Tuvimos que cruzar un cementerio a oscuras para recuperar mi cuaderno de notas, olvidado justo al lado de una tumba. Mi compañero y yo habíamos recorrido El Salvador,para dilucidar en un informe televisivo junto al artista Dante Taparelli: los mensajes masones ocultos en las esculturas que blancas y voluptuosas, imponentes y oscuras asoman entre lápidas. El recorrido, con violines incluidos, es parte de una propuesta cultural elegida verano a verano por rosarinos y visitantes.

Había sido interesante reflejar en penumbras la calma desesperante de ese sitio. Pero al subir al auto descubrí que no tenía mi bolso. Y lo más valioso allí dentro no era el dinero (que no llevaba) ni los maquillajes (que suman 3) sino el anotador y la lapicera. Los periodistas solemos sobrevaluar nuestro cuaderno de notas. Ahí apuntamos teléfonos, bocetos de alguna una crónica inconclusa, personajes de los que queremos hablar, preguntas... Tal vez por aquello de que "una noticia nunca termina y nunca está todo contado", como decía Gabo, los puntos suspensivos aguardan siempre en algún anotador.

Lo cierto es que el cuaderno había desaparecido y yo estaba decidida a cruzar entre las tumbas para rescatarlo. Mi compañero, cual quijote sin armadura, me siguió. A mitad de camino, en medio de la inmensidad y en el más absoluto silencio escuchamos un grito. Seguimos caminando presurosos. Era el sepulturero que finalmente nos alcanzó. Respiramos profundo.

Y continuamos hasta un memorial fotográfico, construido por Taparelli donde yacen cientos de rostros que ya no miran. En el piso había un bolso marrón abrigando un cuaderno zaparrastroso, y felizmente mío.  Concluida la misión, el hombre nos guió hasta la puerta, con la poca charla de los que acompañan más seguido a los muertos que a los vivos.

Ya encandilada con las luces de neon me puse a ojear ese manual de tristezas colectivas. Las notas de esa semana podrían ser la cualquier otra en Rosario. Familiares de un chico asesinado pedían justicia en la puerta de los tribunales, un fiscal daba detales que identificaban al cuerpo de una chica encontrada sin vida en el río, una ventana agujereada como un colador evidenciaba los disparos que hirieron a un adolescente (al lado de esa nota había un teléfono de alguien que nunca atendió). Y las paginas seguían. Un femicidio, un vocero sindical denunciando las irregularidades de una empresa con bombos y redoblantes. La intendenta prometiendo la ampliación de las obras cloacales. Historias de un barrio sin luz durante 48 horas. El registro es infinito... y penosamente no pierde vigencia.

Los apuntes que solemos dejar los cronistas, a veces en lugares extraños (una vez alguien subió 200 escalones para devolverme uno) contienen fragmentos de historias cotidianas. Que se olvidan en la vorágine de nuevas noticias. Y que anidan como pájaros heridos. Son parte de una identidad colectiva que reescribimos a diario. A veces con infinito optimismo. Casi siempre con pena.