El negocio lo trajo Gunther. Es fácil, dijo, chinos, como si ese dato bastara para relevar riesgos y complicaciones. A Gunther le gustaba sobrar un poco la situación, pero con nosotros nunca se ponía demasiado arrogante. Todo lo contrario: nos hablaba pausado y bajito, exagerando a veces, como si fuéramos chicos tontos y asustadizos. Pedro y Verdún eran unos idiotas, no valían el menor esfuerzo. Charito estaba enamorada de Gunther y por él hubiera hecho cualquier cosa. Eso significaba que sus explicaciones estaban dirigidas únicamente a mí, el arisco, el rebelde. Por eso me miró de reojo, suspiró como de cansancio y siguió:

–Los tipos compran mercadería de afano. Al contado rabioso. Hacen una vaquita y garpan. La guita la junta el chino del supermercado de la avenida. Supongo que es el jefe o algo así. Todos los viernes van y le llevan la plata.

–¿El dato es posta? –le pregunté, y enseguida me di cuenta de que mi tono de voz había sido mucho más alto que el de él.

–Mi hermano reventaba camiones para ellos.

Gunther empezó a palparse la ropa, nervioso. Pedro interpretó la señal y le dio un cigarrillo. Lo sacó de un atado arrugado que tenía en el bolsillo de la camisa. Gunther instaló el silencio como quien clava una bandera. Era su manera de reclamar el patrimonio del dolor. Se llevó el faso a la boca, lo prendió con un encendedor que estaba sobre la mesa; aspiró el humo, cerró los ojos. Fueron diez, veinte segundos en blanco, deliberadamente en blanco, para que el fantasma de su hermano muerto por la cana nos llenara de culpa. Ninguno de nosotros había perdido a nadie y él sí. Eso, de alguna manera, lo hacía mejor, más duro, más digno.

Cuando Gunther volvió a hablar, las primeras palabras le salieron temblorosas.

–La cosa es que los chinos guardan la guita ahí mismo. Ni caja fuerte tienen. Hay que ir un viernes a la noche, sobre el cierre, reducir al mono de seguridad, agarrar la plata y chau.

–¿Y ellos, qué? ¿Nada? –dije.

–Son chinos –se metió el imbécil de Pedro.

–Qué... ¿se van a dejar afanar así nomás?

–Tienen un mono de seguridad –saltó Charito, que no me quería–. ¿No lo escuchaste a Gunther? 

–Sí, un pelotudo que está plantado ahí todo el santo día para ahuyentar a los rateritos.

Gunther sonrió como si en el fondo le gustara que yo le llevara la contra. Como si mi insolencia fuera un desafío menor que sólo servía para ratificar su condición de líder. Se entretuvo unos segundos con una pitada. Otra vez el silencio premeditado.

–Tranquilo, Juancito, todo se puede verificar –soltó por fin–. Estamos acá para saber quién se anota y quién no.

Pedro, Verdún y Charito dijeron que se anotaban.

–¿Y vos, Juancito? –Gunther cabeceó la pregunta; los ojos le brillaron.

–Yo también –contesté, pero sólo para no darles el gusto de que me vieran recular.

Charito empezó a ir al supermercado todos los días. A la mañana, a la tarde, a la noche. Gunther quería que se mostrara bien, que se hiciera la simpática, que se transformara en una cara conocida, en una clienta fiel.

–Dale charla al vigilante –le especificó.

–¿Querés que me lo levante?

–No.

Ella era buena para hacer inteligencia y enseguida trazó un cuadro de situación. A la fiambrería la atendía un pendejo. A la carnicería y la verdulería, un matrimonio de bolivianos. Pan comido los tres. Los chinos eran cinco o seis. Los mandaba uno de sesenta años que usaba pilchas estrafalarias y que no estaba casi nunca. El manejo diario del local corría por cuenta de dos capataces: un chino grandote teñido de rubio y otro flaco con la cara bombardeada por un sarpullido violeta. Las cajas, a veces, eran atendidas por dos chinas, esposas de los capataces. El chino rubio tenía un hijo de un año que corría en andador entre las góndolas. El nene se llamaba Marcelo, pero todos le decían Marchelo, como si fuera italiano. El de seguridad, Farías, había resultado suboficial retirado de la Bonaerense: un canoso panzón que se dejó encantar por el escote sin corpiño de Charito.

El dato de los viernes parecía cierto. El chino jefe se instalaba temprano y recibía a los chinos de otros supermercados que iban desfilando a lo largo del día. Según Gunther, iban a llevarle la guita. La operación se hacía en un cuartito, al fondo, que ni puerta tenía: la entrada estaba cubierta por una cortina hecha con tiras de plástico negro.

–No se ve ninguna precaución rara –dijo Charito.

–Media hora de laburo, como mucho. Limpio, sin sangre –sentenció Gunther.

Verdún se frotó las manos. Pedro propuso un brindis a cuenta del botín.

Una semana antes, sin que nadie lo supiera, fui al negocio de los chinos a comprar una botella de vino. Desconfiaba. No sé por qué, un presentimiento. El chino jefe estaba sentado en un banquito, a dos metros de las cajas. Las piernas abiertas, los codos en las rodillas, la espalda encorvada. Vestía un traje Príncipe de Gales gris y una camisa roja, con el cuello bien abierto. Fumaba y miraba el piso con el entrecejo fruncido, como si con la vista quisiera –y de alguna manera pudiera– penetrar las baldosas y llegar al culo del mundo, de donde había venido. Una mujer le daba la mamadera a Marchelo. Farías tomaba sol en la puerta. En la caja me atendió el chino flaquito. Estaba pasando la botella de vino por el escáner cuando, de golpe, como si se hubiera acordado de algo, le pegó un grito al chino rubio. Fue un ladrido seco, de violencia mal contenida. El otro le respondió con el mismo tono y una mirada que yo interpreté de odio. Mientras me daba el vuelto, el flaquito volvió a chumbar y el rubio, a contestarle. El chino jefe pareció despertarse y sin levantar la vista del piso largó una exclamación corta y áspera que los hizo callar a los dos. La escena no me gustó. Pensé que algo se nos estaba escapando, pero no sabía qué. Preferí no decírselo a Gunther. Tuve miedo de que me acusara de cagón.

El primero en entrar fue Verdún. Se puso a llenar un carrito. Atrás, Gunther y yo, los dos afeitados y de traje como para un casamiento. Fuimos a las góndolas de las bebidas y empezamos a bajar botellas de champán caro. Pedro estacionó el auto en la puerta, abrió el capot y simuló que revisaba el motor. Última, Charito, con una musculosa que rajaba la tierra. Farías le dijo un piropo y ella le dio charla, cagándose de risa. El chino jefe estaba en el mismo lugar y en la misma posición en que lo había visto una semana antes. Lo diferente era la ropa: saco amarillo mostaza, pantalón de corderoy verde, polera negra. En la única caja abierta, la madre de Marchelo. El nene andaba por ahí, jugando con un camioncito de plástico. El chino rubio lo controlaba desde lejos. A las nueve en punto, el chino flaquito salió de algún lado y le hizo un gesto a Farías para que cerrara la persiana metálica. El cana se disculpó con Charito, que pasó para adentro moviendo el culo como un sonajero. Gunther me palmeó el brazo apenas la persiana tocó el suelo. Avanzamos hacia la caja. Él encañonó a la china. Yo, a Farías. Gritamos. Los capataces se apretaron en torno al chino jefe, se miraron entre sí y arrancaron a decir, los dos al mismo tiempo, “no entendo, no entendo”. La madre de Marchelo se quedó en su puesto, pero levantó las manos y empezó a mover la cabeza en negación con desplazamientos cortos y continuados como si le hubiera agarrado un tic nervioso. Me pareció que Farías estaba por intentar algo extraño y le reventé la frente de un culatazo. Cayó como una bolsa de papas, sangrando. Lo desarmé y le metí una patada en los riñones. Verdún había juntado detrás del mostrador de la fiambrería a los bolivianos y al fiambrero. Charito ayudó a atarlos y a amordazarlos con cinta adhesiva. El rubio y el flaquito empezaron a gritarse entre ellos, como la otra vez. El más enojado parecía el flaquito. Gunther se hinchó las bolas, agarró a Marchelo y le puso la pistola en la frente. La china se largó a llorar y sacó los billetes de la caja. Gunther le pegó con la mano armada en la nuca.

–Esa guita no –le dijo–, la del fondo quiero, ¿me entendés la puta madre?

El chino rubio nos miró con unos ojos llamativamente fríos e inexpresivos. Le acababan de pegar a la mujer, teníamos al hijo encañonado, y el tipo, nada. Le apunté a la cabeza.

–Oíme, pelotudo. Hacé aparecer la guita y nos vamos.

Los chinos se dijeron algo entre ellos. Se encimaron unos a otros, hablaron demasiado rápido. Ese no era un idioma humano. No podían existir palabras tan filosas ni que se dijeran como entre toses.

–¡Basta la puta madre! –gritó Gunther–. Al suelo, todos. Boca abajo.

–No entendo –dijo el flaquito.

Yo le metí una patada en las rodillas y le hice una seña con la pistola. Entendió y se tiró al piso. La china y el rubio lo imitaron. El jefe no porque lo frenó Gunther.

–A vos te necesito, viejo puto. Llevame atrás y dame la plata o andá buscando un cajón blanco para el nene.

Recién ahí me di cuenta de dos cosas: el jefe no se había levantado nunca del banquito y Marchelo, increíblemente, se había mantenido tranquilo. Pero cuando el jefe respondió a la orden de Gunther, cuando se paró como si tuviera las rodillas oxidadas, y bufó de hartazgo, y enfiló a tranco lento hacia el fondo, Marchelo empezó a gritar. Pataleaba y se retorcía como si hubiera visto o imaginado algo que se conoce y se teme. La china, también. Largaba chillidos de rata mientras, desde el piso, estiraba la mano tensa hacia el chico, que le respondía de la misma manera. Gunther llamó a Charito y a Verdún.

–Aten y amordacen a estos forros.

–Dejá al pibe acá –le dije.

–No –respondió Gunther.

–Te va a complicar...

–Sí –se metió Charito y me sorprendió que me diera la razón–. Dámelo que lo calmo.

Gunther le pasó al nene, que se tranquilizó enseguida, pero cuando yo iba a seguirlo hacia el fondo me detuvo.

–Vos, con ella. Verdún, vení.

Supe en el acto que era un castigo. Una forma de relegarme en el escalafón por ser demasiado cuestionador, por pensar a su altura, por no confiar en su inteligencia. Los vi avanzar hacia el cuartito: el chino jefe adelante; mis compañeros atrás. Y me pareció que las tiras de plástico temblaban levemente, como impulsadas por un aliento suave que provenía del interior de ese agujero negro.

Un ruido a latas que ruedan por el piso. Un balazo. Un alarido. Silencio. Otro balazo. Otro alarido. Silencio. Así fue la sucesión. Charito tenía a upa a Marchelo y le acariciaba el pelo. Me miró.

–Quedate acá –le dije, porque pude intuir lo que estaba pensando. Una idea heroica y peligrosa, todo por Gunther.

No me contestó. Dejó al nene en el piso y avanzó hacia el cuartito del fondo. Caminó despacio apuntándole a la nada. Me pareció que Farías empezaba a moverse y le pegué un puntinazo en las costillas. Marchelo gateó por sobre el rubio y el flaquito y se acostó junto a su madre. Le tocó con la punta de los dedos la tela que le sellaba los labios.

–Quedate acá –volví a decirle a Charito, pero ella ya estaba frente a la cortina.

–¿Gunther? –preguntó. Y no hubo respuesta. Entonces se metió rápido, como quien se sumerge de cabeza en una pileta sucia. Escuché el ruido a latas. Y esta vez el grito precedió al estampido.

Enloquecí de miedo. Me eché sobre el chino flaquito, lo di vuelta y le arranqué la tira adhesiva de la boca.

–¡Qué mierda está pasando, la concha de tu madre!

–No entendo –me contestó–. No entendo.

Levanté la vista hacia el cuartito y me pareció que una garra pequeña –o una mano pequeña, como la de Charito, no lo sé– se arrastraba hacia afuera arañando el suelo. Fue peor. Sentí en la cabeza una presión terrible que brotaba desde adentro, como si el cerebro se me estuviera convirtiendo en piedra, y en mi desesperación relacioné el dolor con el chino flaquito y la frase que seguía repitiendo como un autómata: no entendo, no entendo. Le di un culatazo para que se callara, y otro, y otro, mientras mis ojos iban hacia la mano que reptaba cada vez más lenta y volvían a su cara que se desfiguraba con los golpes, el sarpullido sustituido por un pantano rojo de carne destrozada. Los dedos se estiraron sobre el piso cerámico, resbalaron ya sin fuerza y quedaron definitivamente inmóviles. El cuerpo del chino flaquito empezó a temblar y las pupilas se le dieron vuelta. Me levanté chorreando sangre. Escuché más ruido a latas y empecé a disparar contra las tiras de plástico, que se ondulaban solas como anguilas. Retrocedí tambaleante, amenazando a los chinos con cosas absurdas, maldiciéndolos. Abrí la puerta de la persiana y salí a la calle. Pedro se me vino encima, me sacudió, me gritó con la boca pegada a mis oídos. No sé que le dije, si es que llegué a decirle algo. En todo caso, no sirvió para salvarlo. Me soltó con un empujón de desprecio y entró.