La historia demuestra que toda política macroeconómica ha requerido de una configuración institucional determinada, que dispusiese de reglas de juego con arreglo a las cuales articular los mecanismos de financiamiento público. Por caso, el “nuevo institucionalismo económico” identificó en las condiciones institucionales inglesas del siglo XVII las razones de la divergencia en los patrones occidentales del capitalismo: tras la Revolución Gloriosa de 1688, el marco parlamentario limitó la discrecionalidad monárquica en Inglaterra, propiciando condiciones institucionales acordes a las requeridas por los prestamistas del erario inglés; ese contexto institucional habría otorgado a Inglaterra unas condiciones crediticias favorables para financiar con deuda no sólo sus guerras sino el proceso de crecimiento industrial. Por su parte, la presunta discrecionalidad de la corona hispánica y sus reiterados defaults habrían cerrado al trono castellano el acceso al crédito.

En el Río de la Plata, una vez que la Revolución quitó a la corona su potestad como árbitro de última instancia, desaparecieron las remesas de metálico que llegaban a Buenos Aires desde Potosí y fue preciso apelar a otras fuentes para financiar los gastos bélicos y administrativos. La Aduana de Buenos Aires generaba ingresos que ya existían desde la década de 1780 pero que adquirían renovado protagonismo ante la falta de plata potosina. Y el impacto que el cambio institucional revolucionario tuvo sobre las fuentes de recursos fiscales dinamizó otro renglón de ingresos, asimismo preexistente: el endeudamiento. Aunque la Hacienda persistía en su tradición de hacerse con fondos ajenos (como depósitos de terceros en custodia, o fondos en tránsito), fueron los donativos y las contribuciones a la tesorería porteña las que generaron recursos para cubrir urgencias en el corto plazo. Pero el crónico déficit fiscal impuso la reformulación del endeudamiento bajo el signo de la emisión monetaria. Los papeles comenzaron a proliferar bajo la forma de vales de Aduana negociables y títulos cancelatorios, una ristra de papeles depreciados en el incipiente mercado secundario local que eran aceptados por la tesorería como medio de pago para obligaciones tributarias. Ciclos de emisiones, consolidaciones de las deudas existentes, nuevas emisiones y consecuentes depreciaciones de los títulos, caracterizaron a estos iniciales mecanismos de financiamiento; estrategias fiduciarias que más tarde afrontarían el problema de la diversidad monetaria sobre el territorio de la República.  

 Para dejar de viciar con papeles a un mercado local que los depreciaba, el recurso fue tomar deuda en el exterior. Con el empréstito Baring Brothers de 1824 se abría entonces el largo camino de la deuda externa, garantizada con una emblemática hipoteca sobre las tierras fiscales. El endeudamiento adquirió así un rol estructural en el financiamiento público argentino, imponiendo a sus gobiernos la creación de condiciones crediticias favorables como variable política determinante. 

Así, una vez que la Argentina terminó de definirse como tal en la segunda mitad del siglo XIX, su capacidad agroexportadora sería la que respaldase el acceso al crédito internacional; por ello, la caída de las exportaciones agropecuarias en 1930 también obstaculizó el acceso al crédito. Aparecía la restricción externa, con la que tendría que enfrentarse cíclicamente el proceso de industrialización por sustitución de importaciones. No obstante, para mediados de 1970 los avances tecnológicos de Argentina habían comenzado a generar una tendencia favorable en la balanza comercial, que volvía plausible una industrialización sin estrangulamiento externo. Pero el giro hacia políticas neoliberales cambió el rumbo: la estrategia de atraso cambiario programado, que implementó la dictadura cívico-militar con argumentos anti inflacionarios, generó una balanza comercial negativa al desestimular las exportaciones y fomentar las importaciones. El endeudamiento para financiar déficit volvía al centro de la política económica. Y esta necesidad crediticia, creada por el proprio modelo neoliberal, generaba las condiciones para el colapso al profundizar el déficit en la balanza de cuenta corriente. El crac ocurriría cuando los acreedores percibieran el riesgo de default y cortasen los flujos, tal como lo explicaron Schvarzer y Tavosnanska para comprender la profundidad de la crisis de 2001.

En suma: si un gobierno no está dispuesto a sacrificar al neoliberalismo, sólo puede posponer la crisis adecuando las condiciones institucionales para garantizar la continua atracción de divisas que requiere el modelo. Y esa adecuación institucional toma distintas formas en la historia: la garantía cambiaria mediante una ley de convertibilidad; la flexibilización laboral para garantizar la rentabilidad del capital; una virtual garantía con fondos tomados de trabajadores activos y jubilados; la mercantilización de bienes y servicios públicos; la desarticulación de un sistema científico y tecnológico nacional; el desmantelamiento del Estado para anular su función redistributiva; la reducción del sistema democrático a su instancia electoral; la oportuna violación de derechos humanos para reforzar todas esas medidas. 

El neoliberalismo argentino asumió aquella ficción según la cual subdesarrollo y desarrollo constituirían dos estadios de un mismo y único sendero, transitado a la cabeza por economías avanzadas que irían dejando la huella a las economías que aún se encontrasen atrasadas. Quizás por ello ha emulado las fórmulas que en el siglo XVII posicionaron a economías como la inglesa en el centro del capitalismo mundial, aplicando pautas institucionales de Antiguo Régimen en un mundo contemporáneo para garantizar la deuda. 

En el Río de la Plata, en fin, la historia del financiamiento público pareciera repetirse dos veces: la primera como farsa y la segunda como tragedia.

* Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Investigador UBA-Conicet.