Hace poco más de treinta años, Martín Reyna marcó un camino y progresivamente configuró el territorio en el que hoy su obra se despliega.

Al hablar de territorio, lo hago en un sentido más amplio que el de la simplificación geográfica inmediata de esa palabra. Me refiero a un campo de experiencia, a un espacio visual que la pintura puede abrir y, también, a la evolución de un “paisaje”. A partir de esta noción extensa de territorio, trataremos de descubrir y acompañar el recorrido de esa fuerte personalidad del arte argentino que es Martín Reyna. La posición que eligió en el campo del arte nos permitirá comprender mejor la manera en la cual su pintura –a través del color, la forma y la luz– pudo evocar o producir un paisaje, pero también abstraerse para enfrentarse a la pintura misma. Liberada de todo imperativo mimético, descarga toda su potencia expresiva y entrega un color, una materia y una luz a la experiencia de lo sensible.

Lo que viene alimentando desde hace mucho tiempo el trabajo de este artista es una doble relación con la pintura: a través de la experiencia del color y del cuadro, y de una conformación histórica de la pintura latinoamericana y europea.

Martín Reyna nació en una tierra de un arte irrigado por la experiencia específica de América Latina en el campo estético. Viene de un país que posee una fuerte tradición pictórica con una tradición arcaica y modernista. La Argentina, junto a Uruguay, es la tierra del movimiento Madí y participa del espacio histórico de la modernidad iniciado por figuras como Torres García, pero al mismo se alimenta de una tradición simbólica gracias a la obra de Xul Solar. La Argentina también es la tierra del realismo mágico de Jorge de la Vega y del realismo social de Antonio Berni. La historia a veces trágica de este país lleva a la predominancia de una corriente crítica y expresionista en el arte de los años ochenta. La expresividad del trazo y la intensidad cromática vienen acompañadas de la vehemencia del relato y del sentido de la alegoría. En esos años, la salida de la dictadura, el traumatismo de la aventura trágica de las Malvinas, y también el compromiso de ciertos artistas menores del arte geométrico con los militares, generaron como consecuencia una marginación de la abstracción geométrica que alcanzó a algunos artistas importantes, como Raúl Lozza o Manuel Espinosa. Esto ocurrió en provecho de un arte crítico-social marcado, por ejemplo, por Luis Felipe Noé, Ernesto Deira y Rómulo Macció. Mientras tanto se ocultó la importancia de artistas como Alberto Greco o Alberto Heredia. Nueva imagen y Transvanguardia compartieron los espacios de exposición con los neoconceptualistas. Ellos eclipsaron en parte la abstracción geométrica como consecuencia del oprobio de una moral del cual únicamente fue responsable una minoría de artistas. La abstracción se vio afectada no solo en sus corrientes geométricas, sino también en otras dimensiones.

En este contesto emerge progresivamente la obra de Martín Reyna.

Si bien su obra está marcada por esos creadores, en ella opera muy rápido un primer desplazamiento (como también en el caso de Guillermo Kuitca). Martín Reyna va a despojar a la pintura de su carga barroca y grotesca, para guardar solamente fragmentos perdidos en un espacio ambiguo. Lo real aparece en un mundo onírico y fantasmal; esto último ocurre en el interior de una pintura que se ocupa de deshacer la imagen en lugar de construirla. La materia misma se deshace como si el mundo se disgregara. La opacidad del color local se verá sustituida por juegos de transparencia y arrepentimientos. Como en el trabajo de los sueños, su pintura practica la fragmentación y el desplazamiento. Se convierte en el espacio de la recurrencia y del deterioro. A medida que pasan los años, esto se irá acentuando: la figura tiende a perder su identidad. Es un poco como un “dibbouk” de lo real, en el que figuras arcaicas utilizadas se aproximan a las máscaras que funcionan como metonimias de una humanidad olvidada. Lo mismo pasa con los elementos que se refieren a nuestro medio ambiente, sea rural, urbano o vegetal. Desde entonces su pintura, la representación perturba y se corroe en modos plurales, pero conduciendo todo a una erosión de lo visible.

Se puede comprender el interés que Reyna tiene por la pintura del uruguayo Pedro Figari, en que las figuras parecen miniaturizadas por la inmensidad de una naturaleza que reduce el cuadro a una partitura, entre lo terroso del suelo y lo eterno del cielo. Si bien los elementos descriptivos parecen ser aspirados por lo pictórico y guardan una función mimética, son además las marcas y los dibujos de la pintura que en los gestos del pintor van mas allá de lo que parecen describir. También podemos recordar su admiración por Armando Reverón, en cuyos cuadros los personajes parecen perder consistencia y disolverse en la pintura. Es el reino de la transparencia, la mirada se orienta hacia una suerte de limbo diáfano y las figuras son tenues y fugaces… hasta extenuarse. Su pintura también es la de la luz: “luz negra de la pintura”, luz intensa del color, luz casi metafísica de lo ilimitado del paisaje. Es una luz que irriga, irradia o consume.

Evocábamos hace algunos años la dialéctica de la desaparición y de la reminiscencia en la obra de Martín Reyna. Es la lección que él extrajo del arte latinoamericano, un arte desconocido en Europa, pero esencial. Nutrido de artistas que –sin ignorar la experiencia occidental de la pintura– encuentran los recursos propios en la mirada que posan sobre lo real, integrando aquello que la distancia del tiempo y de la rememoración puede producir pictóricamente.

A partir de los años noventa, la obra de Reyna se nutre de un ir y venir entre Europa y Argentina. Podríamos decir, entre una tierra latinoamericana rica por su luz, sus sincretismos y su simbólica, y un humus occidental que se fue alimentando de una doble inmersión en el espacio europeo y americano.

Finalmente en Europa, Martín Reyna se abrió al mundo asiático, sobre todo después del impacto que tuvo sobre él el descubrimiento de la modernidad pictórica que se desarrolló con el diálogo entre Europa y Asia desde fines del siglo XIX hasta los años sesenta.

Martín Reyna escribe de un modo elíptico lo que resulta de esa confrontación y de esas “conservaciones” verdaderamente fundadoras. La enseñanza de la pintura, la necesidad de acarrear con el “museo de la pintura”, su historia y su presente, la sentimos cuando prestamos atención a lo que él escribe a propósito de esto último:

“Desde la extrema luz solar de Turner al paisaje como visión del alma humana en Friedrich, pasando por la lectura simbólica de la naturaleza de Philipp Otto Runge o el empecinamiento de Cézanne por mirar al Louvre a través de la naturaleza para luego volver a la naturaleza. O Monet indagando los prácticamente abstractos nenúfares, hasta Joan Mitchell descifrando el sentimiento de la naturaleza como si fuera una calígrafa abstracta, es muy larga la lista de los que penetraron la relación entre pintura y naturaleza […]”.

El desplazamiento a París se encuentra en el origen de esta mutación profunda. Los elementos salidos del taller de Buenos Aires persistirán, pero van a disociarse del conjunto trabajando uno y otro de estos elementos, árboles y casas, cabezas y palos. Reyna va a operar al mismo tiempo una simplificación de los elementos icónicos reenviándolos a una realidad tangible y va a diversificar su campo de investigación. Al visitar su atelier, el crítico Pierre Wat observó “la gran variedad de telas producidas”. Esto irá acompañado por una economía de trabajo a la medida de los lugares en los que interviene. 

* Crítico y curador francés. Fragmento del ensayo incluido en el libro recién publicado Paralelo 42º , de Martín Reyna,  editado por Estela Gismero.