Algunos artistas –los mejores– no le tienen miedo a la emoción. Laurie Anderson pertenece a esta tribu que puede experimentar con el amor, con el dolor y con la muerte, exponiendo los sentimientos sobre la vida y las pérdidas desde una perspectiva budista, como si fundara un sistema de creencias sobre la intimidad en el que no hay certezas absolutas. Apenas el balbuceo, una especie de cuchicheo en que se intentan responder un puñado de preguntas cuyo flujo parece perpetuo: ¿Cuáles son las últimas palabras que decimos en nuestra vida? ¿Qué es lo último que decís antes de convertirte en tierra? ¿Para qué son los días? ¿Para qué son las noches? Anderson escribió el mejor principio de alumbramiento, una cima de belleza y sensibilidad imposibles de igualar, en El corazón de un perro, con traducción de Patricio Grinberg, edición bilingüe publicada por la editorial paraguaya Bikini Ninja, distribuida en el país por Zindo & Gafuri. “Este es mi cuerpo de sueño, el que uso para pasear en mis sueños. En este sueño estoy en una cama de hospital. Y es como una escena de una película que ya viste un millón de veces seguidas. El médico sostiene un pequeño bulto rosado. Y se inclina sobre la cama y me pasa el bulto. Es una nena, dice. ¿No es hermosa? Mirá. Y envuelta en ese bulto, veo la carita de mi perra, una pequeña rat terrier llamada Lolabelle. Y nadie dice nada… ‘Mirá, eso no es un bebé humano. Sólo pariste un perro’. Pero yo estoy tan feliz. Apoyo mi cabeza sobre su frente y la miro a los ojos. Y es casi un momento perfecto, aunque la alegría se mezcla con un montón de culpa”.

Lolabelle, esa rat terrier de ojos saltones que murió en 2011, era una perra especial, como se vio en el documental Heart of dog, que se estrenó en 2015, compitió por el León de Oro en Venecia y fue celebrado por la crítica en cada uno de los festivales en los que se exhibió. Era especial no sólo porque vivía en un hogar de artistas, integrado por Anderson y su esposo, el músico Lou Reed (1942-2012), a quien está dedicado el libro. Ella hacía, a su manera, arte. Cuando la perra se quedó ciega, su entrenadora Elizabeth decidió enseñarle a pintar. Lolabelle empezó a pintar varios cuadros por día; obras abstractas en rojo brillante. También hizo pequeñas esculturas, presionando su pata contra pedazos de plastilina. Y aprendió a tocar el piano con un pequeño marcador que Elizabeth usaba. La famosa perrita hizo un montón de conciertos a beneficio de otros animales. Cuando se enfermó, ellos –Laurie y Lou– quisieron contrarrestar el discurso obvio en esas circunstancias –“obviamente, no quieren que sufra” y la sugerencia de la inyección para dormirla y que deje de respirar– y pidieron consejo al maestro budista que compartían. Él dijo: “Los animales son como las personas. Se acercan a la muerte y después retroceden. Es un proceso y no tenés el derecho a quitárselo”. Entonces la sacaron del hospital y se la llevaron a casa. “Nos quedamos con ella durante tres días mientras su respiración se hacía cada vez más lenta y después se frenó –recuerda–. Aprendimos a amar a Lola de la misma forma en que ella nos amó, con una ternura que no sabíamos que podíamos tener”.

Como todo lo que proviene de la sensibilidad y agudeza de Anderson –reconocida por sus performances en las que combina música, danza y proyecciones y por la decena de discos experimentales que editó en las últimas tres décadas–, El corazón de un perro tiene el encanto de lo que no se deja aprehender, aquello cuya naturaleza se nutre de una ilimitada antropofagia cultural: conceptos del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, del Libro Tibetano de los Muertos, del escritor estadounidense David Foster Wallace y del filósofo danés Soren Kierkegaard, por mencionar un puñado de referencias. El libro es un diario íntimo, un poema narrativo, un ensayo filosófico acerca del dolor, una nouvelle metafísica, un relato budista. La autora logra que los lectores atraviesen distintos estadios de percepción. Consigue, nada más y nada menos, lo que le recomendó su maestro de meditación: “Tenés que aprender a sentirte triste sin estar triste”. Ella escribe “traduciendo” la consigna de Kierkegaard: “La vida sólo se puede entender hacia atrás; pero se debe vivir hacia adelante”.

Si es cierto que “toda historia de amor es una historia de fantasmas”, como dice Anderson citando a Foster Wallace, ¿qué tipo de historia es el desamor hacia una madre qué se está muriendo? ¿cómo llamar lo que le pasa a una hija que reconoce que no la ama, que no la amó y que nunca la amará? “Hay un ejercicio budista llamado la Meditación Madre. Y lo usás cuando no podés sentir nada. Tratás de encontrar un solo momento cuando tu madre realmente te amó sin ningún tipo de reservas. Y te enfocás en ese momento. Y después te imaginás que vos fuiste la madre de todos y todos fueron la tuya. Y busqué y busqué ese momento, pero siempre se me escapaba”, admite la artista. Cuando lo encuentra, en un recuerdo de la infancia en el que casi se ahogan dos de sus hermanos, alcanza uno de los momentos más significativos y conmovedores del libro. La pequeña gran epifanía es un enlace profundo entre dos sustantivos que no suelen estar vinculados. “Y me llevó tanto tiempo entenderlo, porque la muerte casi siempre se trata de culpa o remordimientos. ‘¿Por qué no la llamé? ¿Por qué no dije eso? Se trata más de vos que de la persona que murió. Pero finalmente lo vi –confiesa Anderson–. La conexión entre el amor y la muerte. Y que el propósito de la muerte es liberar el amor”.