Luego de un mes detenidos, en las últimas horas y tras una intensa campaña política, el juez federal Sergio Torres ordenó la liberación de César Arakaki y Dimas Ponce, militantes del Partido Obrero apresados tras presentarse en la Justicia al ser acusados de lesiones en riña, resistencia a la autoridad e intimidación pública tras la protesta del 18 de diciembre, mientras en el Congreso intentaban votar la reforma previsional.

Siguen procesados y fueron embargados, pero tras mantenerlos en prisión preventiva por casi un mes –pese a que el límite para resolver su situación procesal tras indagarlos es de 10 días– fueron liberados porque el juez no puede probar que hayan agredido al policía en cuestión. Los delitos que les imputan tienen penas de hasta seis años y, sumados, podrían ser más.

Hay otros cinco jóvenes –Juan Salomón Vallota, Sebastián Giancarelli, Esteban Rossano, Diego Parodi y Pablo Giusto– que permanecen presos desde el 14 de diciembre y de lo que aún no se ha resuelto su situación procesal. El también juez federal Claudio Bonadío se ha tomado un largo tiempo. Según los abogados y organismos que exigen su liberación –como la Coordinadora Contra la Represión Policial, en el cuerpo de María del Carmen Verdú– los siete han caído en prisión “para amedrentar a los que fueron a protestar”.

La lógica del disciplinamiento rige para todos, pero específicamente para la juventud. Y tampoco hace falta claridad: para mantenerlos más de un mes presos se han argüido algunas imprecisiones: no pareciera haber peligro de fuga ni de entorpecimiento de la investigación, elementos que podrían justificar que sigan detenidos. “Hubo más de 70 detenciones y casi ninguna situación procesal ha sido resuelta”, denuncia Verdú.

Dos limpiavidrios que estaban en la zona, un pibe que salió del subte en el lugar equivocado, un manifestante y un amigo que fue a buscarlo a la Comisaría siguen detenidos. A ellos se suma ahora, a instancias del juez Torres, el policía Dante Barisone, que pisó con su moto a un cartonero y que, tras ser previamente liberado, trató de entorpecer la causa pidiéndoles a otros agentes que no lo inculparan. Por su parte, Antonio Luna, el policía que quedó escrachado cuando le tiraba gas pimienta a un jubilado, también fue procesado pero quedó en libertad.

“En Ponce y en Arakaki se personaliza una política de criminalización de una movilización de 300 mil personas. A ellos se suman cinco detenidos que aún están en prisión desde el 14 de diciembre”, explica Gabriel Solano, del Partido Obrero. Ahí, quizás, un intento por entender: se los detiene para que sirva de ejemplo y se los mantiene presos para lo mismo: amedrentar y persuadir. Es, en definitiva, el sentido de la prisión moderna, tal como lo explicó Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975).

Allí, el sociólogo francés se explayó, además, acerca de que el sistema carcelario que conocemos nació a mediados del siglo XVIII y es una expresión puramente capitalista, que busca economizar el castigo y proteger la propiedad privada. Cada sociedad crea el sistema de castigos que precisa. En el sistema penal argentino se debe a procurar la reinserción social de los condenados. Amén de que los especialistas vociferan su fracaso y las estadísticas públicas lo demuestran –casi uno de cada tres presos es reincidente–, otro grave problema que señalan es la falta de condenas.

Los datos de la Procuración Penitenciaria de la Nación son elocuentes: al menos en las cárceles federales, aunque suelen ser parejos los números, hay un 60 por ciento de presos sin condena firme y casi tres cuartas partas de los detenidos son jóvenes de entre 18 y 34 años. La juventud, como en el caso de los siete detenidos del 14 y 18 de diciembre, paga los costos de un modelo que exige que, para llevar a cabo medidas impopulares –como la reforma previsional, como la reforma laboral en ciernes–, los que protesten estén advertidos.