La rueda de la maravilla
(Wonder Wheel)
EE.UU., 2017
Dirección y guión: Woody Allen.
Fotografía: Vittorio Storaro.
Montaje: Alisa Lepselter.
Reparto: Kate Winslet, Justin Timberlake, Juno Temple, Jim Belushi, Jack Gore.
Distribuidora: Digicine.
Duración: 101 minutos.
8 (ocho) puntos
Como variación de una misma melodía, la más reciente película de Woody Allen se adentra en terreno conocido ‑¡es su largometraje número 47!‑, al que revisita de la mano de su nueva musa, y vale tener claro que no siempre se trata de actrices, si bien y con justicia, Kate Winslet podría serlo.
En este sentido, si la dirección fotográfica de calibre artesanal de Gordon Willis, Carlo Di Palma y Darius Khondji, supieron retroalimentar y calificar de la mejor manera al cine de Allen, ahora el turno toca a Vittorio Storaro. El vínculo inició con Café Society, continúa con La rueda de la maravilla, y tiene tercer film en postproducción: A Rainy Day in New York, cuyo título ya provoca ganas de ver esas imágenes de lluvia y ciudad.
Si en Café Society el escenario era el Hollywood de los años '30, La rueda de la maravilla toma a Coney Island en plenos '50, un escenario cuya elección seguramente estribe en la colaboración con el genio italiano. Es decir, ¿cómo no figurar situaciones semejantes cuando se tiene la vara de Storaro al lado? Y vale detenerse en el asunto, porque La rueda de la maravilla posee resoluciones fotográficas que operan de manera consciente en el montaje, y obligan a suponer cómo habrán sido esas decisiones entre director y fotógrafo. Por ejemplo: la luz del amanecer recorta a la pareja que termina de tener sexo bajo el muelle, la luz naranja se fortifica progresivamente hasta alcanzar la denominada "hora mágica", esos segundos valiosos prontos a desaparecer, que aureolan con candor a la Winslet; luego, la luz cae, el fulgor decrece, como si fuese un momento que se sabe hermoso y efímero. Todo ello en plano secuencia, sin cortes. Una belleza que habla de saber plástico, de sensibilidad y afecto hacia sus personajes, delineados aquí por un pincel que les cuida y les hace hablar más allá de sus palabras y gestualidad.
La rueda de la maravilla se propone desde un narrador que es voz en off y personaje: Mickey (Justin Timberlake) trabaja de guardavidas cuando no cursa su maestría teatral. Mata el tiempo leyendo sobre Hamlet, Edipo y Eugene O'Neill, cuya "necesidad de mentirnos para seguir viviendo" será citada. Tal vez, todo lo que al espectador le narre -durante sus tardes de gentío y calor interminables‑ no sea más que la consecuencia de su ingenio aburrido. Mickey, de hecho, oficia ‑a la manera griega‑ como coro de sí mismo: mira al espectador, indica alertas, anuncia el porvenir.
Como sea, allí la historia: Ginny (Winslet) vive en el parque de atracciones de Coney Island una existencia de mesera y rutina, tras un matrimonio fracasado que le ha legado un hijo cinéfilo y pirómano. Sus sueños de actriz han quedado sepultados, ahora en compañía de un marido (Jim Belushi) que gana su vida con una calesita y gasta sus tardes pescando. Hasta que llega la hija de él, Carolina (Juno Temple), huyendo de su marido mafioso. Ahora bien, de manera conforme a la tragedia, los personajes incidirán en la reiteración de un padecer del que creen huir. El narrador, también personaje -resorte sensual en quien recalarán tanto Ginny como Carolina‑, asiste impertérrito, aun cuando sea víctima de un idilio desdoblado entre lo que posee y lo que no, entre lo que sabe consigo y el riesgo. Sus decisiones claro que afectan, pero es el destino el que hace su jugada: la lluvia, por ejemplo, que sabe cuándo aparecer para dejar el día libre a Mickey, para que los amantes se encuentren, para que los entuertos se entretejan desde la casualidad. Vale decir, el título del film no sólo remite al juego que gira: infortunio o no, la rueda vuelve al punto de inicio. Y vuelve a girar.
Hay un momento bisagra, que toca la mitad de la película; se construye desde el interior de la casa de Ginny: es su cumpleaños, tras las visitas quedan ella, su marido, los hijos. Las réplicas cruzadas, los reproches y vaivenes emocionales que se articulan son extraordinarios, con una cámara que sigue el derrotero de la acción mientras divide el encuadre de maneras simétricas, a la par de los diálogos. La dualidad que se vive allí -en cantidad de personajes, parentescos, intenciones, razones y emociones‑ es la que atraviesa a la película toda, a través de una claridad formal que sólo es conseguible por quien sabe respirar cine.
Por eso, cuando maestros como Allen y Storaro suman fuerzas, lo que surge es magistral. Así lo significa la secuencia final, entre Ginny y Mickey, con ella vestida para la resolución dramática, bajo el atuendo y maquillaje que la escena requiere porque, a recordar, sus deseos de actriz no se han extinguido. La luz que emana del parque de atracciones le acompaña durante el parlamento, es su gran momento, hasta quedar bajo un haz que bien podría pasar por teatral. Una situación, entre muchas otras, que recuerda la genialidad que Storaro compusiera para Golpe al corazón, de Francis Ford Coppola, con el neón releído anímicamente.
En otras palabras, tal vez Ginny haya logrado el papel soñado, tan efímero como el de aquel atardecer ardiente. O quizás se trate, ni más ni menos, que de una obra malograda e ideada por un guardavidas ensimismado. Mientras, la rueda vuelve a girar, junto a la luz fría. Es de noche.