“Hay una cosa que me gustaría decir: de todas las cosas que he rescatado, incluso Metrópolis, la que más orgullo me produce es esta retrospectiva. Dio un trabajo bárbaro y creo que no hubo en la historia de nuestro cine un director más subestimado que Hugo del Carril. Para mí, están Leonardo Favio, Torre Nilsson y él, más o menos a la par. Después, todos los demás”. Fernando Martín Peña, historiador, incansable cinéfilo, apasionado como pocos, es uno de los responsables de que este febrero se pueda ver en el Malba la obra completa de Hugo del Carril. No solo los quince largometrajes que dirigió a lo largo de casi treinta años, sino algunas de las películas en las que su apuesta silueta de porteño de mítica gardeliana define su presencia como actor. Del Carril fue no solo el eslabón fundamental para entender el rumbo del cine argentino luego de la crisis de los estudios, sino el artista popular que mejor expresó esa eterna convivencia de dos Argentinas en pugna. Su cine fue el del melodrama arrabalero y el cuestionamiento de los valores burgueses, el de amores inmortales y gestas épicas en el litoral profundo; su voz, la de los “muchachos peronistas” y de los melancólicos recuerdos del pasado; su legado, el que hoy se redescubre y se exhibe en su justo esplendor. 

“Uno de los rasgos fundamentales de Hugo del Carril como cineasta, fue su independencia”, señala Peña. Y lo fue en un sentido creativo y también económico: cuando en 1949 debutó como director con Historia del 900 ya era una cantante de fama, un mito de la pantalla, una estrella consagrada de la radio que se lanzó a la aventura de producir sus películas, muchas veces con dinero propio y casi siempre en un contexto internacional adverso para el mercado cinematográfico argentino. El triunfo de Perón potenció las dificultades para la llegada de celuloide desde Estados Unidos (que se remontaban al castigo por la neutralidad en la guerra) y Hollywood fomentó el desarrollo de un mercado latino más próximo y controlable como el mexicano. Del Carril usó entonces el dinero de sus giras, de sus espectáculos radiales, de sus éxitos como actor para financiar una obra de una integridad y una audacia estética como pocas. Capeó los entredichos con Raúl Apold –figura clave del cine argentino en el peronismo–, enfrentó luego del 55 las persecuciones por su militancia, soportó los reveses de la crítica, padeció los fracasos en la taquilla. Reunir ese material disperso por sus mismas condiciones de producción –cuenta Peña que el material que Del Carril conservaba en Laboratorios Alex no fue devuelto a su familia luego de su cierre en 1995– fue una ardua tarea que el programador del Malba comandó con el emblemático Octavio Fabiano durante dos décadas. “Esta es la primera vez que puede exhibirse la totalidad de su obra como realizador, en su mayor parte en 35mm., tras rastrear título por título en depósitos públicos y privados y contar con la ayuda de numerosas personas e instituciones”. 

El sentido de toda una vida

La obra de Hugo del Carril es un complejo abanico de intereses y pasiones, que denota no solo su maestría a la hora de abordar géneros diversos, sino su capacidad narrativa y sus inquietudes plásticas. Sus películas recorrieron desde el costumbrismo porteño hasta los dramas de impronta folklórica o tradición histórica, reconstruyeron personajes e hitos del pasado y reflejaron el presente con una actualidad candente. Del Carril fue un adelantado en el retrato de escenarios juveniles en plena geografía ciudadana, fue autor de una imaginería propia ardiente de ideales y compromiso. Nunca despreció ningún género cinematográfico por más origen bastardo que tuviera, combinó lo imposible en una misma historia, desde el egoísmo y el sacrificio en Amorina (1961) hasta el antisemitismo y los amores condenados en La calesita (1963). Estableció una fructífera relación creativa con el escritor español Eduardo Borrás: pese a las frecuentes acusaciones de literarios y discursivos que pesaban sobre los diálogos del dramaturgo, Del Carril se apropió de su escritura haciéndola esencia de su cine, definiendo imágenes de una emoción inolvidable que nacía de su amor por contar historias. Su retrato de la siembra y la cosecha en Surcos de sangre (1950), con el esplendor del sudor en el plano y esa luz que atraviesa hojas y racimos, es tan conmovedora como la que inmortaliza F. W. Murnau cuando filma los trigales de El pan nuestro de cada día (1930). 

Capital para entender la dimensión política de nuestra identidad, el cine de Del Carril supo recorrer el territorio nacional, definirlo en sus exteriores, comprenderlo en sus particularidades, nunca agotarlo en generalizaciones. Lo nacional para Del Carril nunca fue etiqueta chauvinista sino un sentir profundo que emana de cada uno de sus argumentos, que filmaba con un uso notable del plano detalle capaz de dar dimensión visual a su extraordinario poder de observación. En su ópera prima Historia del 900 el espacio es aquel en el que se celebra la riña de gallos y el duelo criollo, encrucijada del destino de su propio personaje entre los privilegios de su origen y la atracción por la exuberancia del arrabal. El amor se materializa en manos y pieles en contacto, la muerte en los ojos desorbitados del ‘Pardo’ Márquez (interpretado por el Guillermo Battaglia) fuera de foco. En El negro que tenía alma blanca (1950), filmada en España, las diferencias raciales adquieren una dimensión lírica cuando el mulato interpretado por el propio del Carril le regala una valiosa pulsera a la mujer que antes lo rechazó: su mano oscura brilla por la moral del encuadre sobre la blanca palma, inmersa en la vergüenza y el nerviosismo. 

Del compromiso político al apogeo estético

Una de las citas ineludibles de la retrospectiva es, sin duda, Las aguas bajan turbias (1952), gran éxito pese a las dificultades de su rodaje por a la escasez de material virgen, por la proscripción del autor Alfredo Varela (su novela El río oscuro fue la fuente literaria), y por las dificultades de financiamiento que ya eran moneda corriente para el director. El germen provenía de la admiración que Del Carril profesaba a su maestro Mario Soffici (a quien respetaba desde los tiempos en los que lo había dirigido en La cabalgata del circo), pero la talla del genio de Del Carril hizo que su película afinara aún más la mirada, superando la concepción fatalista de Soffici para afirmar un escenario de brutal y despiadada explotación. Así, el conflicto entre los peones rurales y los dueños de los yerbatales en Misiones no tiene origen en el destino sino en el poder y la ambición de la oligarquía latifundista. Del Carril hace un cine comprometido anclado en tradiciones populares, combina exteriores casi documentales con interiores infernales, definidos por largas filas carcelarias como las de Soy un fugitivo (1932) de Mervin Le Roy, y ofrece un erotismo inusual de los cuerpos que trabajan, desean y viven pese a los dictámenes inhumanos de sus opresores. 

Dentro del territorio del melodrama y como apogeo de la innovación estética y la configuración de un mundo propio en términos visuales, se encuentran dos películas de mediados de los años 50. La primera es La Quintrala (1955), que cuenta la historia de Catalina de los Ríos y Lisperguer, dama de la aristocracia chilena del siglo XVII, parte de una leyenda negra de pasiones malsanas y crímenes de alcoba. “Esa Lucrecia Borgia de la era colonial” –en palabras del el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna citado por Peña en su reseña de la película– fascinó a Del Carril y Borrás, y avivó el enfrentamiento entre Perón y la Iglesia Católica que definiría el clima social previo al golpe militar de 1955. Son impactantes las escenas de procesión en Semana Santa que muestran monjes desfilando con antorchas y cruces a cuestas, apenas atisbados desde la ventana de su morada por la ardiente Catalina, quien concentra en su mirada el deseo por uno de los frailes. La Quintrala confirma el talento de Del Carril para filmar grupos en movimiento, ya sea en contraluz o en contrapicado, siempre asediados por el espacio o por una misteriosa amenaza que los hace penitentes. 

La segunda es Más allá del olvido (1956): inspirada en el romanticismo de Brujas, la muerta, del belga Georges Rodenbach, cuenta la historia de un hombre que pierde a su mujer para recrearla en una desconocida, fantasmal y trágica heredera de una pasión de la que no es dueña. Es notable el poder de estilización de la cámara de Del Carril y de la fotografía de Alberto Etchebehere, que evocan una tradición necrófila que ha alimentado tanto a Jean Cocteau como a Boileau y Narcejac (por ello el anticipo de Vertigo que podía rastrarse hasta nuestras pampas), tanto al Hitchcock de Rebecca como a la prosa de Vera Caspary filmada por Otto Preminger en Laura. Aquí no es la Laura de Gene Tierney sino Laura Hidalgo quien preside desde su retrato en la pared una casona rodeada de árboles abigarrados y rejas de hierros retorcidos, custodiada por los fantasmas y los recuerdos que la muerte ha dejado a su paso. El amor es egoísmo y crueldad, es vampirismo y desesperación, es un hombre enloquecido por las llamas de una chimenea que anuncian la imposible extinción de la pasión. 

La crónica de los últimos años

Además de varias de las obras maestras de los últimos años del clasicismo argentino, se podrán ver desafíos modernos como Culpable (1960), una película poco vista que expresa una fábula metafísica de ecos oníricos en la que un hombre tiene la oportunidad de torcer su destino criminal y decide afirmarlo con la más clara de las convicciones de ejercer el Mal; apuestas personalísimas como Amorina, magistral descenso a la locura de la inolvidable Tita Merello, burguesa encaprichada en retener un presente que se le escapa y un pasado confinado a evocaciones y extravíos; y frescos históricos como La calesita (1961), obra de una complejidad subterránea, que combina la vocación integradora del musical (aquí potenciando la voz de barítono de Del Carril con las partituras de Mariano Mores y Cátulo Castillo) con la lineal de la crónica histórica, que recoge toda la historia argentina, sus gestas y sus sacrificados. Peña concluye en su reseña: “El más famoso de los artistas peronistas se permitió interpretar a un mártir radical, con boina blanca y todo, cuando reconstruye el período en que el radicalismo era un partido verdaderamente popular y enfrentaba a los caudillos conservadores. En toda la historia del cine argentino no se encontrará un gesto de similar reconocimiento en el sentido político inverso”.