Una de las preguntas más frecuentes de turistas argentinos dentro de su país es ¿y dónde están los indios? Hay quienes se aventuran a viajar esperando ver tolderías hechas con cueros de guanacos y gente correteando semidesnuda por los cerros, como si se tratara de una expedición de avistamiento. Pero al llegar, se encuentran con una casita como las que se pueden ver en cualquier lado, de material o de madera, según sea en la llanura o la montaña, con techo plano o a dos aguas.
Ante esa pregunta siempre hay alguien que contesta: Aquí señor, enfrente de usted hay uno.
La imagen que tenía en mente el visitante se desvanece como la nieve con la lluvia. La segunda sorpresa es que se encuentran con una persona que dice ser un “indio” y que puede responder a todo lo que se les pregunte, de una forma pausada quizás.
En una oportunidad, uno de los integrantes de un tour se asombró de cómo los hermanos de la Puna tienen incorporada la música desde pequeños. Con toda naturalidad volvió a la ciudad diciendo con entusiasmo, “vos lo veías y no dabas ni dos pesos por el negrito, pero no sabes cómo tocaba la flauta”, refiriéndose a la quena ejecutada por el talentoso jovencito en una peña de Jujuy. Para el turista, el no valer nada tenía que ver con el aspecto, con los rasgos indígenas, y ese chico según él no aparentaba ser inteligente.
Otras veces, tienen la idea de lo que les vendieron en las películas respecto de cómo lucen los indígenas y sin ningún reparo preguntan barbaridades. Como aquel criollo que recién llegado al sur y a la primera oportunidad de poder hablar con alguien, sacó su teléfono celular y mostrando una foto de un personaje de Disney, sin decir ni hola preguntó ¿hay de estas acá? En su pantalla del celular, Pocahontas estaba en una canoa. Luego de un silencio largo por el asombro, una mujer pudo contestar que ¡claro! Mujeres va a encontrar en cualquier casita de estas, no exactamente así. Pero no era a eso a lo que se refería el hombre. Su decepción fue encontrar mujeres que no eran como el dibujito animado, sino que eran de carne y hueso, rellenitas de comer tortas fritas y de brazos fuertes, entre otras cosas porque desde la adolescencia tienen que aprender a defenderse de tipos como ese.
Una anciana llamada Margarita Quintupil decía, “esperan venir y vernos con plumas en la cabeza, eso es todo lo que esperan ver. No les interesa conocer nuestras costumbres, ni cómo hablamos con la mapu ¿qué les va a importar mi conversa con antu chao, el padre sol? Vienen apurados y como no estamos con plumas se van enseguida”. Quintupil falleció renegando de esas visitas y en sus últimos años de vida, los dejaba a los visitantes llamándola desde la tranquera.
A otros les convino instalar por años la idea de que ser indígena era sinónimo de pobreza, indigencia e ignorancia. Doña Wentukidel estaba harta de los turistas que pasaban por su campo solo para deshacerse de los juguetes que ya no usaban sus hijos, y se los dejaban a ella sin preguntarle si los necesitaba o si los quería. Era obvio que una mujer de más de ochenta años no necesitaba juguetes. Lo que quería era que le pregunten cosas sobre su historia, quería mostrarles el lugar donde hacía su ceremonia en agradecimiento a la naturaleza, a la madre tierra que era un pequeño lugarcito cerca de la vertiente. Nada de eso les importaba, los visitantes querían ver algo exótico y no lo encontraban, porque ella estaba vestida como las abuelas, con pollera de tela, delantal, saco de lana y pañuelo en la cabeza.
En una oportunidad una turista le dijo ¡pobrecita, me da lástima que usted sea tan pobre! La anciana le contestó con una sabiduría que quedó para el recuerdo, porque le retrucó diciéndole "¿pobre yo? La que anda con reloj y apurada porque tiene que ir a comprar cosas para cocinar es usted. Yo tengo todo acá, mi quinta, mis gallinas y nadie me apura”.
La cara de sorpresa de la turista fue alevosa, y hasta se sintió un poco ofendida porque dijo un “chau” seco y se fue, seguida por los perros de Wentukidel que la acompañaron hasta la entrada del campito.
Por largo tiempo se habló de que los indígenas son parte de un pasado remoto y de que “ya no quedan indios” olvidándose por completo de la existencia actual o haciéndose los sonsos para justificar el robo de tierras. No es raro seguir escuchando en estos tiempos que alguien hable de las Primeras Naciones en tiempo pasado. Pero las comunidades están y no concentradas en un solo lugar, aunque pareciera que es muy obvio decirlo. Están dispersos en el campo y en las ciudades, adaptadas pero sin perder su identidad. Producto del desconocimiento y el poco interés es que muchos argentinos crecieron sin conocer a los habitantes de su propio país o el mismo territorio, que desde la Capital parecen demasiado lejanas y desoladas.
En todos los rincones los coloridos aguayos, los laboreos de las tejedoras, son el testimonio vivo de lo que significa la palabra Pachamama, madre tierra o ñuke mapu en el idioma mapuche. Es el lugar habitado donde persiste la memoria.
Cuando se le da tan poco lugar a la sabiduría de los pueblos, sorprende cuando alguien venido de esas tierras lejanas hace algo maravilloso con total naturalidad. Como lo que le ocurrió a Federico Quispe, un niño de ocho años que, en 2013 recitó el poema No te rías de un Coya en Tecnópolis. Enseguida se viralizó ese momento tan peculiar en que muchos por primera vez escucharon una lección de historia y cultura a la vez. La cadencia con la que recitó y su acento norteño generó en el público una enorme conmoción.
El pequeño Quispe había sido acompañado por su madre y ante miles de personas le recitó a la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner el poema de Fortunato Ramos. Las lágrimas de emoción no se hicieron esperar. Ese día Quispe hizo honor a su apellido quechua, que significa “brillante” y no pasó desapercibido. El mismo autor del poema destaca hoy esa interpretación y sostiene que nadie lo pudo haber hecho mejor que ese niño que comenzó recitando “no te rías de un Coya, que bajó del cerro, que dejó sus cabras, sus ovejas tiernas, sus habales yertos”. El poema habla del poblador puneño, que sale a vender sus productos, subsiste en medio de un gran paisaje de cerros coloridos, generoso al visitante y que jamás pide nada. La voz de los que viven a más de mil metros de altura en la provincia de Jujuy y que conviven con el entorno natural.
¿Por qué el autor eligió ese título? Porque Fortunato Ramos se desempeñó muchos años como docente en parajes cercanos a Humahuaca, vio a muchos niños con sus sandalias de cuero de chivo confeccionadas por sus padres, cuidar de su rebaño y padecer el maltrato social, la burla constante. Su escritura también habla de su talento para contarnos su vida y la vida de su gente, del trabajo que hacen diariamente, tengan la edad que tengan, porque no se necesita ser un hombre o una mujer mayor para sacrificarse haciendo patria ahí arriba, donde el clima en invierno se complica con las heladas. Desde corta edad labran la tierra, la protegen porque es quien les da el alimento diario y a quien honran cada primero de agosto.
Quispe no solo se animó a venir hasta Buenos Aires, se paró frente a un numeroso público y la misma presidenta, y alzó su voz. Un representante de sus pagos que nos vino a contar de su paisaje y con solo verlo uno entendía del clima puneño porque parecía que el frío de las alturas, se había quedado a vivir en sus mejillas coloradas y partidas. Vestido con su sombrero de paño blanco, su ponchito marrón vicuña habló de la pachamama y del silencio, de las puertas abiertas a cualquiera que necesite el calor de un hogar dando todas las razones por las cuales un coya merece ser respetado. Fue necesario escribirlo en un poema, fue indispensable decirlo a viva voz.
Muchos lo vieron como un niño talentoso y nada más, pero fue más que eso. El pequeño jamás pasó por una clase de actuación ni de oratoria que le enseñara a romper la cuarta pared, su talento era nato. Trascendió porque su recitado fue también una denuncia pública, un reclamo a los argentinos que dicen amar a su patria, pero no tanto a sus habitantes.
Los que tuvieron que dejar su terruño debieron adaptarse a las costumbres citadinas, pero jamás se olvidaron de las costumbres ancestrales, como la de sentir el latido de la tierra y hacerlo música en sonidos de cajas, sikus y erkes. Donde se asientan es inevitable escuchar las melodías del altiplano. En sus danzas, sus cantos y su música alegre tienen pedacitos de cerros que van esparciendo, como generosa entrega de sabiduría antigua para que otros la abracen y la quieran como ellos.
Cuando comienza el mes de agosto, la Pachamama se viste de fiesta, es el momento de darle de comer en agradecimiento de todo lo que nos dio y como ella es generosa escucha nuestro pedido para que las cosas mejoren, para tener buena salud y se alejen los extractivistas que tanto daño le hacen a las futuras generaciones. Porque según nos enseñan los hermanos del norte, como Fortunato Ramos, “cuando te vuelvas tierra seguirás con hambre, seguirás con sed y necesitarás que te den de comer, que te den coquita, que te tiren vino porque tú… tú también eres Pachamama.