Tenía que llegar un verano con la farándula más bien desteñida y a media asta para que sucediera algo impensable: mediodías televisivos programados con debates feministas, en lugar de las tradicionales guerras de vedettes o corrillos de la temporada teatral en la costa y Carlos Paz. Quizá sea un efecto secundario sorpresivo de la temporada alta de indignación por los privilegios machistas amenazados, un ruido colateral que generaron, sin imaginarlo, Castaña, Arana, Pettinato y demás señores temerosos de que el feminismo “radical” –vaya una a saber de qué se trata– eche por la borda la “feminidad” –¿qué cosa?– y lo que a ellos les gusta de las mujeres –en este preciso momento me estoy encogiendo de hombros–. Tal vez, sucedió lo que nunca imaginamos: el escándalo que bordea a esas declaraciones machistas mide, o por lo menos no echa a pique la audiencia, y entonces la tele, con su lógica implacable y su prurito cero a la hora de explorar lo que puede servirle, allá va. La tele abre la puerta, digamos. La gracia es animarse a entrar.

Ayer, al cerrar su programa, Jorge Rial dijo, palabra más, palabra menos, que abría ese espacio para debatir sobre despenalización del aborto. Intrusos viene de una seguidilla de invitadas poco habituales para ese piso (Florencia Freijo, Malena Pichot, Julia Mengolini, Luciana Peker) y el planteo, la situación de mundos que colapsan resulta tan inusual que provocó, por ejemplo, que Moria Casán se sumara al debate sobre feminismos (desde Twitter, como pelea dirigida a personas particulares, pero de todos modos) y que Florencia de la V defendiera ayer mismo, en  medio de un móvil de ese programa, la necesidad de despenalizar el aborto, porque la clandestinidad condena a la muerte a muchas mujeres.

En cualquier momento nos vamos a encontrar con exigencias de pruebas de pureza: ¿tiene tal o cual conductor el certificado de feminista 100 por ciento?, ¿sentarse en su programa no es hacerle el juego y darle una pátina de probidad, aun cuando el pedigree no lo amerite? Ahora bien: ¿lo prístino –si existe– puede condicionar la posibilidad de generar impacto en el mundo real?

Quizá también vamos a empezar a leer y escuchar una palabrita que se esgrimió bastante cuando la violencia machista como problema social empezó a formar parte de la agenda pública y de los medios mainstream: banalizar. A veces se aplica con tono de protesta cuando alguien saca del ghetto lo que desde hace años se habla entre convencidos, con palabras en común, en espacios protegidos, donde importa más fortalecer las convicciones propias que arriesgarse a convencer a alguien que jamás pensó en eso, o jamás vio algo en esos términos, o aún más, piensa todo lo contrario.

(En 2015, con #NiUnaMenos, la banalización llevó la convocatoria a la mesa de Mirtha Legrand y el programa de Marcelo Tinelli, cuyos públicos muy posiblemente no estuvieran acostumbrados a pensar en y sobre violencia machista; eso, y el aroma a masividad que iba cobrando la convocatoria –y que efectivamente alcanzó en todo el país– terminó tirando la última ficha del dominó: la dirigencia política y el Estado debió responder. Lo hizo de modo espasmódico, en ese momento, a demanda y no con la continuidad que el tema todavía amerita, pero lo cierto es que ese universo debió reaccionar ante lo que sucedía. Es una pregunta contrafáctica, pero sin la “banalización”, ¿eso pasaba?)

“Banalizar” se usa como protesta, cuando bien podría entenderse como virtud, o al menos como el principio de una posible virtud, porque lo que pase con un tema, una vez vuelto masivo, va a depender de cómo se jueguen las cartas con el tema ya puesto sobre la mesa.  Lo difícil siempre es el paso previo: llegar a la mesa. Ahora alguien está tendiendo una mano para hacer de puente y hablar del derecho al aborto, ¿por qué no tomarla?