Un problema realmente único con el presidente es cómo hacerle llegar información a alguien que no lee, no puede leer o quiere leer, y que a lo sumo escucha lo que quiere escuchar. La otra parte del problema es cómo calificar la información que sí le gusta recibir. Su asistente Hope Hicks, después de un año, había afilado su sentido de qué información aceptaba Trump: breve. Steve Bannon, con su voz intensa e íntima, podía meterse a veces en la mente presidencial. Kellyanne Conway le llevaba el relato de los ataques e injusticias en su contra. Luego estaban las llamadas, después de cenar, al coro de millonarios amigos. Y sobre todo, el cable, programado para llegarle, para cortejarlo o enfurecerlo.

La información que no le llegaba era la información formal. Los datos. Los detalles. Las opciones. El análisis. Ni siquiera veía un Power Point. Todo lo que remotamente sonara a un aula o a una clase -”profesor” es uno de los insultos de alguien orgulloso de faltar al colegio, nunca haber comprado un manual, nunca haber tomado apuntes- lograba que el presidente se retirara. Esto era un problema en varios niveles, de hecho en casi todas las funciones presidenciales, pero seguramente era peor en cuanto al tema de evaluar opciones estratégicas militares. 

A Trump le encantan los generales. Entre más medallas mejor. Lo que no le gusta al presidente es escuchar a los generales.