“Hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo.” 

Yerma, Federico García Lorca.

El torbellino del mundo ha ido inculcado la conciencia de un individualismo que declara que lo que se logra es gracias a uno mismo y no debe nada de los demás. Por eso no tiene gratitud por todo lo que ha recibido de la sociedad, ni por la escuela, los médicos, o todas las otras personas que prestan su servicio sin excepciones y hacen posible la vida de la sociedad.  Solo los consideran importantes cuando se puede servir de ellos. Esto le lleva situarse al margen de la sociedad, porque cree que los problemas que la aquejan no son de su incumbencia. Así se incomunica de la sociedad porque cree que está más protegido y que la calle, el espacio abierto al encuentro del otro, no es su lugar.

Los viejos, tiempos cuando la calle contenía la sabiduría del encuentro, parecen hoy tan lejanos.  Solo basta recordar al gran Aníbal Troilo: “La calle es el mejor lugar de todos. Se aprende. En el hogar se aprende la educación, pero en la calle se aprende a vivir... Y si no me lo digan a mí. Todo lo que aprendí, lo poco y extraño que aprendí, lo aprendí en la calle”. 

Fue esa calle que acunó la solidaridad del pueblo extraviado para soñar con una nueva vida. El paso del tiempo ha ido borrando aquella escuela de la calle porque se ha ido modelando la vida de los ciudadanos. El temor a la calle se nutre de sospechas y de prejuicios. Un vendedor ambulante o un limpiavidrios, puede imaginarse como una potencial amenaza. Si alguien duerme en la calle es mejor esquivarlo.

No alcanza con creer que se cubre el conocimiento del mundo con las lecciones que buscan proveer los siempre prominentes medios. Se presenta la tentación de renunciar a la verdad, porque se supone que lo que ellos trasmiten es la verdad. Los estímulos que mayormente provee el poder mediático dominante, buscan persuadir a fin de provocar la despolitización de la sociedad y aceptar los parámetros sin cuestionarlos.

Pero, el aislamiento tiene sus límites y sus carencias; conocer la verdad deja de ser una decisión voluntaria y no el reflejo de un estado de cosas donde el ocultamiento de la verdad proyecta una imagen distorsionada de los hechos.

Cuando eso ocurre la salida es la calle. Hay que ganarla, ir al encuentro del otro. Por temor al pueblo, el gobierno pretende negársela. Las recientes marchas, de una enorme magnitud, escamoteadas por los medios, fueron fuertemente abortadas por una represión policial que, descargando una furia incomprensible, daban el mensaje de que la calle no le pertenece al pueblo. Con el dominio de los medios y el uso de una justicia adicta se hiere hondamente la vida democrática. 

Con estas herramientas que trasuntan crueldad social ejercen su poder. Saben que en la calle se rompen los aislamientos y el aire fresco de la compañía del pueblo quiebra los barrotes de la cárcel del egoísmo. Por eso, la resistencia se convierte en la fuerza para despuntar en el nebuloso horizonte.

Para no sucumbir como pueblo hay que valorar la fuerza de calle, a fin de romper los muros del silencio y lanzar el grito de vida y libertad. La tarea no es fácil, y los que tienen el poder no están dispuestos a abrirle paso al pueblo. Ya lo decía George Orwell en su “1984” que el poder no es un medio sino un fin, porque “el objeto del poder es el poder”. Y la furia desatada en la calle lo atestigua.

La calle es “donde se aprende a vivir”, el espacio del cambio para el poder del pueblo. Alguna vez a una calle se le llamó “la que nunca duerme”. Toda calle nunca duerme y espera a los hijos del pueblo para que salgan a defender sus propios derechos. Porque, como bellamente lo expresó Fernando Borroni, la calle es “la cordillera libertaria de los descamisados de la patria”.

* Comunicador social. Pastor metodista. Ex presidente de la Asociación Mundial para las Comunicaciones Cristianas.