"A veces el destino se parece a una tormenta de arena".

Haruki Murakami

 

"Entonces, fue llevado al desierto, donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches".

Mateo 4,1‑3

 

Prendo un incienso.

Prendo el incienso sagrado que purificaba, antes, las misas pascuales, las liturgias de esperanza en alguna resurrección. El incienso que acompañaba, antes aún, el oro y la mirra, bajo la estrella. Antes en mí, digo.

Lo prendo hoy que es ninguna fecha importante, con la convicción de que ese olor me lleve a mis tiempos felices, de alegría ingenua, donde las cosas se resolvían con sacramentos y oraciones. Que sea mi maddelaine, que me saque de este hoy abismado, de este aquí insensato, de las marcas saladas que incendian las heridas. Que me permita el viaje hacia un cuerpo virgen de algunos dolores, doloso igual, invisible, sacralizado de imposibilidades.

Enciendo el fuego sagrado y prendo el incienso para ver si se produce el milagro secreto, si es verdad que la historia puede detenerse para darme tiempo o darse tiempo a cambiar. El olor penetrante me marea, pero me pongo cerca del humo, como si la proximidad fuese una garantía para renacer.

Afuera se nubla. La tormenta amenaza. En la alteración de lo consciente, pienso si no será un signo de los tiempos, de algún final. El sahumerio arde adentro. Afuera el cielo. Miro la ventana, la cortina está corrida para que entre el aire y salga el humo. La miro en hipnosis, como si no pudiera decidir qué es mejor, dejarla así o cerrarla.

En la penumbra que produce la ausencia de luz eléctrica, van arribando mis sombras. Fantasmas que tienen el tamaño de mis miedos. Mientras miro arder la varilla encendida, el resto de mi cuerpo se declara inmóvil. No hay voluntad que lo desafíe ni deseo que lo atraviese. Creo reconocer el mensaje.

Los pulsos cardíaco y respiratorio se derriten, apenas golpean las paredes del corazón y los pulmones. La conciencia, hace un rato tortuosa, se desvanece. Los escasos centímetros cúbicos de energía que aún me habitan me alcanzan para entrecerrar los ojos y soltar la tensión de los puños cerrados. Soltar...

 

***

Sale de su casa y no va a regresar. Era cierta la premisa heracliteana de no poder bañarse dos veces en el mismo río, aunque Monterroso haya ensayado un algoritmo en bicicleta para burlarla. El hombre, hoy convertido apenas en eso, en hombre, sin nombre, sin historia, sin pomposidades mentales ni regodeos de la razón, se encuentra desnudo y en medio de una tormenta de arena. El desierto que lo acoge a veces calma sus vientos y le da algunos minutos de paz. Pero otras, descarga toda la furia suspendiendo millones y cada uno de sus gotas de arena, que son latigazos en aquella piel expuesta e indefensa. Sufre, llora, grita, traga arena, la mastica, maldice, cae de rodillas, abre los brazos hacia el cielo (murmura "Eloy, Eloy").

Se refugia tras una duna, que es también de arena. "Aquello que nos protege suele convertirse en amenaza", podría haber pensado. Pero no hay tiempo para pensar, las libélulas de la memoria vuelan en círculos alborotados, con ese tzzzzz tzz tzzzzzzzzzzz desquiciante que no permite concentrarse en los recuerdos de a uno. Ahora la vida es masa amorfa, y la prioridad es anticipar la velocidad del viento, cubrirse los ojos para que los microcristales arenosos no los lastimen, para no convertirse en Edipo, errabundeando por el desierto del destierro, sin pasado, sin futuro y sin poder mirar.

El hombre se desconoce. En un instante de sed intensa, piensa si no estará soñando, o aún peor, protagonizando el cuento de alguien que lo fabrica de la cabeza a la mano, y de la mano al papel (piensa en Borges, pero no cree ser tan afortunado).

Las lágrimas se hacen barro, y el barro inmoviliza ciertas zonas de su cara. Las piernas le tiemblan, aún apoyadas completamente en la arena.

Duerme. Delira. Recupera la conciencia e intenta retomar su vida. Pero se ha quedado sin sueños, o mejor, sus sueños han cambiado. Sueña en vigilia con un espiral de colores que no puede reconocer. Entonces sus miembros se pliegan y su cuerpo vuelve a acurrucarse para pasar desapercibido ante las inclemencias de la transformación. Llueve barro y teme convertirse en fósil. El barro ensucia la oficina en la que trabaja, llega desde aquel otro pliegue espacial y no da tiempo a encontrar refugio. Apenas respira. Ya no cree en las súplicas. Igual se encomienda. Y expira.

El hombre estaciona el auto frente su casa. Vuelve, al tiempo que se clausura la posibilidad de volver. Está agotado, la piel lastimada por el sol y los azotes de la arena. El viaje ha sido largo. Necesita un vaso de agua. Mete la llave en la cerradura y la va girando de a poco. Está aterrado. Aunque algo feliz y eso lo confunde. No sabe si, al entrar, estará allí todo lo de antes, o si va a convertirse en sal apenas atraviese el dintel.

 

***

Abre los ojos. Abro los ojos. "Regresar es imposible. Corre la cortina para que no entre el agua.