Trump estaba personalmente herido por cómo lo trataban los medios importantes. Se obsesionaba con cada crítica hasta que llegaba otra crítica nueva. Algunas críticas quedaban seleccionaban y eran repetidas una y otra vez, con el enojo creciendo en cada repetición (el presidente usa todo el tiempo el DVR). Buena parte de la conversación presidencial consiste en hablar obsesivamente de lo que dijeron sobre él varios conductores y panelistas. Se enoja cuando lo atacan y cuando atacan a los suyos. Pero no les reconoce la lealtad a su equipo, no culpa el progresismo de los medios por las críticas: los culpa a ellos por no saber conseguir buena prensa. 

La pedantería de los medios y su desprecio por Trump ayudó a crear un tsunami de clicks en los medios de la derecha. El presidente atormentado, enojado, lleno de pena por sí mismo, no se enteró de ese apoyo. Lo que quiere es que todos los medios lo amen. En esto, Trump es profundamente incapaz de distinguir entre su interés político y sus necesidades personales: él piensa emocionalmente, no estratégicamente. La gran cosa de ser presidente, cree él, es que uno es el hombre más famoso del mundo y que los medios siempre adoran y veneran a los famosos. ¿No? Pero, confusamente, Trump es presidente en buena medida por su talento, consciente o reflexivo, de alienar a los medios, de ser transformado en una figura despreciada por los medios. “Para Trump”, explicó Roger Ailes (uno de los fundadores de Fox News), “los medios son poder, más que la política, y él quiere la atención y el respeto de los medios más poderosos. Hace veinticinco años que Donald y yo somos buenos amigos, pero a él le gustaría más ser amigo de Murdoch, que lo consideró un retardado hasta que llegó a presidente”.