Los mails tenían últimamente el estilo torrentoso de las cartas de un Carlos Correas a Sebreli o a Masotta allá por los 50, y cuando me llamaba  al fijo de casa, salía una voz como de ultratumba, de tono muy bajo que sin embargo, con el correr de la charla, generalmente extensa, se iba animando porque tenía un trasfondo de humor y sobre todo, su depresión nunca era impostada, y jamás construyó un personaje alrededor de su indubitable angustia ansiosa. De todas formas, estas comunicaciones “últimas” se remontan a casi dos años atrás. Sobrevino un aviso de cambio de mail al calor de alguna conspiración (nada sorprendente en alguien cuyo primer libro de poemas se tituló El espía), alguna llamada más y luego silencio. 

Después vendría un ataque cerebro vascular y el desenlace el primer día de 2018. Pablo Chacón murió en la ciudad de Mar del Plata, ciudad natal de la que había huido más de una vez y a la que había regresado por una situación familiar con su padre, pero también pienso que volvió al origen y al ineludible final que estaba como marcado a fuego en el origen. No por nada, creo, su máxima pasión intelectual era el psicoanálisis, que en manos de una persona tan culta, tan hiperintelectual, tan implacable consigo mismo y tan autodestructiva, no podía ser sino un arma de doble filo. 

Pablo perteneció a la estirpe de los raros que se paseaban por las redacciones desde los años 90, de los desacomodados, a la raza de los periodistas culturales formados como muy rigurosamente profesionales y, a la vez, siempre incómodos en la piel del periodista. Los iconoclastas que, paradójicamente son los que mejor responden a los rigores del oficio. Los que trabajan con resaca. Los que reniegan pero cumplen. Claro que todo esto estuvo matizado por crecientes derrapes que ya muchas veces no pudo (y no pudimos) disimular, pero que son también los que hacen que nuestro trabajo no sea solo una solemne melancolía del futuro por los gloriosos tiempos del papel sino también un generador de mitos malditos, quizás hiperbólicos pero mitos al fin. Perteneció a la estirpe de un Claudio Uriarte pero, pienso, con un trasfondo más tierno, menos asediado por los fantasmas de la Historia, menos obsesionado por Massera y los delirios de grandeza, más bien hinchado las bolas con el círculo vicioso del progresismo argentino y sus a veces inmaculadas plumas. Se equivocaba, erraba el tiro a menudo pero era sincero. Y también supo reconocer pavadas escritas contra colegas y medios (también cayó en la volteada Radar, un suplemento al que supo apreciar y en el que escribió en más de una etapa). En 2007, en Internet (cuando todavía estas cosas no “explotaban” en las redes pero tenían su repercusión) escribió una diatriba en la que se declaraba harto de Rodolfo Walsh y el culto a Rodolfo Walsh, y dicho artículo estaba dedicado... a R.W.    

El quiebre sobrevino unos años atrás cuando vivió una alucinante aventura médica y psiquiátrica en una internación en el Hospital Argerich y la operación del corazón a la que sobrevivió casi milagrosamente, y que finalmente fue la materia viva de la breve novela La insuficiencia. Ahí, en cierta forma el tanático se aferraba a la vida, agradecía a todo el cuerpo médico y paramédico que, en definitiva, le había salvado la vida, y paradójicamente lo condenaba a seguir viviendo. Esa potencia-impotencia de vivir es narrada con lo que Mariano Dorr definió muy bien como “poesía hospitalaria”. Y es que Pablo también fue poeta y obviamente, un ensayista peleón. En definitiva en ese título que aludía a la “insuficiencia cardíaca” también estaba diseñada la matriz de una vida que (seguramente como la de muchos) estaría signada por la insatisfacción, la insatisfacción (I Can’t Get No Satisfaction) que lleva a las sustancias. Hablábamos una noche, hace muchos años despatarrados en unos sillones en los que se te pegaba la ropa, en un departamento más o menos infame después de haber comido en un bodegón cerca de TELAM, su destino de tantos años. “El único problema de la droga es que se acaba” dijo Pablo en un momento, y no era ninguna joda, ninguna ironía, ninguna frase genial. Así vivía y así filosofaba, con total nitidez.

Y sí, se acabó. Seguramente todos los que lo conocieron y frecuentaron en distintas etapas y seguramente en los últimos y más que difíciles tiempos, habrán pensado en la autodestrucción, en la lucidez que mata, en esa clase de coartadas, verosímiles aun con reservas. Yo no tengo otra versión alternativa y seguramente son tan ciertas como de misterioso desarrollo. Me quedo con la falta de pose, con la sinceridad de asumir una parte de locura verdadera, con la no impostura. Creo que aspiraba a ser un maldito y no lo conseguía porque era demasiado sensible. Como si en el momento de actuar solamente con la frialdad de un intelecto supremo, carente de relleno, casi un ente, lo traicionara el corazón, esa insuficiencia.