Desde Barcelona

UNO Hace unos días, Rodríguez leyó en El Mundo que se cumplían cien años de la puesta en práctica del muy teórico Test de Rorschach. Veo-veo, ¿qué ves? Y lo que se ve en diez láminas son manchas que, se supone, pueden evocar automáticamente murciélagos o mariposas, dos payasos o un animal de cuatro patas, piel o alfombra, gato o perro o gorila, orugas o arañas, una mujer sin cabeza y dos mujeres con pechos prominentes, órganos sexuales o flores en flor, o un escudo de armas de esos que predican el hacer la guerra y no el amor. Y que significan tantas cosas a interpretar como por ejemplo –y como aseguraban en los inicios del tarjeteo– tendencias homosexuales latentes o la semilla de psicosis lista para brotar. El test en cuestión –que hoy por hoy es considerado una de las formas más graciosas de la pseudociencia; pero que se utilizó en los interrogatorios de los juicios de Nüremberg y sigue siendo consultado en países como Argentina y USA y Japón a la hora del interrogatorio del criminal interesante o el casting en agencias matrimoniales– fue diseñado, a partir de un popular juego de salón decimonónico, por un tal Hermann Rorschach. Suizo con aire de galán de Hollywood, apodado Klecks (Mancha) por sus amigos, buen dibujante y con una infancia de esas que te dan ganas de crecer lo más rápido que se pueda. En algún momento Rorschach se fue a Alemania, frecuentó a Jung, y murió a los 37 años, en 1922, consecuencia de una peritonitis. En los lisérgicos años ‘60s el test se volvió aún más popular como variante del Tarot o del I Ching o del rúnico y tolkienístico Silmarillion (listo para convertirse no en una ni dos ni tres sino en cinco películas) a consultar masticando cebollas de vidrio entre nieblas púrpuras a las puertas del amanecer a finales de la Era de Acuario...

DOS ...y a principios de la Era de Cáncer, en los cocaínicos 70s. Época de la que se ocupa y ocupa Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons. Allí, con línea clara y prolija –en USA, pero con su historia alterada con modales de Philip K. Dick– la constante e inminente amenaza del fin del mundo y el turbulento y borroso crepúsculo de los proscritos súper-héroes. Y entre ellos –el favorito de Rodríguez junto al mutante Dr. Manhattan– el psicópata paranoide y creyente en el ultra-objetivismo Walter Joseph Kovacs. Mejor conocido como Rorschach: máscara blanca e impermeable de varias capas con líquido entre una y otra (considerada por Kovacs como “mi verdadero rostro”) y produciendo el efecto del ya mencionado test de acuerdo a sus emociones más que complejas de dilucidar. La infancia de Kovacs –ya explorada en Before Watchmen– también fue algo digno de Dickens: padres monstruosos, orfanato (donde destacó en literatura y religión y luchas de diversos estilos y corte y confección), y posterior descubrimiento de su destino como ultraviolento vigilante y suerte de cronista, con diario en mano, de las idas y vueltas de sus colegas y voz en off de una época llena de manchas. Rorschach, por propio pedido, acaba siendo casi piadosamente atomizado por el Dr. Manhattan en la Antártida pero –acaba de enterarse Rodríguez– Rorschach & Co. vuelven en una nueva comic entregas (doce entregas; apenas ha salido a la venta la primera de ellas) titulada Doomsday Clock. Y allí la comprensible fatiga existencial de los Watchmen se funde con el más que sospechoso eterno entusiasmo de Superman & Wonder Woman & Batman quien, de acuerdo, empieza a cansarse de todo el asunto. (Y a Rodríguez siempre le ha fascinado la facilidad con la que personalidades tan volátiles y voladoras como la de los paladines se alían sin problemas; mientras que los políticos no se juntan ni que los peguen.) El presidente de estos alternativos Estados Unidos donde todos se mezclan –no está de más mencionarlo– ya no es Richard Nixon sino Robert Redford.

TRES Y, ah, Rodríguez fantasea con una España en la que el presidente fuese... ¿Javier Bardem? Alguien que –como el actor que se ha especializado en psychos de diverso carácter– meta miedo y los tenga a todos en orden. A los de aquí y los de allá. En esa dimensión paralela, Rodríguez sería justo y justiciero. Y su nombre de vengador nocturno sería algo así como Rodríguex, piensa: poco cambio y más o menos igual desencanto. O, tal vez, llevar las cosas bien lejos y convertirse en El Caganer: alguien que se caga en todo y en todos. Aunque aquí y ahora –con ya saben quién como jefe de gobierno y ya saben quiénes como revolucionarios– a Rodríguez no le queda otra que aplicarse, para sobrevivir o al menos aguantar, una suerte de contra Test de Rorschach al que mira fijo intentando en vano comprender y dilucidar. El camino inverso: traducir su claridad abstrusa a manchas más luminosas. Así, Felipe VI dando su discurso navideño como si se tratara de uno de esos juegos en familia no con mímica pero sí a oír entre líneas leves y frases hechas sin hacer evidentes nombres impronunciables (un escudo de armas que no pinchan ni cortan); Rajoy practicando marcha rápida mientras todo se derrumba lentamente a su alrededor y, acaso ralentizado por Apple, despidiendo su último discurso del año con un “Les deseo lo mejor para 2016” (un conejo Duracell con dos zanahorias clavadas en los ojos); Oriol Junqueras (un fraile rezando de rodillas a un Dios que lo ha abandonado pero que tal vez lo rescate a último momento); Artur Mas (un cardenal intrigante y que siempre cae parado muy parecido al Richelieu de las novelas mosqueteriles de Alexandre Dumas); Inés Arrimadas tosiendo (una escalera que no se sabe a dónde conduce o en qué y quienes se apoya); Marta Rovira sollozando con esa cadencia de maestra pasivo-agresiva de jardín de infantes enseñando a los niños que España es plana y Catalunya es redonda y que todo gira a su alrededor (un poste con altavoz del que brota un sonido insoportable); Miquel Iceta bailoteando (un trompo al borde de un acantilado), Xavier García Albiol (una pelota de basket desinflada); Ada Colau (una espacio vacío aunque no transparente); Carles Puigdemont con su ridícula bufanda amarilla paseando por los bosques de Bruselas y proclamando cosas rarísimas (Carles Puigdemont con su ridícula bufanda amarilla paseando por los bosques de Bruselas y proclamando cosas rarísimas). Y, en ese paisaje (en el que ahora se propone a una nueva y sitiada autonomía, Tabarnia, compuesta por Barcelona y Tarragona y no separatista; su forma le recuerda a Rodríguez a la silueta de un objeto volador con el que identificarse), los unos y los otros se perciben como unionistas-franquistas-nacionalistas o nacionalistas-populistas-secesionistas. Así las cosas. Y Rodríguez entrecierra sus ojos y prefiere entenderlos como a manchas más o menos venenosas de esas que no salen con ninguno de esos detergentes de envases aerodinámicos y colores flúo y nombre/marca como de personajes de la DC o de la Marvel.

CUATRO Pero es apenas por un rato que consigue ese efecto de manchar y oscurecer. Enseguida, lo que lo rodea y acorrala recupera sombría claridad y los trazos sueltos vuelven a ser reconocibles rasgos. Todos ahí, en una región no con doble personalidad pero sí segmentada al fifty-fifty más o menos. Y en donde, entre manchones, algunos ven la mayoría parlamentaria y otros ven la mayoría de votantes. En una Barcelona más Ciudad Gótica que Metrópolis, Rodríguez los contempla, cuadrito tras cuadrito, como en un esperpéntico folletín gráfico, en este 2018 recién abierto, donde nada hace pensar en que todo esto no (continuará...) y (continuará...) y (continuará...) y (continuará...) y (continuará...) y...