Me gustaba anotar, memorizar y repetir viejos dichos anónimos y populares que llegaban a mis oídos. Los traducía, investigaba sus orígenes, intentaba interpretarlos. Algunos los entendí en el momento, otros me confundieron en su aplicación. El tiempo, no sólo me aclaró las dudas, también me obligó a utilizarlos. "El zorro pierde el pelo pero no las mañas", fue una de las frases que experimenté en carne propia. A los veinte y cinco años no se cuenta con mucha astucia para contener, pero sí con una frondosa cabellera para disipar. "El hombre que llega a los treinta con todo el pelo, lo mantendrá de por vida. El que lo empiece a perder antes, está condenado a la calvicie", palabras sabias usadas durante un asado de fin de año por don Fermín, peluquero jubilado, sentenciaron mi apocalipsis. Después de comprobar las mentiras publicitarias de cremas enjuagues, jabones y ejercicios capilares, la desesperación me llevó a tocar timbre en la casa de Luján, atractiva mujer que solía cruzar el barrio, moviendo su cuerpo al compás de pulseras, collares y aros. La bruja, la llamaban la mayoría de las amas de casa del vecindario, transformando su envidia en críticas despiadadas. "En otras palabras, vos lo que querés es verte con pelo de aquí a unos años", interpretó la anfitriona. "Para eso vine", contesté  de prisa. "Entonces, sacate una foto ahora mismo", fue su sarcástica respuesta. Mi primera intención fue abandonar el lugar de inmediato. Sin perder su encanto, la pitonisa continuó con su diagnóstico. "En la vida vas a perder un montón de cosas, lo que no podés extraviar es tu sentido del humor... Estás herido en tu ego, el cabello es sólo una protección para el sol, te ponés una gorra y listo. Además, particularmente,  siempre me gustaron los pelados. Tu problema, tal vez radique en lo que significa el pelo para vos y fundamentalmente para la puta sociedad". Nadie me había hablado así hasta ese momento. Le creí desde un principio. Sentí que me hablaba desde un lugar distinto, sitio al que había llegado después de haber pasado por toneladas de pastillas, encierros, internaciones, instrumentos con los que el sistema aplica su poder normalizador. Estaba frente a una sobreviviente de la lucha contra lo normal, que había elegido su propio camino de percepciones, imágenes y sueños. Se la notaba libre, lejos de todos los ismos, segura de su inseguridad. Me dejé envolver con su discurso, como en un cuento con palabras desconocidas. Me habló de Reiki, dividió mi cuerpo en chakras y me hizo jugar de comodín entre barajas de arcanos. Desde aquella dimensión, su voz actuó como un rompehielos que comenzó lentamente a   quebrar mis témpanos de miedo. Después de mezclar varias veces las  cartas y separarlas en tres grupos, se encargó de mostrarme una por una las caras de naipes totalmente extraños para mí. "Entiendo que es difícil lo que te voy a pedir, pero dejate llevar por tu intuición, no pienses... la mente es fría, entíbiala con los sentidos para luego   elegir la estampa más sentida". Recuerdo haber optado por una imagen de una mujer desnuda arrodillada a orillas de un río, vertiendo agua desde dos urnas rojas. "Sos lo que ves. El agua es vida. Dos cántaros, un río. Te veo partido en dos. Una parte tuya trata de conformar a todos, de no defraudar, de cumplir con lo que esperan de vos a cualquier precio y otra que muere por fluir, por ser, por intentar saber quién eres realmente. Contra la caída del cabello, creo que no podés hacer nada, pero tenés una linda tarea por delante". Antes de finalizar la consulta, acompañó unos masajes con otra enseñanza. "Aquí arriba, cerca de los hombros, están tus enojos hechos nudos. Más abajo, habitan tus miedos y en el cíatico habita el ático". Volví varias veces a lo largo de mi vida a reflejarme en esas pinturas y a endulzar mis oídos con su voz. En mi última visita me atendió con la misma calidez de siempre. Adivinó el dibujo elegido en el espejo de mis ojos y versó sobre el Ermitaño. Me habló de una luz interior, de un cierto grado de auto‑realización, así como también de la soledad como castigo de los dioses. Aquella tarde se animó a profetizar, "la mujer que siempre imaginaste, no sólo existe, también aparecerá cuando más la necesites". En la despedida, me volvió a sorprender: "No sé si habrá próxima. Estoy a punto de salir de viaje. No entiendo como pude estar tanto tiempo en un mismo lugar. Siento que el sedentarismo me está asfixiando. De todas formas estoy segura que nos  volveremos a ver". Detuvo  mi ansioso camino en búsqueda de noticias sobre fútbol en un matutino de la ciudad, su sonrisa en blanco y negro  desde el fondo de la página de los avisos fúnebres. Me angustié pero no me sorprendí. Sabiendo de antemano la inexistencia de otra tarotista como Luján, hoy cuento con mi propio Tarot de Marsella. Pago mi culpa prometeica jugando solitarios en mi guarida, esperando paciente la cicatrización de quemaduras en mi alma lampiña, sin filtro ni protección alguna, expuesta permanentemente a mundos de fuegos. Para combatir mis fuertes dolores de cintura, escribo. No conozco otra manera de limpiar mi buhardilla.

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