Suena el teléfono de madrugada. Algo le pasó a la vieja, pienso. Entredormido lucho con el dedo índice contra esa pantalla sucia que no me permite mover el circulito verde para atender. Segundos después, por fin, atiendo. Es Willy.

—Hola, Juancito.

—¿Qué pasa, Willy? ¿Alguna emergencia?

—Sí y no. Estoy tomándome un whiskycito mientras leo y pienso. Mañana pasá por casa, tengo algo muy importante que confiarte. Venite, no me falles.

Corta. Willy es así. Corta porque no acepta un no por respuesta. ¿Qué carajos quiere? No me puedo dormir por dos horas. Los pibes de la casa lindera hablan fuerte, ríen, de tanto en tanto cantan un feliz cumpleaños. Son las tres y media. Me duermo pensando en Willy.

Al otro día soy puntual. No hay una hora preestablecida, pero las once de la mañana es una hora puntual y listo. Willy me abre con una cara desencajada. No durmió en toda la noche, seguro. Me hace pasar. Su casa siempre fue señorial, aunque ahora es una ruina absoluta. Una sala de estar oscura, con cuadros torcidos y manchados. Willy me invita:

—Sentate en ese sillón. Te traigo un licorcito.

Se va hacia la cocina. Vuelve con el temblor que le proporciona su vejez. Trae una botella con una etiqueta borroneada y una copita. La apoya en una mesita ratona que contiene unos ejemplares casi destruidos de la revista “Todo es Historia”. Saca del bolsillo de su piyama otra copita. Se sienta frente a mí. Sirve el licor de chocolate. Levanta su copa.

—Salud.

—Salud.

Chocamos las copitas. Me mojo los labios con ese líquido empalagoso.

—Te escucho, Willy —le digo.

—Vos sabés, Juancito, que yo ya estoy muy grande y en cualquier momento… bueno… vos me entendés… ¿Por qué me dicen Willy?

—Obvio, porque te llamás Guillermo.

—No, señor. Mi documento dice William. Y escuchá con mucha atención porque te quiero transmitir un legado. Yo ya tengo casi ochenta pirulos y vos podés recuperar los manuscritos sagrados que estudiosos de importantes universidades del mundo niegan que existen.

—Me asustás, pero te escucho.

Simulo continuar bebiendo ese producto rancio y me entrego a lo que viene.

—Me llamo William porque soy descendiente de Shakespeare. Mis ancestros llegaron a estas tierras, escapando de la guerra, hacia el 1800. Justamente, fue un actor peruano el que hizo la primera representación de “Hamlet” por esos tiempos. Años más tarde, nosotros tuvimos los manuscritos de todas las obras de Shakespeare en casa, aquí, en Arroyito.

Dejo la copita en la mesa y digo:

—Me dejás con la boca abierta.

—Escuchá, Juancito. Cuando éramos niños, mi abuela Sheila nos reunía a mis hermanos (que ya están en otro plano) y a mí, todos los viernes a la noche, para contarnos la misma historia. Una noche empecé a tomar nota. Los datos eran muy precisos. Mi abuela terminaba su cuento siempre de la misma manera: “en esa noche de tormenta de 1943, en que iba a arrojar los manuscritos al Paraná, antes de llegar a la barranca y bajo una lluvia torrencial, enterré esos papeles para protegerlos. A la semana siguiente, empezaron las obras de construcción del Monumento a la Bandera”.

—No te puedo creer, Willy. Con todo respeto ¿por qué los iba a tirar al río? ¿Tu abuela estaba en sus cabales? ¿Hay pruebas?

—Mirá, Juancito, un día la abuela Sheila nos mostró un acta de nacimiento que se le deshacía entre los dedos. ¡Una baranda a humedad tenía ese papel amarillento! Porque en esa época no había fotocopias. Y nos leyó el nombre completo: William Samuel Matthew Christopher Trinidad Bradley Shakespeare Arden. Como Diego Rivera, como Neruda, como el propio Picasso. Los artistas universales tienen doscientos nombres y apellidos que luego los historiadores simplifican al estilo de los resúmenes Lerú.

—¿Trinidad?

—Sí, porque fue bautizado en la Iglesia de la Santísima Trinidad de su ciudad natal: Stratford-upon-Avon.

Willy se pone un poco nervioso cuando le hago alguna repregunta o le pido alguna aclaración. Lo manifiesta con cierta incomodidad. En un momento le digo:

—Mirá, yo vi un documental, que dicen es serio, donde se habla de seminarios en un gran teatro de Londres donde analizan las obras y aparecen muchas dudas acerca de la autoría de tu “pariente” Shakespeare. No están los manuscritos, afirman.

—Mirá, Juancito, ningún documental sobre Shakespeare es serio, ninguno. Algunos, por llamarles de alguna manera licenciados, con tal de obtener un magister salen a decir cualquier burrada. Esos tipos, allá en Londres, no encuentran los manuscritos originales porque estaban acá, en poder de mi familia, y ahora están ahí, a metros del Paraná.

—Ahora, ¿cómo un tipo al que los estudiosos consideraron siempre analfabeto pudo meter en sus obras galicismos, españolismos…?

—Es sencillo, Juancito. Al tata Shakespeare (así lo llamábamos con mis hermanos) le gustaba frecuentar las tabernas llenas de viajantes de comercio. Y allí, entre una bebida y otra, vos sabés, les sacaba datos. El tata era muy astuto.

—Ponele, Willy. ¿Por qué tus ancestros se vinieron para acá y no a otro lado del mismo idioma? ¿Les dijo tu abuela?

—Como todo, Juancito. El Virreinato del Río de la Plata quizás era la tierra de las oportunidades. Podías dedicarte a la industria de la mazamorra, de las velas, no se había inventado el paraguas siquiera. Pensá, Juancito, 1800 era.

Willy bebe temblando de ansiedad y continúa con su historia.

—¿Vos creés que los ingleses vinieron en 1806 y 1807 por el territorio o, en épocas de Lisandro de la Torre, por la carne? Eran cortinas de humo de los servicios de inteligencia de entonces. Trafalgar, las pelotas. Tenían algún dato, seguro, y vinieron por los manuscritos de William Shakespeare, mi ancestro, quien les daría de comer a través del turismo por mucho tiempo. Querían hacer un museo, o algo así, seguro. Cuando no los encontraron, porque los echaron con agua hirviendo, dejaron pasar unos años e inventaron a los Beatles. Los usaron como agentes encubiertos. ¿Por qué te creés que compusieron “Let it be”? Porque necesitaban cerrar con Shakespeare para siempre y lo empezaron a ningunear a pesar del éxito de sus obras. Con el fin de que los british se olviden de él escribieron esas líneas subliminales: déjalo ser, ya está, ya fue.

Aparece un silencio extenso. Willy sigue bebiendo, me mira fijo, sospecha que dudo.

—Quedate tranquilo, Juancito, te voy a hacer un certificado, sellado, firmado en escribanía y todo. El legado es tuyo. Tenés que intentar recuperar esos manuscritos.

Me levanto.

—Tengo que hacer. Cuando tengas el certificado, avisame.

—Te voy a llamar pronto.

Me voy pensando en todo lo que dijo Willy, si está sacado o estamos ante el mayor descubrimiento del siglo. Me tomo el 146 hasta el centro.

Mis pies me llevan por la bajada Córdoba y se detienen frente al Liceo Avellaneda. En la puerta hay un austero afiche que anuncia un festival estudiantil de música. Entre una decena de bandas toca una que se llama “Hijos de Hamlet”. Me rasco la cabeza y sigo camino hacia el río. Cuando paso por el Concejo Municipal puedo imaginar a algún concejal presentando un proyecto de Ordenanza que obliga a colocar una placa donde se lee: “Aquí yacen los restos de los manuscritos del dramaturgo universal William Shakespeare”. Unos metros más allá, frente al Monumento a la Bandera, me pregunto ¿Será o no será? Y sí, esa es la cuestión.

 

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