Miguel, mi padre biológico, no se imaginaba que al regalarle una moto a mi vieja, aunque fuera un scooter 80, le estaría dando un arma de empoderamiento. La primera vez que intentamos escapar fue un domingo, me acuerdo porque era su interminable día libre. La cosa se puso picante y mi vieja nos encerró a mi hermano y a mí, yo tenía cinco y él tres, en el cuarto. No puso llaves, pero a ninguno de los dos se nos hubiera ocurrido desobedecerla. Se escucharon gritos y golpes en el comedor. Nada nuevo, solo que esta vez mi vieja esperó a que Miguel se durmiera la siesta. Agarró la moto que estaba al costado de la casa y en silencio la sacó hasta la vereda. Nosotros entendimos bien y la seguimos. Nos íbamos con lo puesto. Mi vieja le pegó una patada al scooter para arrancarlo, pero no arrancó, volvió a pegarle varias patadas con fuerza. A mí el corazón me latía de miedo y de ganas de irnos a lo de la abuela o a la mierda. Arrancá, pidió mi vieja y cuando la motito arrancó, suspiró de alivio. El escape largó un chorro de humo caliente cerca de mi pierna, me asusté y mi paso atrás fue directo a un hormiguero. Mi vieja dejó de acelerar para sacarme las hormigas coloradas y la moto se apagó. Me levantó en brazos y entró a la casa a lavarme el pie. Miguel estaba despierto. Al tiempo escapamos en el fitito de mi tío, pudimos llevar algo de ropa. Miguel nos buscaba rabioso por todos lados, al principio no nos dejaban salir ni a la vereda. Por eso me sorprendió cuando mi vieja cayó con la moto a la casa de mi abuela. La fue a buscar cuando Miguel no estaba. Se robó su propia moto, de su propia casa.