lee, lee, lee y pasa páginas y más páginas, hasta que el sol se apaga y cuando enciende la lámpara se encuentra con los ojos de su padre que lo observa apoyado desde el marco de la puerta? ¿Se acuerdan que al descubrir el título de aquel libro, don Norberto le advierte a su hijo con amorosa autoridad: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas, no lee el Contrato social si se ha de quedar en este país, o se va de él si quiere leerlo con provecho”? ¿Se acuerdan de que esa escena la retomó David Viñas para esbozar la idea de un “circuito de lecturas secretas” producto de cada momento político y social que atravesamos?

Si en lugar de imaginar la lista de los libros que formarían parte de nuestras lecturas durante esta infernal temporada libertaria, nos ponemos a pensar en que son precisamente los procesos políticos y los escenarios sociales los que atraen, llaman, y convocan a la lectura de ciertos libros, lograríamos formular un pensamiento más saludable que hacer un mero inventario de intrigas. Y no es poca cosa: hay que evitar que los truhanes que nos gobiernan nos enfermen el cuerpo, el alma y nuestra capacidad de leer.

Seguramente algún académico europeo ya habló de todo esto, digo, de los procesos políticos en espejo con las lecturas solapadas, pero de lo que estoy seguro es que ese académico nunca leyó a Rafael Bernal.

–Al grano, compañero –protestó uno de nosotros ubicado en el extremo más lejano de la mesa donde el Anfitrión acababa de dejar una olla humeante de polenta.

La cosa es así: acababa de terminar de leer esa gran novela titulada Tinta china donde Etchenike se entrevera con Hugo Pratt, Moebius, y desanda historias de Oski y de Oesterheld en plena dictadura, decía, yo había terminado de leer la última de Sasturain (“¡Qué buenos diálogos!”, comenta Carlos Sampayo, “¡Qué bien escritas las escenas de tiros!”, le retruco), y me encontraba en la búsqueda de algo fuerte con qué continuar cuando me crucé con la editora Liliana Ballaré, que tiene una hermosa librería en Villa Crespo dedicada al género negro (“La escena del crimen”, se llama) y me nombró a Rafael Bernal.

–Lo que sorprende es que tengamos oídos para oírte, cuando tenemos piernas para escapar –dijo irónico otro de los nuestros sin animarse a atribuírselo a Aristóteles.

A su tiempo maduran las uvas. Acá viene la otra parte del cuento. Suelen decir los coleccionistas de libros que las crisis económicas son propicias para sus aficiones. Cuando no hay dinero los libros de valor se caen de las estanterías y terminan sobre mantas en ferias de parques y plazas. Triste y real. También suelen decir, que en tiempos de crisis hay que esperar a que las librerías de viejo se muden, porque cuando no hay dinero los que más rápido pierden son los que alquilan. Entonces esas librerías cambian de local y al cambiar salen a la luz libros raros que durante años estuvieron guardados en polvorientos depósitos. Sí, con las crisis siempre hay quienes se favorecen, pero nunca seremos nosotros, los eternos lectores inquilinos. Bien. Visitando una de esas librerías recién mudadas en el barrio de Chacarita, me encontré finalmente con un libro de Rafael Bernal, mexicano desde 1915 hasta que murió en Berna (Suiza) en 1972. Conseguir libros usados de Bernal en Buenos Aires no es cosa de todos los días y mucho menos toparse con la primera edición de 1969 de su mejor novela: el incómodo, polémico, tantas veces cuestionado El complot mongol.

Bernal escribió mucho y siempre dio en el clavo. Dicen que fue el primero en hablar con autoridad sobre México y su relación con el Pacífico. Dicen también que fue un pionero de la ciencia ficción mexicana con su novela Su nombre era muerte (1947) donde narra la historia de un hombre que en la selva chiapaneca logra imitar con su flauta el sonido de los mosquitos a tal punto que llega a comunicarse con ellos, y así descubre que los bichos tiene un Estado totalitario. ¿Qué tal? Y, por si fuera poco, Bernal es considerado el primero en escribir una novela policial a la manera negra, es decir, una novela de humor corrosivo, de crítica política y denunciadora del paisaje social. En El complot mongol Bernal llevó el jarrón veneciano de Hammett a las calles mexicanas, y puso a su personaje, Filiberto García (“un hacedor de muertos”, obsesivo del buen vestir y con una pistola 45 en el sobaco), a buscar a chinos comunistas que quieren matar al presidente de EEUU durante su visita a México. Filiberto se cruza con espías de la CIA, de la KGB, fumaderos de opio, traficantes de drogas duras y un par de militares golpistas. García maldice contra todos (“¡Pinche vida, pinche leyes, pinches yanquis, pinche gobierno!”) en monólogos inolvidables. Claro que ese matador tiene una debilidad: una hermosa china. Toda la trama atentará para que su deseo de acostarse con ella no se cumpla.

La leí hasta que el sol se apagó, y cuando terminé, me comuniqué con el narrador mexicano Imanol Caneyada, uno de los que más sabe del Bernal policial. Su respuesta fue inmediata y aclaratoria: “Esa novela vio la luz un año después de la matanza de estudiantes del 2 de octubre en Tlatelolco. El régimen priista de Díaz Ordaz fue brutal y autoritario y, como bien lo plantea Bernal, el PRI Gobierno había traicionado absolutamente todos los principios de la Revolución. Ante el descontento social y político de la juventud sesentera, la respuesta fue la represión y el autoritarismo. En ese momento, creo yo, había dos tipos de escritores en México en términos políticos, el militante de la izquierda más combativa, encarnado en un José Revueltas (preso por su papel en el movimiento del 68), y el intelectual orgánico, tipo Carlos Fuentes y Octavio Paz. ¿Cómo encajaba Bernal en este panorama? Desde el punto de vista ideológico, él era un trasnochado del conservadurismo, ultracatólico, oligarca y porfirista que, en teoría, había sido enterrado por la Revolución. Y este es, creo yo, uno de los motivos por los que esa novela no fue leída en ese momento por la izquierda desde una perspectiva política, a pesar de que retrata con cinismo, humor y profundo conocimiento la descomposición del poder en México, la corrupción como gran motor y la abyección como el único valor social”. Contundente. Más tarde me explicó que Bernal les abrió los ojos al resto de los escritores policiales que eran incapaces de entender la carga social y política de un género que “había dejado atrás el enigma de salón para salir a las calles y asomarse a las cloacas del sistema”. 

El complot mongol quedó en el olvido hasta que años después fue argumento de dos películas y recientemente de una historieta. “A partir de finales de los 70, con el surgimiento de escritores como Paco Ignacio Taibo II, Rafael Ramírez Heredia o Ana María Maqueo, que iban a cultivar el género negro-policiaco sin complejos ni reservas, comenzó un camino de reivindicación de esa novela y de reconocimiento de su paternidad. En esos años empieza a aceptarse lo que hoy nadie en México se atrevería a dudar: su calidad de obra fundacional del género. Todos los que escribimos negro en este país sabemos que somos sus hijos”.

–Y entonces, ¿ahora qué hacemos? ¿Nos quedamos o nos vamos a leer afuera? –tiró el más petiso de todos nosotros.

 

–Cada cual resuelve como puede su mandato paterno.