Las lágrimas más dolorosas son esas que se derraman en el último momento; el cadáver lleva horas ahí, pero basta que una mano cierre la tapa del ataúd, o que alguien decida que ya es momento de moverlo hacia algún lugar del que se sabe jamás saldrá, para que derramemos el alma por los ojos. Es la secuencia más física de la ausencia, la primera ausencia del que partió. Nunca más será ese rostro como de cera, nunca más sus ojos sobre los nuestros, su voz en nuestros oídos, nunca más. Vemos que se aleja, y lloramos porque vemos. Más tarde habrá otras lágrimas, quizá más profundas, más emocionales, pero no tan verdaderas como éstas del primer adiós. La verdad de estas lágrimas radica en la fuerza; son como un puñetazo a Dios.

Lloré a Lucía porque le había tomado cariño, porque era tan joven, porque me pesaba la lápida sobre la tumba de los muertos que hasta ese momento había resistido: mi madre, mi padre, mi hermano Tom, mi... mi hijo Sebastián. Hacía años que no pensaba en él, o creí que no lo hacía. Recordé sus ojos, la última mirada que me dedicó, y caí sobre la cama, destruido. Me dolía el pecho, el corazón, mi cabeza daba vueltas, pero ya no podía llorar. Mis ojos se secaron repentinamente; no podía llorar ese dolor, no lo podía exorcizar. Me faltaba el aire, ¡necesitaba respirar! ¡Necesitaba llorar! Clara había sido más fuerte y más sabia; durante el primer año lloró día tras día, no salía de la casa y a veces ni siquiera de la cama, hasta que un día cerró el grifo, se peinó, se vistió y salió a la calle para recuperar la vida que también ella había perdido. En cambio yo me resistí a las lágrimas; enterramos al chico y seguí mi vida como si nada hubiese ocurrido; iba a donde me convocaban, reía cuando tenía que reír, hablaba cuando se esperaban palabras mías; nadie sabía lo que llevaba adentro, ni siquiera yo lo sabía, hasta que una mañana, cuando Clara ya había salido de la casa, tomé la pistola que guardaba en el placard y llevé el caño a mi boca; cerré los ojos, martillé el percutor, puse el dedo en gatillo, disparé. Estaba descargada.

Para un psicólogo este fallido podría simbolizar mi deseo inconsciente de seguir con vida; sin embargo, sólo yo sabía cuánto me dolía seguir. Guardábamos el arma cargada. Clara la descargó una mañana sin avisarme y sin explicarme luego por qué. Cuando le pregunté qué había hecho con las balas me respondió que no lo recordaba; el arma sigue en el armario, sin balas. Tomé el acontecimiento como una señal de que debía quedarme para expiar mis culpas. ¿Qué culpas? No lo sé, alguna ha de haber porque Sebastián está muerto y yo, que soy su padre, le sobrevivo.

Sebastián vivió apenas un año. Nació bajo el signo de Cáncer una mañana gris de Julio. Era sano, robusto; no debía morir. Como tampoco debía morir Tom. Durante el embarazo, Clara y yo desconocíamos el miedo común a todos los padres primerizos: nosotros sabíamos que nuestro hijo sería perfecto, que tendría cinco dedos en cada mano y en cada pie, que sus ojos verían y su voz se haría oír hasta el fin del mundo, que su mente sería poderosa. Los árboles deshojados de aquél invierno fueron las más bellos. El bebé y Clara dormían; me asomé a la ventana y sentí que aquél paisaje de ramas secas y césped verde gris era Dios. El sol apenas aparecía y en el sanatorio comenzaban a oírse los ruidos de la rutina matinal. Los primeros en llegar fueron Noemí y Tom. Estaban tan felices como nosotros. Tom se asomó a la cuna y extendió la mano; Clara se sobresaltó. Noemí le explicó que no debía tocarlo porque era muy frágil todavía; Tom comprendió y se alejó. Fue a pararse cerca de la puerta, se sentía mal y no porque no pudiese tocar al bebé, sino porque entendía que sus manos y su cariño eran torpes. Me apené por mi hermano; levanté al bebé de la cuna y se lo acerqué para que lo besara. Tom sonrió; los ojos le brillaban; amaba a mi hijo desde el primer momento tanto como si hubiese sido suyo.

Tom era el menor de los tres. Tenía 20 años. Cuando él nació, la preocupación de mis padres fue la de no contar con la suficiente vida para protegerlo todo el tiempo que lo iba a necesitar. Mi padre murió cuando Tom tenía 10 años; el día previo, nos hizo prometer a Noemí y a mí que nos encargaríamos del chico y responderíamos por él así fuese con nuestra vida. A veces me pregunto si mis padres sentían más amor que culpa por Tom. Iban a dejarlo solo muy pronto, lo sabían desde que nació. Tom sabía o presentía aquella culpa y les devolvía el amor multiplicado por diez. No era pseudo autista como decían algunos médicos; él respondía a los sentimientos. Tom era puro amor, y con ese amor miraba a mi hijo aquel primer día.

Noemí había traído chocolates para Clara, los comimos con ganas; Sebastián parecía disfrutar también del sabor del chocolate mientras mamaba. Era la segunda vez que Clara lo alimentaba y todavía era un acontecimiento en sí mismo; estábamos emocionados; en silencio, lo mirábamos comer. Sé que Noemí a duras penas reprimió las lágrimas; odiaba llorar en público, pero era tan sentimental y era tal el deseo de ser ella madre también que cada tanto alguna la traicionaba. Nos habíamos compenetrado en el bebé comiendo y descuidamos a Tom. Había desaparecido de la habitación. ¡Dios mío! dijo Noemí. No te preocupes, debe estar en el pasillo, dije, y salí a buscarlo. Le pregunté a una enfermera si había visto a un muchacho... Un muchacho cómo, me preguntó. Padece un retraso, dije yo, ahogándome con las palabras. Ah, sí, lo vi caminando en el patio. En ese momento salía Noemí para avisarme que lo había visto desde la ventana; estaba afuera abrazado a un árbol. Iba a correr, pero me contuve y caminé lo más aprisa que me permitía el entorno. Encontré a Tom donde me había indicado Noemí. El árbol que abrazaba era el mismo que yo había asociado con Dios poco antes. Si Tom lo abrazaba, es que entonces ese árbol era Dios.

Qué pasó con Dios; por qué se fue, por qué de pronto un día desapareció como si nunca hubiese existido; por qué sólo puedo pensar que el engaño estaba bien para personas como yo, pero no para un ser que era puro amor.

Abracé a Tom y la vergüenza me asfixió. No era por él, sino por mí. A la enfermera le había dicho "padece un retraso". Cuál era la referencia para decir que Tom iba retrasado. Cuál era el modelo que me hacía ahogar con las palabras que falsamente lo describían. Tom era feliz por Sebastián, por Clara, por mí, por él. Tom vio a Dios donde yo lo había visto y fue a demostrarle lo que sentía por él. Ése era Tom, eso era Tom.

Lo abracé y lloramos. Lloramos. Eramos felices. Tan felices.