La biografía feminista de Mariana Balderrama empezó mucho antes de que ella pudiera nombrarla como tal. Nació en San Salvador de Jujuy, en una familia de mujeres que fueron madres solteras, trabajadoras y estudiantes. De ellas aprendió que sostener la vida en condiciones adversas es un acto político, por eso trae la frase de Rita Segato “el patriarcado nos quiere solas, pero nosotras nos salvamos entre nosotras”, una enseñanza temprana que fue su primera escuela feminista, aunque por entonces Mariana no lo supiera.
La maternidad apareció cuando todavía estaba estudiando. Tiene tres hijos y durante muchos años esa vivencia estuvo atravesada por celos y violencias que hacían difícil el estudio. “Recién después de separarme pude ingresar a la Universidad Nacional de Jujuy y empezar la carrera de Trabajo Social", cuenta.
Al mismo tiempo que cursaba materias, trabajaba y criaba. En las aulas, en las calles y en las marchas feministas descubría palabras que ponían nombre a lo que sentía: desigualdad, patriarcado, derechos. Encontraba cuerpos organizados que gritaban “que la vida de las mujeres y disidencias valen y que merecemos vivir libres”.
El año pasado, Mariana se enfrentó a una situación que no esperaba. Su hijo mayor —que hasta entonces había sido su única hija mujer— le dijo que era trans y que ya había elegido su nuevo nombre.
Aquel domingo se abrazaron, y Mariana sintió en su cuerpo la soledad y el silencio que habría vivido su hijo “para esconder lo que sentía y conformar a los demás”.
“No fue fácil. Confieso que pasé por un tiempo de duelo por esa hija que sentía que ‘perdía’”, revela. Recuerda que al escucharlo se llenó de preguntas: ¿Qué pasaría si no lo apoyaba? ¿Qué sería de su vida en soledad, enfrentado la hostilidad de esta sociedad? En su familia y entre sus amistades también aparecieron dudas, prejuicios, resistencias. Sin embargo, decidió acompañarlo.
“Entendí que el amor verdadero es estar cuando duele, cuando se desarma lo que creíamos fijo”. Y suma: “Hoy sé que no perdí una hija: gané un hijo. Y es un hijo que me inspira todos los días. Me enseña a romper estructuras, a interrogarme, a aprender. Es mi corazón, mi orgullo, y en él veo todo lo que tantas otras y otros no se atreven a ser”.
Nombrarnos en su nombre
Ese camino la llevó al Movimiento Ailén Chambi, un espacio que le abrió las puertas y la abrazó. El movimiento lleva el nombre de una militante trans jujeña que dedicó su vida a la lucha por los derechos de las personas que viven con VIH e ITS (Infecciones de Transmisión Sexual).
Dice Mariana: “Nombrarnos en su nombre es un acto político para transformar la memoria en organización, un espacio transfeminista por los derechos humanos. Militamos por una sociedad libre e igualitaria, para que las personas LGBT+ tengan vidas libres de violencia y discriminación”.
Así crearon el primer Protocolo en el ámbito educativo para que se respete la Ley de Identidad de Género y la Ley del Día de la Visibilidad Lésbica. Y día a día acompañan integral e interdisciplinariamente a niñeces, adolescencias Trans-No Binaries y a sus familias, para que ninguna niñez o adolescencia trans sienta que está sola frente al bullying, la violencia familiar o el rechazo escolar.
Abortar: una experiencia humana
En este contexto de avanzada antiderechos, en la provincia de Jujuy hay situaciones complejas respecto de la falta de acceso real a la IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo). “Sigue siendo una herida abierta. Porque la Ley 27.610 existe, pero en muchos lugares se niega o se obstaculiza el acceso con mentiras, con tratos indignos, con esperas que no deberían ocurrir. Hay una objeción de conciencia abusiva, hay maltrato en la atención y plazos que se vencen por dilación. Quienes más lo sufren son las que menos recursos tienen”. Mariana forma parte de Socorro Rosa Jujuy, una grupa en la que semana a semana se multiplican los acompañamientos.
Mariana recuerda que un día de julio de este año llegó a la grupa una mujer de 27 años, madre de varios hijos —uno de ellos con autismo—, atrapada en una relación de violencia y que dependía económicamente de su pareja. Había intentado acceder a la IVE en distintos centros de salud. Recorrió al menos cinco lugares sin recibir respuesta. “Llegó a nosotras desesperada, convencida de que ya no podría ejercer su derecho, porque estaba por cumplir el límite de semanas para la práctica y temía quedar excluida”, cuenta Mariana.
Sin embargo, la Ley 27.610 es clara: si un profesional objeta conciencia, la institución debe garantizar la práctica u orientar sobre dónde realizarla. “Pero el sistema de salud la expulsó con excusas burocráticas, revictimizándola una y otra vez”.
Cuando encontró a las socorristas a través de un grupo de Facebook, les contó que no quería tener otro hijo en una relación marcada por la violencia, que quería separarse, aunque no sabía cómo.
Desde Socorro Rosa la acompañaron para que pudiera acceder a la IVE, y articularon con otra institución para orientarla sobre cómo salir de la situación de violencia. “Ese día confirmé algo que ya intuía: el socorrismo no consiste únicamente en acompañar una práctica, sino en abrazar una vida en toda su complejidad. Frente a un Estado que muchas veces niega, nosotras estamos presentes. Con escucha amorosa, con cuidado colectivo, con respeto profundo y con la certeza de que cada decisión, cada elección y cada vida valen. Hoy, ella logró separarse y está cuidando de sus otros hijos, y yo sigo aprendiendo que acompañar es, también, aprender a confiar en la fuerza de cada persona”.
Por eso, cuando Mariana habla de lo que significa acompañar procesos de aborto, habla de una certeza y define el aborto como una experiencia humana. “Abortar es, ante todo, una experiencia humana”, dice. “Es cuerpo, es miedo, es alivio, es dolor, es amor propio. Y, muchas veces, es también cuidado colectivo. En cada historia aparece lo que para nosotras es el corazón del acompañamiento: la escucha amorosa y sin juicio”.
Redes que salvan vidas
Militar en una provincia conservadora como Jujuy, donde los discursos antiderechos, clericales y reaccionarios pesan, no es fácil. Mariana vive cada espacio de militancia con compromiso e intensidad. “Estas militancias feministas y transfeministas me ofrecen algo que es sostén y motor, que es comunidad, ternura política y fuerza compartida. No se trata solo de resistir, sino de crear mundos posibles”.
Pero las situaciones de violencia no cesan, se repiten, aumentan. Mariana quiso conocer el territorio y se acercó a la Red Comunitaria e Institucional contra la Violencia de Género en Alto Comedero, donde conversó con la psicóloga social Miriam Morales, para integrar la red. Y encontró una red atípica: “Funciona desde hace más de ocho años de manera horizontal, participan alrededor de 60 organizaciones estatales y comunitarias que articulan con referentes comunitarios y operadoras barriales. Esa trama sostiene. Porque en Alto Comedero las violencias se repiten y no solo dentro de una casa. Se multiplican en la precariedad, en la falta de oportunidades, en la pobreza estructural”.
Desde la red trabajan colectivamente para que esas violencias no se naturalicen. “Nos reunimos, compartimos casos, diseñamos estrategias. Ninguna institución alcanza sola, son las redes las que salvan vidas”.
Como estudiante de Trabajo Social, está en etapa de formular su tesis. En todos estos años de maternar y activar, aprendió que lo personal es político y que la militancia no es un tiempo aparte. “Es mi forma de habitar el mundo, de acompañar a mi hijo, de tejer redes con otras. La militancia no la camino sola, la sostengo con amigas, con docentes de la universidad pública, con compañeras y compañeros de la Red y del Movimiento Ailén Chambi. Como decía Lohana Berkins, nuestra venganza es ser felices”. En esa felicidad colectiva, Mariana encuentra la fuerza para seguir transformando el dolor en lucha y los vínculos en esperanza.
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