–¿No me van a dar ni un beso?                La madre está en la puerta del departamento, a punto de salir, y les habla a Roxy y a Facundo, que la miran sin hacer un solo gesto ni un amago de acercarse a ella.

Roxy tiene diez años, el pelo castaño, lacio y los ojos marrones muy grandes. No cree que su padre esté de viaje, como le dice su madre cada vez que le pregunta por él, sino que está segura de que en realidad ya está muerto. Es muy inteligente y no escucha todo lo que le dicen, pero sí trata de escuchar todo lo que no quieren decirle a ella. Roxy tiene un cuaderno donde anota las fechas de las cosas importantes. El 6 de agosto de 1978 fue la última vez que vio a su padre, el mismo día que se mudaron al departamento de la calle Directorio. El 19 de diciembre de 1978 fue la última vez que habló con él por teléfono (un día después tuvieron que dejar el departamento y todas sus cosas y se fueron a la casa de unos amigos de su mamá por unos meses). De esa llamada hace tres años y siete meses, ¿cómo es posible que su padre haya viajado durante casi cuatro años y que nunca haya vuelto, ni siquiera a visitarlos, y que tampoco los llame? Cuando le pregunta esto a su madre, ella le dice que él está muy ocupado trabajando y que llama, pero que llama muy tarde, cuando ella y Facundo ya están durmiendo. Roxy creyó en esta explicación por un tiempo, como creyó en los Reyes Magos, en Papá Noel y en el Ratón de los dientes. Un día dejó de creer, pero siguió actuando, como actuaba su madre, porque pensó que de lo contrario se arriesgaba a que Facundo también sospechara, y lo que Roxy más quiere en el mundo es proteger a su hermano, que parece tan feliz el rato por semana que su madre los hace dibujar y escribir cartas para su papá.

Con siete años, el pelo rubio enrulado y unos ojos oscuros que parecen brillar en la oscuridad, Facundo hace pensar en un animalito salvaje, de esos extremadamente inteligentes y huidizos. Hace tres meses que Facundo no habla. Ni una sola palabra. Se despertó gritando de una pesadilla y, después de que su madre logró calmarlo, ya no volvió a hablar. Con Roxy se comunica con unas pocas señas, porque ella entiende todo. Con su madre tiene que esforzarse más y a veces hasta le escribe notas.

–¿En serio no me van a dar ni un beso? –insiste la madre.

–No –dice Roxy secamente, y pasa un brazo sobre los hombros de su hermano para acercarlo más a ella–. Estás en penitencia hasta mañana.

Entonces la madre mira a un lado y le sonríe cómplice a Nilda, la mujer que todo ese rato estuvo de pie junto a la puerta abierta del departamento como si esperara impaciente que la madre se fuera de una buena vez.

–Estoy en penitencia porque hoy los saqué del cine antes de que terminara la película –explica la madre a Nilda, y le guiña un ojo–. Pero resulta que una que yo sé estaba tapándose la cara con la campera y el otro pidió pis tres veces.

Nilda la escucha y le sonríe, pero es una sonrisa corta, de mala gana.

–Ok –dice entonces la madre, acomodándose la cartera sobre el hombro–: el sábado volvemos al cine y ven la película entera, hasta el final, y si después no pueden dormir, se embroman, nada de venir a la cama grande.

Roxy le dice algo al oído a Facundo y él asiente, pero no sonríe. Les parece una buena oferta pero no la mejor, y saben que tienen que aceptarla antes de quedarse sin nada. Roxy vuelve a hablar con Facundo y los dos, desde el otro extremo del pasillo, le mandan un beso volador a su madre y después se encierran en el cuarto (si ellos no ganan todo, su madre tampoco puede tener todo).

Nilda, la mujer que sigue sosteniendo la puerta abierta y que es una vecina del edificio que la madre contrata dos veces por semana, a la noche, para que cuide a los chicos mientras ella cumple con su turno en el hospital, entonces le dice:

–Se te hace tarde.

La madre mira el reloj y se apura a enumerar lo mismo que dice siempre antes de irse: la comida en la heladera, la lista con los teléfonos del hospital, de los abuelos de los chicos, la cajita donde le deja un poco de plata extra, el pastillero con el remedio de Roxy para las convulsiones y la radio que hay que dejar prendida para que se duerman. Nilda dice a todo que sí mecánicamente y, cuando la madre al fin sale y ella puede cerrar la puerta, se queda mirándola por la mirilla.

Roxy y Facundo, que acaban de salir del cuarto, están parados detrás de Nilda y la miran mientras ella mira a la madre.

–¿Se fue? –pregunta Roxy.

Nilda dice que sí y los tres aplauden con ganas. Roxy y Facundo ríen. Es una risa excitada, cargada de nerviosismo, como si estuvieran en lo más alto de una montaña rusa justo antes de empezar a caer.

–¿Y ahora qué hacemos? –pregunta Nilda, agachándose hasta quedar a la altura de los chicos y con un tono que no se parece en nada a una pregunta porque ella sabe exactamente lo que van a decir.

–¡Nos quedamos a oscuras! –grita Roxy alzando los brazos y saltando en el lugar. Facundo imita los gestos de su hermana en absoluto silencio y enseguida corre junto a ella para hacer lo mismo que hacen cada martes y jueves a la noche desde hace unos meses cuando Nilda se queda a cuidarlos: apagar todas las luces del departamento, todas.

Mientras los chicos corren de un lado a otro, Nilda abre su gran cartera y saca de ahí tres linternas chiquitas, que apoya sobre la mesa ratona del living. Después, cierra las cortinas del ventanal y, como siempre, se queja de que ese ventanal no tenga persiana. La cortina deja pasar demasiada claridad y una buena parte del departamento queda apenas en penumbras. Lo mejor son la cocina, el baño y las habitaciones. Ahí sí, cuando cierran la puerta, todo queda tan oscuro que hace doler los ojos.

–¿Listos? –pregunta Nilda.

Desde las sombras, Roxy responde:

–¡Listos!

Facundo la agarra fuerte de la mano y ella lo tranquiliza acariciándole el pelo. Siempre se pone un poco ansioso antes de que todo comience.

–Cuando llegué, escondí un anillo en algún lugar de la casa –dice Nilda–. El que lo encuentre primero se convierte en el amo de la noche.

Facundo es rápido de reflejos (o vio a Nilda al llegar, que es de lo que lo acusa Roxy) y encuentra el anillo entre los almohadones del sillón grande antes de que su hermana siquiera empiece a buscar en serio.

Como amo de la noche, Facundo elige comer salchichas con queso derretido y usar velas en lugar de linternas cuando se sienten a cenar.

Nilda saca cuatro velas grandes de su cartera y se las da a Roxy, que agarra a Facundo del cuello de la remera para ir juntos, a tientas, hasta la cocina, donde encuentran los fósforos. Su madre no los deja usar fósforos, pero Nilda sí. Y eso es un secreto, uno de los muchos secretos que Roxy y Facundo comparten con Nilda.

Otro de los secretos es el de la oscuridad. La madre de los chicos no tiene idea de que sus hijos y esa mujer pasan todo el rato en la más absoluta oscuridad. No le contaron de los cambios en el menú, ni lo del amo de la noche, ni que les enseñó a rezar el padrenuestro, ni que con Nilda nunca se duermen oyendo la radio sino con los cuentos que ella misma les inventa cuando ya están metidos en la cama. Tampoco le contaron de Miguel, el marido de Nilda, que a veces va al departamento cuando la madre ya se fue y también juega a oscuras con ellos. Otra cosa que no le contaron es que Nilda estuvo preguntando por su padre, por los amigos de su madre y por los lugares donde vivieron. Ni dijeron nada sobre las veces que tomaron Coca–Cola y helados de palito (dos de los regalos que lleva Miguel cuando los visita y que hacen que –según Roxy le explicó a Facundo– ése sea un secreto adentro de otro secreto).

Roxy está orgullosa de esa vida clandestina que llevan con Nilda. La hace sentirse por encima de Nilda y de su propia madre. Porque así como su madre no sabe nada de lo que hacen con Nilda cuando ella no está, Roxy tampoco respondió a las preguntas de Nilda con la verdad sino con las versiones que les dio su madre y que ella y Facundo tuvieron que practicar miles de veces hasta aprendérselas de memoria.

Su madre les había explicado que ciertas cosas sólo puede saberlas la familia, y que la familia es sólo ellos tres y su padre. Roxy a veces se pregunta cómo se hace para formar parte de una familia de cuatro cuando uno de los miembros ya no está, y no queda nada de él, ni siquiera una foto en la que se le vea la cara. Lo que hay es una foto de unas manos de hombre con un reloj plateado que sostienen en el aire a un Facundo bebé que se ríe a carcajadas. Roxy sabe que esas manos son las de su papá porque su madre se lo dijo y porque ella se acuerda bien de ese reloj plateado. Cuando su padre se entusiasmaba y empezaba a dar discursos, hacía muchos gestos, y el reloj lanzaba destellos como si fuera una bola espejada. A Roxy le parecía muy divertido que ni su padre ni nadie pareciera notar que todo lo que él decía terminaba convirtiéndose en un show de luces.

Facundo sostiene las velas mientras Roxy enciende los fósforos.

–¿Querés ver de lo que nos salvamos? –le pregunta Roxy.

Él sonríe y alumbra a su hermana con las velas mientras ella abre la heladera y levanta la tapa de la fuente donde su madre les dejó la cena que Nilda debería calentar para ellos. Los chicos empiezan a reírse justo cuando Nilda entra en la cocina y pregunta:

–¿Cuál era el menú de hoy?

–Zapallitos rellenos –dice Roxy, y ella y su hermano imitan a Nilda, que se tapa la nariz y saca la lengua.

–Puaj –dicen los tres a coro.

Como cada martes y jueves, en ese momento el bolso de Nilda se vuelve un artefacto mágico donde desaparece la comida que la madre les deja preparada y de donde salen los ingredientes básicos para los dos o tres platos que, en su rol de amos de la noche, los chicos siempre eligen (panchos, hamburguesas o pochoclo salado).

Entre los tres preparan las salchichas, cortan los panes, ponen mayonesa en un costado de cada plato y cuentan hasta cincuenta mientras esperan que, ya en el horno, el queso de los panchos se derrita como a ellos les gusta. Después llevan los platos servidos al living y se sientan en el piso, con las piernas cruzadas, alrededor de la mesa ratona, para comer como si estuvieran de picnic. Cuando ya están acomodados, Nilda sopla las velas y ya no ven nada.

A Facundo le encanta comer a oscuras porque le sirve de excusa para agarrar la comida con la mano, para ensuciarse los dedos y la ropa y no sentir culpa si vuelca la bebida o si se ensucia el pelo con mayonesa. Y Roxy disfruta de saber que su hermano, al menos por unos pocos minutos, deja de estar tan preocupado. Facundo siempre está preocupado por algo y a veces se pone tan serio que Roxy no puede evitar el impulso de hacerle cosquillas. Cuando las cosquillas funcionan, Facundo tiene uno de sus ataques de risa. Pero cuando no hacen efecto, él se ofende y se pone aún más serio y a Roxy se le hace un nudo en el estómago. Odia equivocarse con él, porque su hermano es la única persona en el mundo a la que ella siente que realmente puede proteger.

–Hoy Miguel les va a traer una sorpresa –dice Nilda de pronto.

Los ojos de los chicos ya se adaptaron a la oscuridad y alcanzan a ver que Nilda está sonriendo. Ella es la única que se alegra cuando su marido los visita. Porque a pesar de que siempre les lleva helados y Coca-Cola, a Roxy no le gusta que Miguel se una a ellos. Es un hombre muy estricto con las reglas y jugar con él se puede volver hasta complicado. Pero lo que menos le gusta es que, aunque Facundo se lo niegue, ella sabe que lo pone nervioso. Las cosquillas jamás funcionan cuando está Miguel. Roxy supone que es porque nunca pudieron verle bien la cara. Miguel llega cuando ya apagaron todas las luces y se va un rato antes de que Nilda los acueste a dormir. Y tiene una voz grave y ronca que retumba en el departamento cuando cuenta en voz alta mientras el resto se esconde o cuando repite el reglamento de «encontrar al asesino» que ya se saben de memoria o cuando discute con Nilda por alguna cosa. Miguel siempre la está retando.

–Les va a encantar la sorpresa –dice entonces Nilda, y como si lo tuvieran ensayado, justo en ese momento suena el timbre.

Facundo aprieta la rodilla de Roxy por debajo de la mesa y a ella le sorprende que tenga la mano tan fría.

Nilda atiende el portero eléctrico y después abre la puerta del departamento para quedarse esperando a su marido. Cada tanto, da unos pasos por el pasillo y acciona la luz automática. Por unos segundos, la luz del pasillo se enciende y llega hasta el departamento. En uno de esos momentos de luz, Roxy mira a Facundo y ve que no sólo está serio, sino que tiene los ojos brillosos. Ésa es su cara de miedo, y a Roxy no le gusta nada esa cara. Entonces se le ocurre una idea y gatea alrededor de la mesita hasta quedar junto a su hermano.

–¿Vos sos el amo de la noche? –le pregunta al oído. Facundo rápidamente se seca los ojos y Roxy sabe que supo leer a su hermano y que está a punto de ofrecerle justo lo que él necesita.

–El amo de la noche elige el primer juego con prenda, ¿no? –La luz del pasillo se enciende y Roxy ve que Facundo está asintiendo con la cabeza–. Entonces yo digo que vos, que sos el amo de la noche, órdenes que hoy vamos a jugar a las escondidas en parejas. –Facundo frunce el ceño por un segundo–. Nosotros dos contra ellos –termina de explicar Roxy, y Facundo ni siquiera responde, sino que agarra fuerte a su hermana y la ayuda a levantarse.

Oyen que Miguel abre la puerta del ascensor y que Nilda lo saluda mientras acciona una vez más la luz del pasillo. Está mirando a su marido y les da la espalda a los chicos, pero si en ese momento se hubiera dado vuelta habría visto a Roxy y a Facundo correr por el living rumbo al corredor que llega hasta el baño y a los dos dormitorios y, en el placard del cuarto grande, al escondite que les fabricó su mamá y que es donde les dijo que tienen que meterse si alguna vez unos desconocidos llegan a entrar en el departamento a la fuerza, o si ella les da la orden de guardarse, o si la escuchan gritar, o si por cualquier motivo llegan a sentir miedo.

Cuando se meten en el escondite sienten que están entrando en una oscuridad adentro de otra oscuridad. Pero no le tienen miedo a la oscuridad, al contrario, y hasta se ríen al encontrar allí, entre otras cosas que su madre guardó para ellos, una linterna y varias pilas. Roxy guía a Facundo y lo acomoda frente a ella, donde puede rodearlo con sus brazos. Facundo ya no tiene las manos frías y se acurruca contra ella. Roxy escucha la respiración agitada de su hermano. El escondite huele igual que el placard, una mezcla del perfume de su madre y de naftalina.

Afuera, Nilda los está llamando. Al rato, también oyen la voz ronca y grave de Miguel diciendo sus nombres. Suenan preocupados primero. Después nerviosos. Después enojados. Abren y cierran puertas. Entran y salen varias veces de las mismas habitaciones. Corren muebles. Discuten entre ellos. Por unos segundos hacen silencio y cuando vuelven a llamarlos hablan con voz suave, tratan de persuadirlos con promesas, piden por favor. Pero ni Roxy ni Facundo están pensando en responderles o en salir. Su madre les dijo que, una vez adentro, no deben dejar el escondite hasta que ella lo diga, o si sus abuelos van a sacarlos, o si pasa demasiado tiempo y nadie los va a buscar, y que antes de asomarse deben estar seguros de que ya no hay nadie peligroso ahí afuera.