El cuento por su autor

El azar, casi siempre, incomoda. Hay una necesidad de justificar las conductas y, sobre todo, de planificar el futuro, trabajar en su diseño. La programación es percibida como garantía de éxito, de efectividad. En otra época de mi vida, que me resulta más ficcional que lo que escribo, formaba parte de una multinacional en la que cada año se trazaban –y ajustaban– objetivos, numéricos y cualitativos, para los siguientes tres años. Un delirio del que todos participábamos con absoluta convicción. Un tema de verosimilitud. Pactos. No sé: cosas que uno hace para sobrevivir en una maldita estructura. Lo que intenté hacer en este relato es narrar lo contrario: lo imprevisible, lo relativo. Las cosas que se encadenan por un orden caprichoso. Ojo: hablo de “orden” porque el hecho de que no sea volitivo-ni consignado en una planilla de excel? no implica que no haya sistema; quiero decir, el rumbo de los destinos depende de un mar de fondo que existe, pero que resulta inefable, creo. 

El asunto es que en este cuento quise narrar esa deriva, ese flujo que parece que lo arrastrara a uno hacia experiencias insólitas. Para hacerlo traté de abandonarme al ritmo del acontecer; en otras palabras, procuré que la peripecia marcara el tono de la escritura, fuera su respiración, su cadencia. No sé. Hice lo que pude. La historia que disparó este cuento es cierta en parte. La alteré cuando imaginé que el relato lo necesitaba. Las biografías me enseñaron que las leyes de la ficción se imponen a las de la realidad. En los 80, los campings de Gesell eran lugares increíbles, escenarios extrañados en los que ocurría cualquier cosa. Una madrugada de aquella época, me pasó a buscar un amigo en su camioneta. Inolvidable. Nos íbamos a la costa. Yo sentía que partía a Bangkok. Algo de esa expectativa, de esas ganas de descubrir cosas, pervive en mí hasta el día de hoy. Me pasa cuando me voy de viaje. Ocurre hasta con el más trivial, con el menos significativo.