Una adolescente y sus dos gatos (uno de verdad y otro de peluche) son tapa de Vogue en Snapchat, ella está en el medio con los brazos extendidos y los dos gatitos miran de costado y levantan una pata -al que no es de peluche le cuesta un poco más sostenerla en el aire-. En un abrir y cerrar de ojos son Dovima y sus elefantes, enseguida los felinos salen de cuadro y con un rápido cambio de vestuario, ella es Modesty Blaise. Ser otra en poco tiempo es fácil en el reino de las aplicaciones, la perpetuidad no existe; ser aquella Dovima entre proboscídeos no fue pose para un parpadeo. La foto eterna, alegoría de la moda de los años cincuenta y un fuego artificial en las subastas,  es de Richard Avedon y Harper’s Bazaar la publicó en septiembre de 1955. Hay dos versiones, una con un vestido blanco y otra con un vestido negro pero Avedon no quedó conforme con las simetrías del blanco y si bien las dos fotos fueron publicadas, los negativos de la primera se perdieron con esmerada intención. Era la belleza más notable y menos convencional de su tiempo, dijo el hombre de la cámara, y se llamaba Dorothy Virginia Margaret. El Dovima con el que se hizo famosa, resultado de la unión de  las primeras sílabas de sus nombres (hay versiones que explican las razones del apodo usando otras combinaciones), era el nombre –su otra yo, su yo suprema– de la amiga imaginaria que inventó desde la cama cuando una fiebre reumática la tuvo un año encerrada y casi siete recuperándose. Una infancia de aventuras con Dovima mientras la vida de los otros tenía forma, olor y voz de teléfono. 

Su llegada al mundo de la moda se cuenta sin calabaza hecha carruaje pero con parecido encantamiento: verla caminar por Manhattan bastó para que un editor de Vogue la viera y le propusiera modelar. Al día siguiente Dovima posaba delante de la cámara de Irving Penn. Vogue inmediatamente la decretó estrella y poco después ya era la modelo que más dinero ganaba. Glamorosa, altiva, lejana (en la competencia por un cuerpo infinito llevaba la delantera su cuello –posible ganador–) y con los labios en mohín cerrado (uno de sus dientes la inhibía), era una Mona Lisa con ropa Dior, “súper sofisticada en un momento sofisticado, definitivamente no era la chica de al lado”. 

Pero fue la chica de al lado –o casi– cuando Diana Vreeland llegó a la revista y la sacó de escena, dijo que Dovima ya se había visto demasiado. Dovima prefirió decir que se iba antes de que la cámara se pusiera cruel. Enroque de nombres y un silencio. A pesar de algunas participaciones en cine y en televisión no fue la actriz que buscó ser y vivió los años setenta vendiendo cosméticos, dándoles la bienvenida a huéspedes en hoteles y recibiendo a quienes iban a comer a una pizzería de moda. 

Sus dos primeros maridos administraron –le robaron– su dinero y ningún maquillaje pudo tapar los golpes que el segundo le daba (cuando Dovima se mudó, él la denunció y le sacó la tenencia de su hija). Hubo un tercero, su único amor decía ella, un barman al que conoció cuando los dos trabajaban en un restaurante y con quien vivió hasta que él murió en 1986. Como la Gautier que supo ser delante de la cámara lúcida sufrió a media luz los cuatro años que vivió sin él entre escombros de desplazamiento y sustitución de prestigio. Quedaba vivir la muerte para hacer –marcar– la diferencia sin el tabique que tras la lente se inclinaba con delicadeza para comentarla.