A Zoila se la nombra como se nombra un acontecimiento: “Zoila Casas Rodríguez fue la cubana que habló por primera vez ante un micrófono de radio”. Su vida pública es su boca frente a ese micrófono, no hay mucho más.
Dicen que nació en Camagüey y que en agosto de 1922 su voz se escuchó en la 2LC, la radio (10 watts y una banda de 360) que su papá y su hermano habían instalado en una de las habitaciones de su casa en el centro de La Habana. Esa noche, unos minutos antes de las nueve, Zoila leyó un informe meteorológico, dio la hora exacta, adelantó el nombre de las canciones que se iban a escuchar gracias al fonógrafo familiar y contó un cuento para que la audiencia infantil se fuera a dormir. El cuento que contó fue Pinocho.
La primera mujer locutora de Latinoamérica (otros nombres como el de Esther Perea de la Torre disputan primacía cuando la ausencia de datos es la única certeza) hizo historia esa noche de verano después de que una corneta de juguete y el sonido de unos toques metálicos creados para la ocasión dieran por inaugurada la señal. Si a la mañana siguiente nació un escándalo en la calle porque una mujer se había metido en el mundo laboral de los hombres (no había mujeres locutoras) es una noticia que flota en el agua de los rumores y los designios que cuidan las leyendas.
¿Cuántas personas escucharon la voz de Zoila? ¿Cuántas noches estuvo frente al micrófono? No mucho más se cuenta sobre la estrella fugaz, apenas unas escenas perdidas con su hermana María Luisa y con Luis, su padre (Camagüey 1882 - La Habana 1950), pionero radiofónico, luthier, flautista, compositor y director de orquesta del quien sí se escribió biografía. La historia de Zoila es el sueño de una noche de verano que enlaza las ondas electromagnéticas con la puerta de un convento que se abre para cerrarse rápido. Zoila se queda detrás de la puerta.
La voz del hito radiofónico abandonó el micrófono, le cedió el protagónico a su hermana María Luisa y se convirtió en monja. Si poco se sabe sobre la locutora fugitiva mucho menos sobre la monja. Una ráfaga de identikit sopla detalles perdidos que protegen a la desconocida para que la efeméride la recupere el día que le toca, lo demás: vacilaciones. Una vida contada en pocos renglones cede sin límites para que la memoria adherida a los hechos intuitivos cree en elegante modalidad indirecta y a su antojo, con música de la isla y sin intervalos, aquella función inaugural en la que Zoila fue su propia voz y también la del hada azul de Collodi.