Las revoluciones devoran a sus actores. Las pasiones desatadas por los cataclismos históricos funden en el vértigo de la acción las más nobles aspiraciones con oscuras potencias ominosas. Con esa materia se construyen los héroes. Y los mártires. Tal es el caso de José Miguel Carrera, figura fundacional de la emancipación chilena y villano incómodo que, como tantos otros, suscita aporías y desvelos. Reivindicado y vilipendiado, en dos siglos ha inspirado justos denuestos y fervorosos enaltecimientos de difícil conjunción.

Nacido en Santiago en 1785, proveniente de una familia de abolengo, había servido en España contra los ejércitos napoleónicos y a su regreso en 1811, con 27 años, encabezó la rebelión independentista en el país vecino. Refinado, culto y carismático, su don de caudillo natural y su ambición desmedida lo colocaron en el proscenio de la escena histórica. Tras protagonizar tres golpes de estado en seis meses contra los moderados que hegemonizaban el proceso emancipador se erigió en Presidente de la Junta Provisional de la Patria Vieja, disolvió el Congreso y asumió plenos poderes para enfrentar la invasión española. Secundado por sus hermanos Javiera, Juan José y Luis, desplazó a su rival Bernardo O’Higgins, que en breve recuperaría el poder, e incluso operó contra su propio padre. Con un ejército de vándalos sembró el terror granjeándose el descontento general tras las derrotas que sufriera frente a la ofensiva realista, que selló su suerte en la batalla de Rancagua. Ayudado por los españoles, que alimentaban las disidencias entre los patriotas, huyó en el momento más crítico.

Tras haber intrigado haciendo estallar en guerras intestinas a su país cruzó la Cordillera con sus huestes mermadas, no sin antes hacerse del erario público. San Martín, a la sazón Gobernador de Mendoza, salió a recibirlo en Uspallata pero la animadversión de Carrera jugó su carta: con arrogancia pasó a su lado sin mirarlo. Pese al desaire, el inminente Libertador movilizó recursos para asistir a los refugiados y finalmente se entrevistó con quien se presentaba como Jefe de Gobierno de Chile y le reclamaba armas para organizar su ejército mientras desconocía su autoridad. Entretanto, la soldadesca chilena sembraba el caos; los robos y atropellos se sucedían en un clima de terror y anarquía. Finalmente capturado por el ejército argentino fue enviado a Buenos Aires, donde conspirará con el general Alvear, viejo amigo de Carrera y enemigo declarado de San Martin.

Tras fracasar en obtener apoyo para sus planes, Carrera marchó a Estados Unidos, donde reclutó con promesas ilusorias a varios antiguos oficiales de Napoleón con los que consiguió hacerse de una armada. En febrero de 1817 las naves anclaron en el puerto de Buenos Aires, pero Pueyrredón les impidió continuar viaje, previendo el choque con el Ejército Libertador en plena campaña, y la flota, sin recursos, se desbandó. Aislado, sin apoyo, Carrera envió a sus hermanos a Mendoza para conspirar pero fueron detenidos y fusilados por orden de O’Higgins. Descubierto el complot fue detenido y recibió la imprevista visita de San Martín -a quien llamaba “déspota” y acusaba de invasor a su país- quien, pese a todo, le ofreció una representación en Estados Unidos que Carrera rechazó airado. Es entonces que escribió una esquela a su hermana en la que jura “voy a vengarlos, a vengarte y a vengarme”, que obrará como una confesión involuntaria a la hora de ser juzgado en vísperas de su fusilamiento.

Con sus habituales malas artes consiguió fugarse a Montevideo, donde estableció una alianza con los ocupantes brasileros que habían invadido la Banda Oriental. Desde allí, como dice Raffo de La Reta, su biógrafo argentino, “Carrera no ha cesado un momento de alimentar el fuego de la discordia”. Editó proclamas contra San Martín, convenció a unos emigrados franceses de navegar a Chile, que fueron alcanzados en Luján y hasta intentó el apoyo de Artigas, que lo ignoró. Tras este nuevo fracaso, marchó a Entre Ríos y se puso bajo las órdenes de Pancho Ramírez, a quien sedujo con su oratoria elocuente y su presencia gallarda. Enviado por el Supremo Entrerriano en misión a Santa Fe, consiguió la alianza de Estanislao López: la guerra contra Buenos Aires estaba en marcha.

Secundando a López, Carrera asalta Pergamino y oficia de representante ante la avanzada del cordobés Bustos, que asedia la región. Su “efusión petulante”, según Mitre, le hizo exclamar: “este badulaque no sabe el terreno que pisa”. Bajándole el precio, Bustos escribirá: “No sentí esa fuerza de atracción que decían irresistible”. Sucedida la batalla de Cepeda, que dio el triunfo a los federales, se firmó el Tratado del Pilar que signaba una precaria paz. En una Buenos Aires acéfala, mientras el Cabildo deliberaba, Carrera entró a los gritos para tratar de reponer a Sarratea, que se había cambiado de bando, pero debió huir por los techos. Sin embargo, aquel fue repuesto y Carrera obtuvo el cargo de asesor.

Una nueva asonada lo llevó a intervenir a favor de Alvear con su banda, que no cejaba en vandalizar a la población, lo que ocasionó que Sarratea lo expulsara. Salió con sus hombres a la provincia de Buenos Aires y se unió a la batalla de Cañada de la Cruz, tras la cual amenazará a Dorrego: “Buenos Aires no ha oído todavía a mis muchachos tocar el clarín del saqueo”. Desde Morón, Chacarita, Flores y Monserrat sitian la capital, pero Dorrego consigue quebrar el cerco en tanto Juan Manuel de Rosas recuperaba terreno desde Monte Chingolo. Carrera huyó maloneando a San Nicolás, donde fue alcanzado por Dorrego, que tras capturarle la esposa, envalentonado marchó a Santa Fe donde López acabó por rendirlo. Firmada la paz, Carrera se enemistó tanto con López, que le soltó la mano, como con Ramírez, y emprendió la huida con sus “forajidos”, como él mismo los llamaba, hacia las pampas. Daba inicio a sus correrías como cacique -Pichi Rey, como lo llamaban los ranqueles- de un conglomerado multiétnico que incluía las numerosas lanzas de Llanquetruz, de Ancafilú, del poderoso Pablo Levnopan, establecido en Guaminí, enfrentado al cacique Quintana, que los atacó en Navarro y Luján cuando maloneaba con Carrera. A ellos se sumaban Payllatur, Epumer, y los voroganos radicados en Salinas Grandes, desplazados desde Chile por la Guerra a Muerte en la que habían apoyado a los realistas. Entre ellos militaban los hermanos Pincheira, temibles depredadores que asolaban la región. 

Asaltadas las poblaciones de Lobos, Navarro y Pergamino, Carrera participó de un parlamento (les decía a los caciques que hablaba con el Sol y completaba el embuste mostrando un irlandés ciego de apellido Kennedy al que llamaba su adivino personal) en el que se decidió tomar Salto en diciembre de 1819. Fue un infierno. 1200 indios asaltaron la ciudad, entraron en la iglesia donde se refugiaba la población, y degollaron, incendiaron, robaron y violaron (“cada mujer tuvo allí su dueño feroz”, dice Vicuña Mackenna) y hasta profanaron las imágenes alzándose con un botín de cautivos, caballos y vacas. William Yates, otro irlandés que secundaba a Carrera, escribió: “Han llevado trescientas almas de mujeres, criaturas, etc., sacándolas de la Iglesia, robando todos los vasos sagrados, sin respetar el copón con las formas consagradas, ni dejarles como pitar un cigarro en todo el pueblo, incendiando muchas casas, y luego se retiraron tomando el camino de la guardia de Rojas”. En carta a su esposa, en la que le cuenta que durmió con una “chica muy bonita” que compró por 20 vacas, Carrera dice sentirse consternado por la acción en la que tomó parte “sin querer”. (En la ocasión había proclamado que “las llamas redimirán el asesinato de mis hermanos”). En la retirada tomaron Melincué, atacaron a Bustos con éxito y Carrera destituyó al gobernador de San Luis con “mis facinerosos a los que tengo que soportar a pesar mío”. A continuación sitió Córdoba pero fue derrotado; se refugió con Ramírez pero en breve se distanciaron. Mientras, distribuyó su “Manifiesto a los pueblos libres de Chile” en los que los acusaba de “no ser más que una oscura provincia de Buenos Aires”.

Pese a sus exitosas huidas hacia adelante, sus fuerzas decaían y sus tropas raleaban. Entregado por sus propios hombres, hastiados de sus sacrificios inútiles, fue derrotado en San Juan y marchó engrillado a Mendoza junto a tres coroneles. La noche del 3 de septiembre de 1821 entró en la ciudad desfilando a horcajadas de una mula ante una multitud silenciosa. Encarcelado, fue sometido a la ley marcial, cuya competencia trató de recusar. En su alegato, expresó: “Me veis aquí, reo de una culpa que no es mía sino de mi destino. Cuan grande y terrible sea la acusación que vais a hacerme, yo la acepto, sin embargo, toda entera sobre mí”. “Mis manos están purificadas por la sangre prodigada por cuya húmeda huella he venido vadeando mi rumbo hasta aquí. Vuestra es la culpa, mía la responsabilidad. Mi conciencia está absuelta de ese pecado de voluntad o de error consentido que ha cambiado en un cementerio la cuna de estas naciones”. El Consejo de Guerra dispuso su fusilamiento y posterior descuartizamiento: “sus miembros serán distribuidos en los puntos principales en que se han hecho memorables por su ignominia y escarmiento de los que en el futuro intenten imitarlos”. Esa noche, en la que actores oficiosos gestionaron el perdón de uno de sus adláteres, al acudir un cura a darle sosiego a su alma le espetó: “tenga la amabilidad de retirarse”. Al día siguiente, a las once de la mañana, solicitó ante el pelotón dirigido por “el negro Barcala” que le permitiera morir de pie. Víctima de su arrogancia presuntuosa, la perfidia de sus actos lo condujeron al muere sin perder su altiva hidalguía. Su biógrafo concluye: “Al morir aquel hombre extraordinario pasa del patíbulo a la estatua, por la justicia clemente de su patria”, que, como reza su efigie emplazada en Chile, “se siente agradecida por sus servicios y compadecida de sus desgracias”.