Visité a Silvy hace pocas semanas, un mes antes de que su novia pudiera adoptar a Olivier. La legislación suiza -que no parece tener intenciones de aprobar el matrimonio igualitario-, recién a partir del 1 de enero reconoció a Anabel en el rol que su hijo la reconoce todos los días. Cuando ella llega de trabajar y abre la puerta tras hacer un largo camino en la nieve (deja su camioneta en la ruta y sube la montaña), Olivier grita ¡mamá! Y zapatea agitando los rulos rubicundos. Tiene dos años y se la pasa de este lado del ventanal jugando y mirando a su gato Polemic andar entre los pinos blancos semipelados. Detrás del felino paseandero se extiende un increíble lago, que a Olivier, atento a las cosas inmediatas, le pasa desapercibido. Los tres -cuatro con Polemic- viven en el cantón de Berna, en las afueras de Neuchatel. Inútilmente imaginé que en el centro de ese pueblo se avivaría una movida nocturna que contrastara con aquellos días tan apacibles. Uno de los sitios más bellos que vi era también uno de los más deshabitados. Preciosos bares casi vacíos que ofrecían acolchados doblados sobre las sillas para poder sentarnos en las veredas medievales a comer exquisiteces y descorchar vinos franchutes, fueron el lujo que compartí exclusivamente con mis amigas. Demás está decir que el agite terminaba ahí y aunque fui feliz en familia y respirando el aire puro de la montaña, hubo que ir a Madrid. Fui con Silvy y anduvimos por Lavapiés; cenamos en Achuri, un bar refugiadosfriendly en donde sirven el mejor vermú del mundo y un incomparable cous cous, y luego dimos, oh casualidad, con un sex shop. Se llamaba “Los placeres de Lola” y ostentaba la más original colección díldica que una lesbiana pueda retener en sus pupilas. Desde diecitantos euros hasta ciento y largos, el muestrario de diseños coloridos y funcionales es un recuerdo que no dejo de acariciar. Entre ellos había uno que Silvy, conocedora, ponderó sobradamente, pero ése era imposible de pagar para una sudaca como yo, clase media de la argenta neoliberal en franco decaimiento. Por la vendedora nos enteramos que la supuesta movida L estaba en “Fulanita de tal”, a media hora. Como todo cambia para que nada cambie, al llegar al boliche nos encontramos casi en la misma situación que veinticinco años atrás cuando éramos novias y visitamos un sitio nocturno de la misma zona, Chueca, excepto porque ya no nos besábamos ni pasaban “Mi tierra”, el hit ‘93 de Gloria Estefan. Por supuesto que preferimos terminar la noche andando por Calle de Malasaña, Plaza Dos de mayo, Calle del Pez y del Espíritu Santo, donde, entre cañas y tapas, nos fuimos cruzando una variada población bollera resistente a la cápsula del boliche. Todo esa especialidad separatista del ambiente, por suerte, había quedado en el tiempo y en cualquier parte Madrid era una fiesta.