Dicen que no es lo mismo hacerse notar que ser recordado. La diferencia es sutil, pero decisiva: lo primero puede ser un gesto estridente, fugaz, incluso banal; lo segundo se mide en huellas, en valores y en aportes que sobreviven al tiempo. Giorgio Armani entendió esa frontera mejor que nadie. Murió a los 91 años el diseñador que nunca necesitó gritar para imponerse, que eligió la sobriedad como bandera y la independencia como religión. Creador de un imperio que llevó su apellido a los cinco continentes, fue hasta el último minuto guardián celoso de su estilo y de su firma, porque para él la moda no era espectáculo, sino una forma de carácter: discreta, elegante y, sobre todo, inolvidable.

El anuncio tomó por sorpresa este jueves, cuando la compañía Giorgio Armani S.p.A. confirmó la muerte de su creador “rodeado por sus seres queridos”. “Con una tristeza infinita, el Grupo Armani anuncia el deceso de su fundador y motor infatigable, Giorgio Armani”, expresó la firma en un comunicado.

El funeral se celebrará en la intimidad, aunque quienes lo deseen podrán despedirlo en una capilla ardiente que abrirá el sábado y el domingo en Milán. “Il Signor Armani” —como lo llamaban con respeto sus empleados y colaboradores— falleció en paz, tras una vida de trabajo incansable. “Dedicado hasta el final a la empresa, a las colecciones y a los numerosos proyectos en curso y futuros”, subrayó la compañía.

El diseñador había cancelado a comienzos de año su desfile masculino en Milán por razones de salud y también se ausentó, por recomendación médica, de la presentación de Armani Privé en París. Señales discretas de un retiro que nunca llegó: Armani trabajó hasta los últimos días de su vida.

Por eso “motor infatigable” no es una formulación al azar. Su compromiso con la moda lo convirtió en uno de los hombres más respetados de la industria: trascendió mercados, abrió negocios en medio mundo, fue pionero en la alianza entre marcas de diseño y estrellas de Hollywood, e impuso un modelo que se volvió escuela. Los críticos fueron duros con su consistencia y convencionalidad, pero Armani se mantuvo fiel a una misión singular: hacer ropa hermosa para cada uno de sus clientes. Desde esa sobriedad inquebrantable, y en la cima de la pirámide de la moda italiana, finalmente, se puede decir que obtuvo la última palabra.

De Piacenza al mundo: los primeros pasos de Giorgio Armani

Giorgio Armani vino al mundo el 11 de julio de 1934 en Piacenza, una ciudad provinciana a una hora de Milán, que entonces parecía lejos de todo. Era el segundo de tres hijos en un hogar humilde, donde Ugo, el padre, trabajaba como gerente de envíos, y Maria Raimondi, la madre, sostenía la casa con ingenio. El apellido ya tenía un guiño con el escenario: su abuelo Lodovico confeccionaba pelucas para la compañía de teatro local, y ese telar capilar fue, sin saberlo, la primera trama que acercó a Giorgio al diseño.

Décadas después, el “Padrino” de la moda italiana recordaría aquella infancia con una mezcla de dureza y ternura. “Mi padre era alguien para quien bastaba con muy poco para verse elegante”, dijo a la revista Time, como si la austeridad se hubiera convertido en la primera lección de estilo. En un libro publicado por Rizzoli en 2015 evocó imágenes que parecían estampas de época: “Hay fotos de mi madre y yo en la playa. Usaba un traje de baño de lana negra con botones blancos que me encantaba. Todavía puedo oler el aceite de nuez que nos untaba en la piel para evitar que nos quemáramos con el sol”.

Pero la Segunda Guerra Mundial interrumpió esa postal. Con apenas cinco años, Giorgio fue evacuado junto a sus hermanos, Sergio y Rosanna, mientras Ugo se quedaba en Piacenza enrolado en el Partido Fascista de Mussolini. En esos años, el futuro diseñador conoció de cerca la fragilidad: resultó gravemente herido en una explosión provocada por unos chicos que jugaban con la pólvora de un proyectil hallado en un cuartel abandonado. Pasó más de veinte días hospitalizado, sin saber si volvería a recuperar la vista.

El médico que no fue y el cirujano de la elegancia

Armani no nació pensando en la moda. Durante un tiempo creyó que su destino era la Medicina, y llegó a inscribirse en la Universidad de Milán. El joven de Piacenza soñaba con un guardapolvo blanco y una carrera que le permitiera diagnosticar cuerpos. Pero el anfiteatro de Anatomía le resultó insoportable, y finalmente sería médico de órganos, pero el bisturí quedó, de algún modo, reemplazado por la tijera.

El servicio militar lo llevó durante dos años a trabajar en un hospital de Verona. Esa experiencia lo reafirmó en su desencanto: a su regreso abandonó definitivamente los estudios, demasiado arduos, y buscó otro camino. En 1954 consiguió un empleo en los escaparates de La Rinascente, los grandes almacenes de Milán —al estilo Barneys New York o Macy's— que eran un laboratorio del consumo moderno. Allí, entre vitrinas y maniquíes, Armani descubrió que tenía otra forma de leer el cuerpo humano.

Pronto ascendió al departamento de moda y estilo, donde pasó siete años hasta mediados de los sesenta. Entonces apareció Nino Cerruti, que lo contrató como estilista para una nueva línea. El empresario recordaría más tarde que Armani tenía un sentido innato para la moda: la precisión de un médico, pero aplicada al tejido y al corte.

Ese fracaso universitario fue, en rigor, el comienzo de su estilo. El médico que nunca fue terminó siendo, para la moda, un cirujano de precisión: alguien capaz de operar la elegancia sin derramar una gota de exceso.

"De todos modos, habría destacado entre la multitud. Hombres como Armani son tan excepcionales que, cuando surge uno, hasta los ciegos lo notan", aseguró Cerruti a la revista Time.

El salto al mito: del textil a Hollywood

En 1990, en un documental dirigido por Martin Scorsese titulado Made in Milan, Armani recordó sus primeros años como aprendiz. “Trabajé en una fábrica textil para poder aprender de verdad sobre telas”, contó.

En unas vacaciones en Forte dei Marmi, en 1966, conoció a Sergio Galeotti, joven arquitecto que se convertiría en su compañero de negocios y para toda la vida. Fue él quien lo animó a independizarse: en 1970 Armani empezó a trabajar como diseñador freelance para casas locales como Ermenegildo Zegna, y en pocos años ya se reconocía su nombre en el ambiente. En 1975, con apenas 10.000 dólares ahorrados, Armani y Galeotti fundaron la empresa que llevaría su apellido y, con el tiempo, se transformaría en un imperio.

“Amor es un término demasiado reductivo”, confesó en 2000 a Vanity Fair. “Fue una gran complicidad con la vida y el resto del mundo. Naturalmente, Sergio no tenía experiencia en negocios y, naturalmente, detrás de Sergio estaba yo. Pero a los ojos del mundo —incluso para él— impulsamos la idea de que Sergio era el gran hombre detrás de todo en este negocio. Y yo, el creador”.

Inspirado en los años 30 y 40, Armani se atrevió a desarmar el traje masculino: sacó los forros rígidos, suavizó las líneas y propuso chaquetas de telas livianas, que algunos juzgaron arrugadas o superficiales frente a los modelos corporativos de los 70.

Hollywood, American Gigolo y la alfombra roja

El nombre Armani se convirtió en sinónimo de estilo. Y con Hollywood como escaparate —Gigolo Americano fue el caso testigo—, su mito quedó sellado para siempre. Fred Pressman, presidente pionero de Barneys New York, quedó tan impresionado con sus diseños que lo introdujo en Estados Unidos con un pedido inicial de 90.000 dólares que pronto se convirtió en contratos millonarios.

Pero fue el cineasta Paul Schrader el que se convirtió en cliente devoto y quien, en un giro inesperado, le pidió a Armani que vistiera a Richard Gere en la mencionada producción de 1980. Bastaron dos escenas para sellar la leyenda: Gere afinando una corbata con un desparpajo erótico y, después, pavoneándose frente a un armario lleno de trajes beige y camisas azules, con la etiqueta Giorgio Armani a la vista.

Desde entonces, su historia con Hollywood fue un matrimonio. Armani llegó a vestir a actores en más de 200 películas —de Uno de los nuestros a Los Infiltrados, de Scorsese, o El lobo de Wall Street y revolucionó la alfombra roja: antes de él, las estrellas improvisaban o dependían de vestuaristas; con Armani, la alfombra se convirtió en un escenario paralelo, donde la ropa contaba una historia.

Diane Keaton con chaqueta y falda larga en los Oscars de 1978, Michelle Pfeiffer, Sharon Stone, Julia Roberts o Cate Blanchett fueron solo algunas de las musas que llevaron su sello en las noches más fotografiadas del planeta. “En la industria cinematográfica, los jóvenes actores rechazaban la teatralidad de la antigua alfombra roja de Hollywood en favor de una nueva naturalidad, y me convertí en el diseñador de referencia para este enfoque innovador”, dijo Armani.

El imperio Armani y la disciplina de un "monje" del lujo

Para comienzos de siglo, Giorgio Armani ya era reconocido como el diseñador italiano más exitoso, con un imperio valorado en más de 12.000 millones de dólares. Había pasado de sus primeras alianzas con GFT en los años 80, a crear líneas como Borgonuovo 21, Emporio Armani y la juvenil A/X Armani Exchange, que conquistó el mercado estadounidense. Tras la muerte de Sergio Galeotti en 1985, Armani continuó expandiéndose con licencias, abriendo Armani Japón y sumando gafas, perfumes, accesorios y hoteles. La compañía, con el tiempo, se convirtió en un conglomerado que competía con gigantes como LVMH o Kering, el ex Grupo Gucci.

A finales de los 90 y principios de los 2000, el diseñador tomó el control total de la calidad y la distribución de sus productos, consolidando a Giorgio Armani, Emporio Armani y Armani Exchange como sus tres divisiones principales, luego se le sumaría Armani Privé, para citas exclusivas y la confección de muchos de los vestidos que se han visto en la alfombra roja de Hollywood. En 2019, con 1.200 millones de euros en reservas de efectivo, resistía como uno de los pocos diseñadores que no había entregado su marca a los conglomerados de lujo franceses.

Su dedicación fue absoluta y no reparó en gastos para disfrutar de los lujos de una vida que comenzó a disfrutar desde los 40 años. Entre sus propiedades estaban un palacio en Milán diseñado por Peter Marino, una casa en la isla de Pantelleria, un ático en Central Park West y una finca en Broni donde convivían cebras, alpacas, ciervos y perros rescatados. En 2024 inauguró un edificio de 12 plantas en Madison Avenue, con residencias diseñadas por él mismo: una de ellas, por supuesto, reservada para habitar.

Armani murió este jueves, a los 91 años, como lo había vivido: trabajando hasta el final, defendiendo con uñas y tijeras su independencia. El médico que nunca fue, pero fue el diseñador que "operó" la silueta de la modernidad. Así dejó un legado que no se mide solo en desfiles ni en cifras: su marca pasó a ser sinónimo universal de elegancia. Y, fiel a su propia máxima, más que hacerse notar, Giorgio Armani será recordado.

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